sábado, 29 de octubre de 2022

Domingo XXXI del Tiempo Ordinario – Ciclo C

 Domingo XXXI del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 19, 1-10) –30 de octubre de 2022

Lucas 19, 1-10

En aquel tiempo, Jesús entró en Jericó, y al ir atravesando la ciudad, sucedió que un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de conocer a Jesús; pero la gente se lo impedía, porque Zaqueo era de baja estatura. Entonces corrió y se subió a un árbol para verlo cuando pasara por ahí. Al llegar a ese lugar, Jesús levantó los ojos y le dijo: "Zaqueo, bájate pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa".

Él bajó enseguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, comenzaron todos a murmurar diciendo: "Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador".

Zaqueo, poniéndose de pie, dijo a Jesús: "Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes, y si he defraudado a alguien, le restituiré cuatro veces más". Jesús le dijo: "Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también él es hijo de Abraham, y el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido".

ReflexionesBuena Nueva

#Microhomilia

Hernán Quezada, SJ 

Somos La Palabra, este domingo nos habla de rasgos de Dios. Es compasivo, amante de todo y de todos, perdona, corrige, pero con estrategia; es paciente, nada iracundo; generoso, bueno, fiel y da su apoyo al que tropieza y alivia al agobiado. Nuestro Dios no está ajeno al mal que ocasionamos, siempre está activamente buscándonos. Ante la mínima expresión de inquietud por el encuentro, está listo para encontrarnos.

Sacudamos este domingo las falsas ideas de Dios que tenemos, abandonemos a ese dios que se parece a nosotros, duro, castigador, iracundo capaz de abandonarnos. La llamada es a sentir la curiosidad de Zaqueo que le lleva a moverse y disponerse a mirarlo. Como entonces, también hoy cruzará su mirada con nosotros, sin reclamos pero sí con la prisa de entrar a nuestra "casa" y quedarse para transformarnos. ¿De qué hablarás con el Señor? ¿qué te responde? ¿cuál será tu respuesta, tu compromiso? ¿Cuál es tu llamada? #FelizDomingo

 

 “(...) hoy tengo que quedarme en tu casa”

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

En uno de los programas de la serie radiofónica ‘Un tal Jesús’, se dice que Jesús contó esta historia a sus discípulos: Había una vez un pastor que tenía cien ovejas. Una de ellas tenía una pata coja y siempre iba retrasada. Un día, el pastor llegó ya tarde a su casa y comenzó a contar a las ovejas para saber si todas estaban a salvo. Las fue contando a medida que iban entrando al corral. Su sorpresa fue grande cuando se dio cuenta de que sólo había noventa y nueve ovejas; de modo que volvió a contarlas para estar seguro. Cuando comprobó que una se le había perdido, cayó en la cuenta de que la que se le había perdido era, precisamente, la oveja que tenía una pata coja...

 Ya había caído la noche y comenzaba a llover; de modo que el pastor se puso a pensar si debía ir a buscar a la oveja perdida o si debía quedarse cuidando las noventa y nueve que estaban en el corral. Mientras tanto, la ovejita coja, iba perdiendo cada vez más el rumbo; balaba con todas sus fuerzas, pero nadie la oía; tenía miedo, porque la noche había caído y la lluvia comenzaba a dificultar el camino, que se iba llenando de barro. De pronto, la ovejita comenzó a escuchar el aullido de los lobos que presentían la presencia de una presa fácil. De modo que la ovejita comenzó a correr. Con tan mala suerte que por la carrera que llevaba, cayó en un barranco y quedó casi sumergida entre el barro.

 En la casa del pastor, ya se habían apagado las luces y todos descansaban; el pastor, acostado en su cama, antes de dormirse, pensó por última vez en la ovejita perdida, pero se dijo a sí mismo: ¿Quién la manda a no andar más atenta al paso que lleva el rebaño? No es mi culpa que ella sea coja y no pueda seguir el ritmo de las demás. Seguramente mañana la encontraremos y ya está. Lo que no puedo haces es descuidar a las otras noventa y nueve, y menos teniendo en cuenta el aguacero que está cayendo. Ni porque fuera a buscarla, la encontraría. De modo que el pastor, se quedó dormido. La ovejita, allá en el fondo del barranco, seguía balando y trataba de salir del barro en el que había caído; cada intento por salir era peor; se hundía más y más. Por fin sintió que el barro le entraba por el hocico y ya no pudo balar más... no podía respirar. Estaba ya muerta...

 Cuando los discípulos escucharon esta historia, se quedaron aterrados de lo descarado que había sido el pastor; no podían creer que un pastor dejara morir así a una de sus ovejas, por más coja y enferma que estuviera. Ningún pastor, conocido por ellos se hubiera portado así. Le dijeron, entonces, a Jesús: “Eso es el colmo; un pastor que deja morir a sus ovejas y no las busque, no debe llamarse pastor...” Pero Jesús les respondió: “Pero si estaba cuidando a las demás ovejas”. Los discípulos le dijeron: “No señor, no estaba cuidando a nadie. Tenía miedo de mojarse y se quedó durmiendo en su cama”.

La historia que nos presenta hoy la liturgia nos habla de un pastor muy distinto. Cuando Jesús vio a Zaqueo subido en un árbol, le dijo: “baja en seguida, porque hoy tengo que quedarme en tu casa. Zaqueo bajó aprisa, y con gusto recibió a Jesús”. Así como Jesús fue a comer en casa de Zaqueo, también quiere acercarse a nosotros, para ofrecernos su perdón sin condiciones. En nosotros está la posibilidad de acogerlo con el mismo gozo con el que este cobrador de impuestos lo recibió en su casa.

JESÚS AMA A LOS RICOS

José Antonio Pagola

El encuentro de Jesús con el rico Zaqueo es un relato conocido. La escena ha sido muy trabajada por Lucas, preocupó tal vez por la dificultad que encontraron algunas familias ricas para integrarse en las primeras comunidades cristianas.

Zaqueo es un rico bien conocido en Jericó. «Pequeño de estatura», pero poderoso «jefe de los recaudadores» que controlan el paso de mercancías en una importante encrucijada de caminos. No es un hombre querido. La gente lo considera «pecador», excluido de la Alianza. Vive explotando a los demás. «No es hijo de Abrahán».

Sin embargo, este hombre quiere ver «es quién Jesús». Ha oído hablar de él, pero no lo conoce. No le importa hacer el ridículo actuar de manera poco acorde con su dignidad: como un chiquillo más, «corre» para tomar la delantera a todos y «se sube a una higuera». Solo busca «ver» a Jesús. probablemente ni él mismo sabe que está buscando paz, verdad, un sentido más digno para su vida.

Al llegar Jesús a aquel punto, «levanta los ojos» y ve a Zaqueo. El relato sugiere un intercambio de miradas entre el profeta defensor de los pobres y aquel rico explotador. Jesús lo llama por su nombre: «Zaqueo, baja enseguida». No hay que perder más tiempo. «Hoy mismo tengo que alojarme en tu casa y estar contigo». Jesús quiere entrar en el mundo de este rico.

Zaqueo le abre la puerta de su casa con alegría. Le deja entrar en su mundo de dinero y poder, mientras en Jericó todos critican a Jesús por haber entrado «en casa de un pecador».

Al contacto con Jesús, Zaqueo cambia. Empieza a pensar en los «pobres»: compartirá con ellos sus bienes. Se acuerda de los que son víctimas de sus negocios: les devolverá con creces lo que les ha robado. Deja que Jesús escriba en su vida verdad, justicia y compasión. Zaqueo se siente otro. Con Jesús todo es posible.

Jesús se alegra porque la «salvación» ha llegado también a esa casa poderosa y rica. A esto ha venido él: «a buscar y salvar lo que está perdido». Jesús es sincero: la vida de quienes son esclavos del dinero son Vidas perdidas, Vidas sin verdad, sin justicia y sin compasión hacia los que sufren. Pero Jesús ama a los ricos. No quiere que ninguno de ellos eche a perder su vida. Todo rico que le deje entrar en su mundo experimentará su fuerza salvadora.

SALVARSE ES COMPARTIR

Fray Marcos

Una vez más se manifiesta la actitud de Jesús hacia los excluidos, que hemos catalogado como malos. Está denunciando nuestra manera de proceder equivocada, es decir, no acorde con el espíritu de Jesús. Cuando el relato lo encontramos solo en Lucas, que fue el último de los tres sinópticos en escribir su evangelio, es muy probable que no sea una tradición original sino que se formó en algún momento de la trayectoria de esa comunidad. Seguramente para responder a problemas que surgieron dentro del grupo. Que sea o no histórico no es lo importante, lo que importa son las enseñanzas que quiere trasmitirnos.

Poco antes de decir Jesús: ¡qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios! Aquí llega la salvación a un rico, que además es pecador público. En las primeras comunidades no habia ni publicanos ni ricos. Todos eran pobres judíos que buscaron en Jesús una liberación que no encontraron en su religión. Pero cuando se escribe este evangelio ya se estaban incorporando judíos ricos y gentiles que están representados por Zaqueo. Estos dieron el salto al seguimiento sin tener que abandonar su situación social y su trabajo. La única exigencia: salir de la injusticia y pasar a compartir lo que tienen con los que no tienen nada.

En el relato hay que presuponer más cosas y más importantes de las que dice: ¿Por qué Zaqueo tiene tanto interés en conocer a Jesús, aunque sea de lejos? ¿Cómo es que Jesús conoce su nombre? ¿Cómo tiene tanta confianza Jesús para autoinvitarse a hospedarse en su casa? ¿Qué diálogo se presentó entre Jesús y Zaqueo para que éste haga una promesa tan radical y solemne? Solo las respuestas a estas preguntas darían sentido a lo que sucedió. Pero es ese itinerario interno de ambos, el que marca la relación profunda entre Jesús y Zaqueo.

La reflexión de este domingo conecta con la del domingo pasado: el fariseo y el publicano. ¿Os acordáis? El creernos seguros de nosotros mismos nos lleva a despreciar a los demás, a no considerarlos; sobre todo, si de antemano los hemos catalogado como "pecadores". Incluso nos sentimos aliviados porque no alcanzan la perfección que nosotros creemos haber alcanzado, y de esta manera podremos seguir mirándolos por encima del hombro. “Todos murmuraban diciendo: ha entrado a comer en casa de un pecador”.

Podemos imaginar la cara de extrañeza y de alegría cuando oye a Jesús llamarle por su nombre; lo que significaría para él que alguien de la categoría de Jesús, no solo no le despreciase, sino que le tratara incluso con cariño. Zaqueo se siente aceptado como persona, recupera la confianza en sí mismo y responde con toda su alma a la insinuación de Jesús. Por primera vez no es despreciado por una persona religiosa. Su buena disposición encuentra acogida y se desborda en total apertura a la verdadera salvación.

Una vez más utiliza Lucas la técnica del contraste para resaltar el mensaje. Dos extremos que podríamos denominar Vida-Muerte. Vida en Jesús, abriéndose a otro hombre con limitaciones radicales. Vida en Zaqueo que, sin saber muy bien lo que buscaba en Jesús, descubre lo que le restituye en su plenitud de humanidad y lo manifiesta con la oferta de una relación más humana con aquellos con los que había sido más inhumano. Muerte en la multitud que, aunque sigue a Jesús físicamente, con su opacidad impide que otros lo descubran. Muerte en “todos”, escandalizados de que Jesús ofreció Vida al que solo merecía desprecio.

¿Hemos actuado nosotros como Él, a través de los dos mil años de cristianismo? ¿cuántas veces, con nuestra actitud de rechazo, truncamos esa buena disposición inicial y conseguimos desbaratar una posible liberación? Al hacer eso, creo defender el honor de Dios y el buen nombre de la Iglesia. Pero el resultado final es que no buscamos lo que estaba perdido y, como consecuencia, la salvación no llega a aquellos que sinceramente la buscan. Como Zaqueo, hoy muchas personas se sienten despreciadas por los líderes religiosos, y además, los cristianos con nuestra actitud, seguimos impidiéndoles ver al verdadero Jesús.

Muchas personas que han oído hablar de Jesús quisieran conocerlo mejor, pero se interpone la “muchedumbre” de los cristianos. En vez de ser un medio para que los demás conozcan a Jesús, somos un obstáculo que no deja descubrirlo. ¡Cuánto tenemos que cambiar nuestra religión para que en cada cristiano pudiera descubrirse a Cristo! Estar abiertos a los demás es aceptar a todos como son, no acoger solamente a los que son como yo. Si la Iglesia propone la actitud de Jesús como modelo, ¿por qué se parece tan poco nuestra actitud a la de Jesús?

Siempre que se ha consumado una división entre cristianos, habrá que preguntarse quién tiene más culpa, el que se equivoca pero defiende su postura con honradez o la intransigencia de la iglesia oficial, que llena de desesperación a los que piensan de distinta manera. Lutero no pretendía una separación de Roma, sino una purificación de los abusos que estaban cometiendo los jerarcas de la iglesia. ¿Quiere decir esto que Lutero era el bueno y el Papa el malo? Ni mucho menos; pero con más comprensión y menos soberbia se hubiera evitado la división.

Hacer nuestro espíritu de Jesús es caminar por la vida con el corazón y los brazos siempre abiertos. Estar siempre alerta a los más pequeños signos de búsqueda. Acoger a todo el que venga con buena voluntad, aunque no pienses como nosotros; aunque incluso este equivocado. Estar siempre dispuesto al diálogo y no al rechazo o la imposición. Descubrir que lo más importante es la persona, no la doctrina ni la norma ni la ley.

No acogemos a los demás, no nos paramos a escuchar, no descubrimos esa disposición inicial que puede llevar a cabo una conversión. La acogida con sencillez tiene que ser la postura de los seguidores de Jesús. Apertura incondicional a todo el que llega a nosotros con ese mínimo de disposición, que puede reducirse a simple curiosidad, como en el caso de Zaqueo; pero que puede ser el primer paso de un auténtico cambio. No terminar de quebrar la caña cascada, no apagar la mecha que todavía humea, ya sería una postura interesante; pero hay que ir mas alla. Hay que tratar de restaurar y vender la caña cascada y avivar la mecha que se apaga.

El final del relato no tiene desperdicio: “He venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”. ¿Cuándo nos metemos esto en la cabeza? Jesús no tiene nada que hacer con los perfectos. Solo los que se sintieron perdidos pueden ser encontrados por él. Esto no quiere decir que Jesús tenga la intención de cambiar su misión. Lo que el relato deja claro es que todos necesitamos avanzar. Solo el que tiene conciencia de estar enfermo buscará un médico.

El relato desmonta el cacareado discurso populista de que Jesús hizo una opción preferencial por los pobres. Sería cierto si entendemos por pobreza la carencia de la humanidad. Jesús intentó bibliotecar al hombre de su pobreza material, que le impidió desplegar su propia humanidad y también liberar al rico de su riqueza que le impidió ser humano con los demás. Es fácil liberar al pobre de su pobreza que no depende de él y está deseando superar. Es más difícil liberar al rico porque está encantado con sus privilegios y no desea otra cosa.

 

 

sábado, 22 de octubre de 2022

Domingo XXX del Tiempo Ordinario – Ciclo C

 Domingo XXX del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 18, 9-14) – 23 de octubre de 2022

Lucas 18, 9-14

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás:

"Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias'.

El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: 'Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador'.

Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido''.

 

ReflexionesBuena Nueva

#Microhomilia

Hernán Quezada, SJ 

Somos llamados al bien. Todos queremos ser buenas personas, sin embargo no siempre lo logramos; cuando menos lo esperamos y muchas veces sin querer, nos equivocamos, "metemos la pata". Hoy la Palabra nos anuncia que para "ajustarnos", es decir para ordenar la vida hacia Cristo y encaminarnos a su encuentro, no es necesario no caer o no equivocarse, sino reconocer que nos equivocamos o que hemos caído, tener conciencia de la necesidad ser perdonado, transformado. El soberbio se pierde en la falsa idea de que es perfecto, permanece cerrado y desajustado. El humilde, reconoce y pide perdón, entonces se abre a la conversión, a la vida buena y nueva en Cristo.

Pidamos a Dios la gracia para reconocer nuestras caídas, para pedir perdón y para vivir la conversión, es decir, irnos transformando en mejores versiones de nosotros mismos. #FelizDomingo

(...) por considerarse justos, despreciaban a los demás”

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

Cuentan que un hombre que iba creciendo en su vida espiritual, llegó un momento en el que se dio cuenta de que era santo... En ese mismo instante, retrocedió todo el camino que había recorrido y tuvo que volver a comenzar desde cero. Cuando una persona va trabajando intensamente en su proceso de crecimiento espiritual, tiene que cuidarse de dos amenazas: la primera es perder la esperanza y pensar que nunca va a alcanzar la meta. La segunda, no menos peligrosa, es pensar que ya llegó. Las dos situaciones son igualmente nocivas. Ambas producen un estancamiento en el camino espiritual.

La parábola que Jesús nos cuenta este domingo, fue dicha para “algunos que, seguros de sí mismos por considerarse justos, despreciaban a los demás”. Dice Jesús que “dos hombres fueron al templo a orar: el uno era fariseo, y el otro era uno de esos que cobran impuestos para Roma. El fariseo, de pie, oraba así: ‘Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás, que son ladrones, malvados y adúlteros, ni como ese cobrador de impuestos. Yo ayuno dos veces a la semana y te doy la décima parte de todo lo que gano’. Pero el cobrador de impuestos se quedó a cierta distancia, y ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: ‘¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!” Dos actitudes que representan formas distintas de presentarse ante Dios. La primera, del que se siente justificado y seguro; cree que su comportamiento corresponde al plan de Dios; esta persona piensa que no necesita crecer más; tal como está, merece el premio para el cual ha venido trabajando intensamente. La segunda, del que se siente en camino, con muchas cosas por mejorar; se sabe necesitado de Dios y de su gracia; se sabe incompleto, en construcción.

La conclusión de Jesús es que el “cobrador de impuestos volvió a su casa ya justo, pero el fariseo, no. Porque el que a sí mismo se engrandece, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido”. Esta es la lógica del reino de Dios. Una lógica que contradice nuestra manera de pensar. Hay que reconocer que es bueno ser conscientes de nuestros avances y logros; ciertamente, es sano saber que nos comportamos bien y que nuestra manera de obrar está de acuerdo con el plan de Dios. Todo esto coincide con una sana autoestima, tan valorada recientemente por algunas corrientes psicológicas. Pero no debemos olvidar que esta actitud puede llevarnos a perder de vista lo que nos falta por avanzar en el propio camino espiritual; y, por otro lado, puede producir una actitud de desprecio por aquellos que, por lo menos aparentemente, van un poco más atrás.

Por otra parte, si vivimos en la verdad, reconociendo nuestros propios límites, sabiendo que no estamos terminados, tendremos siempre la alternativa del crecimiento; podremos avanzar siempre más adelante. Cuando acogemos nuestra frágil humanidad, en toda su complejidad de luces y sombras, y somos conscientes de nuestros defectos, comienza en ese mismo momento a generarse el proceso de la sanación interior. No hay sanación que no pase por el propio reconocimiento del límite. Esto supone mantener siempre activa la esperanza para seguir caminando, aunque todavía sintamos que nos falta mucho para llegar al final de nuestro crecimiento espiritual. Tan peligroso para nuestra vida es dejar de caminar, como pensar, antes de tiempo, que ya llegamos.

 

DESCONCERTANTE

José Antonio Pagola

Fue una de las parábolas más desconcertantes de Jesús. Un piadoso fariseo y un recaudador de impuestos suben al templo a orar. ¿Cómo reaccionará Dios ante dos personas de vida moral y religiosa tan diferente y opuesta?

El fariseo ora de pie, seguro y sin temor alguno. Su conciencia no le acusa de nada. No es hipócrita. Lo que dice es verdad. Cumple fielmente la Ley, e incluso la superó. No se atribuye a sí mismo mérito alguno, sino que todo lo agradece a Dios: «¡Oh, Dios!, te doy gracias». Si este hombre no es santo, ¿lo quién va a ser? Seguro que puede contar con la bendición de Dios.

El recaudador, por el contrario, se retiró a un rincón. No se siente cómodo en aquel lugar santo. No es su sitio. Ni siquiera se atrevería a levantar sus ojos del suelo. Se golpea el pecho y reconoce su pecado. No promete nada. No puede dejar su trabajo ni devolver lo que ha robado. No puede cambiar de vida. Solo le queda abandonarse a la misericordia de Dios: «¡Oh Dios!, ten compasión de mí, que soy pecador». Nadie querría estar en su lugar. Dios no puede aprobar su conducta.

De pronto, Jesús concluye su parábola con una sustentada desconcertante: «Yo os digo que este recaudador bajó a su casa justificado, y aquel fariseo no». A los oyentes se les rompen todos sus esquemas. ¿Cómo puede decir que Dios no reconoce al piadoso y, por el contrario, concede su gracia al pecador? ¿No está Jesús jugando con fuego? ¿Será verdad que, al final, lo decisivo no es la vida religiosa de uno, sino la misericordia insondable de Dios?

Si es verdad lo que dice Jesús, ante Dios no hay seguridad para nadie, por muy santo que se crea. Todos hemos de recurrir a su misericordia. Cuando uno se siente bien consigo mismo, apela a su propia vida y no siente necesidad de más. Cuando uno se ve acusado por su conciencia y sin capacidad para cambiar, solo siente necesidad de acogerse a la compasión de Dios, y solo a la compasión.

Hay algo fascinante en Jesús. Es tan desconcertante su fe en la misericordia de Dios que no es fácil creer en él. Probablemente los que mejor le pueden entender son quienes no tienen fuerzas para salir de su vida inmoral.

 

DIOS NO TIENE QUE JUSTIFICARME NI CONDENARME

Fray Marcos

Hoy tenemos dos inconvenientes. Primero, que se trata de una parábola y la parábola tiene un único mensaje. El resto es relleno. Segundo, en todo el NT enseña la patita el maniqueísmo. Lo tenemos metido hasta el tuétano. Bueno/malo, espíritu/materia, luz/tiniebla. Pero resulta que nada es banco o negro. La realidad es una serie infinita de grises. Hoy se nos invita a ponernos de parte del publicano y en contra del fariseo y nos quedamos todos tan anchos. El fariseo tiene muchas cosas buenas que pasaron por alto y el publicano tiene muchas cosas malas que voluntariamente olvidamos.

Lucas, en la introducción a la parábola, lo deja claro: “por algunos que, teniéndose por justos, se sintieron seguros de sí mismos y despreciaban a los demás” El fariseo se siente excelente y falla en su apreciación. El publicano se siente pecador y falla al considerar que Dios está lejos de él, por eso tiene que insistir en pedir un perdón que Dios ya le ha otorgado. Lo más normal del mundo sería alabar al que era bueno y criticar al malo, pero a los ojos de Dios todo es diferente. Dios es el mismo para los dos, uno le acepta por su gratuidad, el otro pretende poner a Dios de su parte por la bondad de sus obras.

Este mensaje se repite muchas veces en los evangelios. Recordemos la frase de Mateo: “Las prostitutas y los pecadores os llevan la delantera en el reino de Dios”. ¿A quién dijo eso Jesús? A los cumplidores de toda la Ley, que hoy serán los religiosos de todas las categorías. Aún hoy, desde nuestra visión raquítica del hombre y de Dios, nos resulta inaceptable esta idea. Seguimos juzgando por las apariencias sin tener en cuenta las actitudes personales, que son las que de verdad califican las acciones de las personas. Y lo que es peor, nos preocupa más lo que hacemos que lo que sentimos.

Dios está cerca de los dos, pero el publicano reconoce que la cercanía de Dios es debida a su amor incondicional. En consecuencia, el publicano está más cerca de Dios a pesar de sus pecados. El fariseo cree que Dios tiene la obligación de amarle porque se lo ha ganado. “Los buenos de toda la vida” tienen mayor peligro de entrar en esta dinámica. Si nos atreviésemos a pensar, descubriríamos lo absurdo de esa postura. Todo lo bueno que puedo descubrir en mí viene de Él, que desde lo hondo de mi ser lo posible.

Dios no me quiere porque soy bueno sino porque Él es amor. Si parte del razonamiento farisaico, resultaría que el que no es bueno no sería amado por Dios, lo cual es un dispar. Este razonamiento parte de la visión ancestral que los seres humanos tienen de Dios, pero tenemos que dar un salto en nuestra concepción de un dios separado y ausente, que exige nuestro vasallaje para estar de nuestra parte. Dios no me puede considerar un objeto porque nada hay fuera de Él. El fallo más grave que podemos cometer como seres humanos es precisamente considerarnos algo al margen de Dios.

Dios me está aportando lo que soy antes de empezar a existir, es ridículo que pueda merecerlo. Lo que sí puedo y debo hacer es responder conscientemente a ese don y tratar de agradecerlo, desplegándolo en mi vida. Si no respondo adecuadamente a lo que Dios es para mí, la única actitud adecuada es reconocerlo, pedirle perdón y agradecerle que siga amándome a pesar de todo. Estas simples reflexiones me llevarán a la consecuencia de que no tengo que ser bueno para que Dios me ame, porque Él me quiere y no puede fallarme. Voy a intentar ser agradecido fallándole menos.

También tendrán consecuencias para nuestra relación con los demás. Amar al que se porta bien conmigo no tiene ningún valor. Es lo que hacemos todos, pero tenemos que revisar esa actitud. Si me porto humanamente con aquel que no se lo merece, estaré dando un salto de gigante en mi evolución hacia la plenitud. Ser más humano me hace a la vez, más divino. Hemos interiorizado que debíamos actuar divinamente, aunque ese intento llevara a conseguir el olvidarse de nuestra humanidad. Los altares están llenos de santos que se olvidaron por completo de las relaciones verdaderamente humanas.

El evangelio nos propone dos modos de orar, no solo distintos sino completamente contrarios. Cada oración manifiesta la idea de Dios que tiene uno y otro. Para uno, se trata de un Dios justo, que me da lo que merezco. Para el otro, Dios es amor que llega a mí sin merecerlo. Ojo al dato, porque todos estamos más cerca del fariseo que del publicano. Una vez más tengo que advertir de la importancia de hacer una reflexión seria sobre este asunto. No basta ser bueno por una acomodación estricta a la norma. Hay que ser humano, respondiendo a las exigencias de nuestro auténtico ser.

He tenido problemas serios cada ver que he dicho que Dios ama a todos de la misma manera. La respuesta automática era: “Dios es amor, pero también es justicia”. Implícitamente me estaban diciendo: ¿Cómo me va a amar Dios a mí, que cumplo su santa voluntad, igual que a ese desgraciado que no cumple nada de lo que Él manda? Una vez más estamos exigiendo a Dios que sea justo a nuestra manera. Para superar esta tentación debemos abandonar la idea de una religión que me viene de fuera. El hecho de que venga de Dios no cambia la mezquindad de la perspectiva.

Debemos descubrir la bondad de lo mandado y no conformarnos con el cumplimiento de la norma. Ese descubrimiento no es tan fácil como parece. Ningún acto u omisión son buenos porque están mandados. Están mandados porque lo exige mi ser más profundo, más allá de mi ego superficial. Para descubrir esas exigencias tengo que aprovecharme de la experiencia de aquellos que lo han descubierto, pero en ningún caso quedo dispensado de experimentarlo por mí mismo. Sin esa experiencia, toda la religiosidad se reduce a un puro ropaje externo que no toca lo profundo de mi ser.

El desaliento, que a veces nos invade, es consecuencia de un desenfoque espiritual. Nada tienes que conseguir ni por ti mismo, ni de Dios. Dios ya te lo ha dado todo y te ha capacitado para desplegar todo tu ser. No tengas miedo a nada ni a nadie. Tu ser profundo no lo puede malear nadie, ni siquiera tú mismo. Tus fallos son solo la demostración de que no has descubierto lo que eres, pero las posibilidades de descubrir esa plenitud siguen intactas. Las limitaciones que descubren cada día, y que tanto nos hacen sufrir, no pueden malograr todas las posibilidades que me acompañan siempre.

Cuando te sientas abrumado por tus fallos, descubre que para Dios eres siempre el mismo, único, irrepetible, necesario para el mundo y para Dios. La autoestima es imprescindible para poder desarrollarte, pero nunca puedes apoyarse en las cualidades que puedes tener o no tener. Esa pretensión de apoyar la autoestima en las cualidades, adquirirs o por adquirir, nos llevará siempre a un rotundo fracaso. Tomar conciencia de que lo que soy no depende de mí es la clave para una total seguridad en lo que soy.

 




sábado, 15 de octubre de 2022

Domingo XXIX del Tiempo Ordinario – Ciclo C

 Domingo XXIX del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 18, 1-8) – 16 de octubre de 2022

 

Lucas 18, 1-8

En aquel tiempo, para enseñar a sus discípulos la necesidad de orar siempre y sin desfallecer, Jesús les propuso esta parábola:

"En cierta ciudad había un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. Vivía en aquella misma ciudad una viuda que acudía a él con frecuencia para decirle: 'Hazme justicia contra mi adversario'.
Por mucho tiempo, el juez no le hizo caso, pero después se dijo: 'Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, sin embargo, por la insistencia de esta viuda, voy a hacerle justicia para que no me siga molestando' ".

Dicho esto, Jesús comentó: "Si así pensaba el juez injusto, ¿creen acaso que Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, y que los hará esperar? Yo les digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen ustedes que encontrará fe sobre la tierra?".

 

Reflexiones Buena Nueva

#Microhomilia

Hernán Quezada, SJ 

 Hoy la Palabra nos anuncia que habremos de tener justicia. Es decir, se ajustará lo que fue desajustado por el mal del mundo. El mal desajusta nuestra vida, la violencia nos quita la paz, la enfermedad nos quita la salud, la avaricia nos arranca lo que es nuestro, la mentira oculta la verdad; somos convertidos en víctimas y clamamos no por la venganza o el escarnio del violento, sino por que brille la verdad, se nos devuelva lo que se nos arrebató, clamamos por la justicia.

El clamor por la justicia es mantener las manos alzadas hacia el cielo todo el tiempo; cansa, duele, y como Moisés no podemos solos, necesitamos otras y otros que se unan a este clamor sosteniendo nuestros brazos, alzando los brazos con nosotros; son esas y esos también apasionados y esperanzados que claman y creen que la justicia llegará, porque saben que Dios siempre nos la otorga, porque la ama y la establece para regalarnos su paz. #FelizDomingo

“(...) orar siempre sin desanimarse”

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

Hace algunos meses recibí este mensaje: “No hay que ser agricultor para saber que una buena cosecha requiere de buena semilla, buen abono y riego constante. También es obvio que quien cultiva la tierra no se para impaciente frente a la semilla sembrada, jalándola con el riesgo de echarla a perder, gritándole con todas sus fuerzas: ¡Crece, maldita seas! Hay algo muy curioso que sucede con el bambú japonés y que lo transforma en no apto para impacientes: Siembras la semilla, la abonas, y te ocupas de regarla constantemente. Durante los primeros meses no sucede nada apreciable. En realidad, no pasa nada con la semilla durante los primeros siete años, a tal punto que, un cultivador inexperto estaría convencido de haber comprado semillas infértiles. Sin embargo, durante el séptimo año, en un período de sólo seis semanas la planta de bambú crece ¡más de 30 metros! ¿Tardó sólo seis semanas en crecer? No, la verdad es que se tomó siete años y seis semanas en desarrollarse. Durante los primeros siete años de aparente inactividad, este bambú estaba generando un complejo sistema de raíces que le permitirían sostener el crecimiento que iba a tener después de siete años. Sin embargo, en la vida cotidiana, muchas veces queremos encontrar soluciones rápidas y triunfos apresurados, sin entender que el éxito es simplemente resultado del crecimiento interno y que éste requiere tiempo. Quizás por la misma impaciencia, muchos de aquellos que aspiran a resultados en corto plazo, abandonan súbitamente justo cuando ya estaban a punto de conquistar la meta. Es tarea difícil convencer al impaciente que solo llegan al éxito aquellos que luchan en forma perseverante y coherente y saben esperar el momento adecuado”.

”De igual manera, es necesario entender que en muchas ocasiones estaremos frente a situaciones en las que creemos que nada está sucediendo. Y esto puede ser extremadamente frustrante. En esos momentos, que todos tenemos, recordar el ciclo de maduración del bambú japonés y aceptar que, en tanto no bajemos los brazos ni abandonemos por no "ver" el resultado que esperamos, si está sucediendo algo dentro nuestro: estamos creciendo, madurando. Quienes no se dan por vencidos, van gradual e imperceptiblemente creando los hábitos y el temple que les permitirá sostener el éxito cuando éste al fin se materialice. El triunfo no es más que un proceso que lleva tiempo y dedicación. Un proceso que exige aprender nuevos hábitos y nos obliga a descartar otros. Un proceso que exige cambios, acción y formidables dotes de paciencia. Tiempo... Cómo nos cuestan las esperas. Qué poco ejercitamos la paciencia en este mundo agitado en el que vivimos... Apuramos a nuestros hijos en su crecimiento, apuramos al chofer del taxi... nosotros mismos hacemos las cosas apurados, no se sabe bien por qué... Perdemos la fe cuando los resultados no se dan en el plazo que esperábamos, abandonamos nuestros sueños, nos generamos patologías que provienen de la ansiedad, del estrés... ¿Para qué?”

La parábola de la viuda y el juez, que nos trae hoy la liturgia de la Palabra es un bello ejemplo de esto, aplicado a la vida de oración del cristiano: “Había en un pueblo un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. En el mismo pueblo había también una viuda que tenía un pleito y que fue al juez a pedirle justicia contra su adversario. Durante mucho tiempo el juez no quiso atenderla, pero después pensó: ‘Aunque ni temo a Dios ni respeto a los hombres, sin embargo, como esta viuda no deja de molestarme, la voy a defender, para que no siga viniendo y acabe con mi paciencia’. Y el Señor añadió: ‘Esto es lo que dijo el juez malo. Pues bien, ¿acaso Dios no defenderá a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Los hará esperar? Les digo que los defenderá sin demora. Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará todavía fe en la tierra?” La propuesta del Señor es que tratemos de recuperar la perseverancia, la espera, la aceptación. Estamos llamados a gobernar aquella toxina llamada impaciencia; la misma que nos envenena el alma con sus prisas y afanes de cada día. Si no conseguimos lo que anhelamos, no deberíamos desesperarnos... quizá sólo estemos echando raíces...

 

DIOS NO ES IMPARCIAL

José Antonio Pagola

La parábola de Jesús refleja una situación bastante habitual en la Galilea de su tiempo. Un juez corrupto desprecia arrogante a una pobre viuda que pide justicia. El caso de la mujer parece desesperado, pues no tiene a ningún varón que la defensa. Ella, sin embargo, lejos de resignarse, sigue gritando sus derechos. Solo al final, molesto por tanta insistencia, el juez termina por escucharla.

Lucas presenta el relato como una exhortación a orar sin «desanimarnos», pero la parábola encierra un mensaje anterior, muy querido por Jesús. Este juez es la «antimetáfora» de Dios, cuya justicia consiste precisamente en escuchar a los pobres más vulnerables.

El símbolo de la justicia en el mundo grecorromano era una mujer que, con los ojos vendados, imparte un veredicto supuestamente «imparcial». Según Jesús, Dios no es este tipo de juez imparcial. No tiene los ojos vendados. Conoce muy bien las injusticias que se cometen con los débiles y su misericordia hace que se incline a favor de ellos.

Esta «parcialidad» de la justicia de Dios hacia los débiles es un escándalo para nuestros oídos burgueses, pero conviene recordarla, pues en la sociedad moderna funciona otra «parcialidad» de signo contrario: la justicia favorece más al poderoso que al débil. ¿Cómo no va a estar Dios de parte de los que no pueden defenderse?

Nos creemos progresistas defendiendo teóricamente que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos», pero todos sabemos que es falso. Para disfrutar de derechos reales y efectivos es más importante nacer en un país poderoso y rico que ser persona en un país pobre.

Las democracias modernas se preocupan de los pobres, pero el centro de su atención no es el indefenso, sino el ciudadano en general. En la Iglesia se hacen esfuerzos por aliviar la suerte de los indigentes, pero el centro de nuestras preocupaciones no es el sufrimiento de los últimos, sino la vida moral y religiosa de los cristianos. Es bueno que Jesús nos recuerde que son los seres más desvalidos quienes ocuparon el corazón de Dios.

Nunca viene su nombre en los periodicos. Nadie les cede el paso en lugar alguno. No tienen títulos ni cuentas corrientes envidiables, pero son grandes. No poseen muchas riquezas, pero tienen algo que no se puede comprar con dinero: bondad, capacidad de acogida, ternura y compasión hacia el necesitado.

 

DIOS NUNCA ENTRARÁ EN LA DINÁMICA DE NUESTRA JUSTICIA

Fray Marcos

Comentar las lecturas de hoy es complicado porque, partiendo de ellas, tenemos que concluir definitivamente lo contrario de lo que dicen. La 1ª: el mito de la elección. El Dios de Jesús no puede estar en contra de nadie. Amalec es para Dios tan querido como el pueblo israelita, aunque los judíos y nosotros sigamos pensando otra cosa. La 2ª: El mito de la inspiración. No toda la Escritura es útil para enseñar. Recordad las palabras de Jesús: has que oído se… pero yo os digo… La 3ª: el mito de la justicia de Dios. Ni ahora ni después, ni al que se lo pida con insistencia ni al que no se lo pida, va a hacer justicia humana de ninguna manera.

Lo que llamamos palabra de Dios es fruto de una profunda experiencia religiosa personal, pero está expresada en conceptos que corresponden a una visión mítica del mundo. Al intentar entenderla y juzgarla desde nuestra mentalidad, que ya no es mítica, distorsionamos el mensaje. Debemos tener la valentía de separar el mensaje del envoltorio en que ha sido transmitido. Nuestra teología ha sido un intento desesperado de convertir el mito en logos. El mito nunca podrá ser racionalizado. Si lo entendemos racionalmente, lo destrozamos y nos impedirá descubrir su valor, llevándonos a una falsificación de la verdad que en él se contiene.

La modernidad racionalista cometió el error de lanzar por la borda la increíble riqueza de la experiencia religiosa, porque confundió el embalaje mítico, en que venía presentado, con la verdad que quería trasmitir. Con el agua del baño hemos tirado por la ventana al niño. Pero las religiones, sobre todo la nuestra, siguen manteniendo el error de no querer prescindir del envoltorio porque después de tanto tiempo insistiendo en que había que mantener a toda costa el mito, ahora no tiene posibilidad ni valentía para proponer la verdad separada del mismo mito .

Hoy es imprescindible atender al contexto para entender el texto. A continuación del relato de los diez leprosos que hemos leído el domingo pasado, le preguntan a Jesús los fariseos sobre cuándo llegará el Reino de Dios. Jesús responde con afirmaciones sobre el Reino de Dios y sobre la última venida del Hijo del hombre. Con la perspectiva de ese pequeño apocalipsis, el relato de hoy cobra su verdadero sentido. No trata de prevenir cualquier desánimo, sino del peligro de caer en el desaliento porque la parusía se retrasaba demasiado. Recordemos que la expectativa de un final inmediato era el ambiente en que se vio el primer cristianismo.

La parábola del juez y la viuda no tiene aplicación posible desde nuestra religiosidad actual. No podemos poner como modelo para Dios a un juez injusto que actúa por aburrimiento. Pero es que ni siquiera podemos esperar que haga justicia. Hoy sabemos que Dios no puede tener ahora una postura y otra para dentro de una hora o para el final de los tiempos. Dios es siempre el mismo y no puede cambiar para amoldarse a una petición. No tenemos que esperar al final del tiempo para descubrir la bondad de Dios sino descubrir a Dios presente, incluso en todas las calamidades, injusticias y sufrimientos que los hombres nos causamos unos a otros.

El tema es de máxima importancia, porque la oración de petición, en cualquiera de sus formas, es una de las manifestaciones religiosas que más nos dice sobre nuestra manera de entender a Dios y al hombre. Lo que esperamos de la oración de petición nos puede servir de prueba para comprender el estadio en que se encuentra nuestra religiosidad. Agustín nos ha metido por un callejón sin salida cuando afirmó que si la oración no era eficaz, quia malum, quia mala, quia male. Que quiere decir: porque soy malo, porque pido cosas malas, porque las pido de mala manera. Este razonamiento es insostenible, porque, constatado que Dios no responde, nos las arreglamos para dejar a salvo a Dios, pues la culpa la tenemos siempre nosotros.

De menos manera lapidaria yo me atrevo a decir: Si rezamos, esperando que Dios cambie la realidad: malo. Si esperamos que cambien los demás, malo, malo. Si pedimos, esperando que el mismo Dios cambie: malo, malo, malo. Y si terminamos creyendo que Dios me ha hecho caso y me ha concedido lo que le pedía: rematadamente malo. Cualquier argumento es bueno, con tal de no vernos obligados a hacer lo único que es posible: cambiarnos.

No es tarea de Dios impartir justicia humana, y la justicia divina se está realizando en todo momento. Para Él todo está en orden en cada instante. El que es objeto de injusticia no será afectado en su verdadero ser si él no se deja arrastrar por la misma injusticia. La justicia humana se impone por el poder judicial. Cuando le pedimos a Dios que imponga “justicia” le estamos pidiendo que actúe para restaurar un desequilibrio. Para Dios todo está siempre en absoluto equilibrio, no necesita equilibrar nada. Dios no puede actuar contra nadie por malo que sea. Dios está siempre con los oprimidos, pero nunca contra los opresores.

En la Biblia “hacer justicia” es liberar al oprimido. Ésta era la acción más propia de Dios. El pueblo de Israel interpretó los acontecimientos favorables como acción de Dios a su favor. Pero cuando las cosas le iban mal tenían que concluir que se debía a que no habían sido fieles a la Alianza. La verdad es que ante las mayores injusticias de entonces y de ahora, Dios se calla. Es muy difícil armonizar este silencio de Dios con la insistencia en la eficacia de la oración. Dios nunca podrá hacer justicia, tal como la entendemos los humanos.

Aquí no se trata de la oración sino de la petición a Dios de justicia para los oprimidos. No debemos esperar la acción puntual de Dios, sino descubrir su presencia en todo acontecer y en toda situación. Es mucho más importante saber aguantar la injusticia que alcanzar nuestra justicia. Es mucho más importante ser siempre “justos” que conseguir justicia de otros. La justicia de Dios es una actitud que permite descubrir todo lo que puedo esperar en el momento actual, sin que Dios tenga que hacer nada, mucho menos teniendo que echar mano de su poder.

La oración no la hago para que la oiga Dios, sino para escucharla yo mismo y darme la ocasión de profundizar en el conocimiento de mi verdadero ser. Todo ello me llevará a dar sentido al sinsentido aparente de tanta injusticia humana como experimentamos en el mundo. El silencio de Dios, ante tanta injusticia, me obliga a profundizar en la realidad que me desborda ya buscar la verdadera salida, no la salida fácil de una solución externa del problema, sino la búsqueda del verdadero sentido de mi vida en esa circunstancia. Mi justicia la tengo que hacer yo en mi. La injusticia del otro no me debe hacer injusto a mí.

Pedir a Dios justicia, aquí o para el más allá, es mantener el ídolo que hemos creado a nuestra medida. La justicia en el más allá se inventó precisamente para armonizar la idea de un Dios justo al modo humano con la realidad de una injusticia presente. En tiempo de los macabeos se vio que los males que afligían a los seres humanos no se podrían explicar como castigo de Dios, porque Antíoco estaba sacrificando precisamente a los más fieles a la Ley. Para superar esa contradicción se sacó de la manga un castigo y un premio para después de la muerte.

El mensaje de Jesús está sin estrenar. ¿A quién de nosotros se nos ha ocurrido alguna vez dar la túnica al que nos roba el manto? ¿Quién ha puesto una sola vez la otra mejilla cuando le han dado una bofetada? Ni siquiera admitimos la posibilidad de entrar en la dinámica del evangelio. Todo lo contrario, tratamos por todos los medios de que Dios se acomode a nuestra manera de pensar y actúe como actuamos nosotros. La única manera de ser justo no practicar ninguna injusticia. Este es el sentido que tiene casi siempre “justicia” en la Biblia.

La injusticia no se puede arreglar desde las víctimas. Mirada desde el que la sufre, la injusticia no tiene arreglo. La mayoría de las veces lo que provoca es más injusticia o venganza. La injustica nunca afectará a la esencia del lesionado, con tal de que no se deje arrastrar para caer él mismo en injusticia. La única manera de superar una injusticia es que, el que la cometió tome conciencia de que se ha hecho daño a sí mismo y salga de esa dinámica.

sábado, 8 de octubre de 2022

Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario – Ciclo C

 Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 17, 11-19) – 9 de octubre de 2022


Lucas 17, 11-19

En aquel tiempo, cuando Jesús iba de camino a Jerusalén, pasó entre Samaria y Galilea. Estaba cerca de un pueblo, cuando le salieron al encuentro diez leprosos, los cuales se detuvieron a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”.

Al verlos, Jesús les dijo: “Vayan a presentarse a los sacerdotes”. Mientras iban de camino, quedaron limpios de la lepra.

Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó, alabando a Dios en voz alta, se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias. Ese era un samaritano. Entonces dijo Jesús: “¿No eran diez los que quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie, fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios?” Después le dijo al samaritano: “Levántate y vete. Tu fe te ha salvado”.

Reflexiones Buena Nueva

#Microhomilia

Hernán Quezada, SJ 

Diez "leprosos", diez hombres que por su enfermedad eran declarados impuros y por tanto echados fuera de la comunidad. Estos hombres ni siquiera se atrevían a acercarse a Jesús, desde lejos clamaron por compasión, por salud. Los diez creyeron y los diez sanaron. En el corazón de nueve, la alegría de recobrar la salud, de volver a la vida habrán obnubilado el deseo de gratitud. Sólo hay uno, extranjero y pagano, es decir excluido de por sí por su origen, que puede reconocer el bien recibido y regresa a agradecer, tiene un corazón agradecido.

Qué importante es regresar y agradecer. Esta es la llamada que tenemos este domingo: tener un corazón que reconoce la gracia y que sabe regresar y agradecer. ¿Qué ha hecho Dios por ti? ¿Cuándo? ¿A través de quiénes? ¿A dónde y con quién sería bueno regresar y agradecer? Tengamos pues un corazón agradecido, pues el Señor nos ha mostrado su amor y su lealtad siempre. #FelizDomingo

“¿Acaso no eran diez los que quedaron limpios de su enfermedad?”

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

 El día de su ordenación sacerdotal, Antonio José Sarmiento, S.J. hizo una bella oración en el momento de la acción de gracias, después de la comunión. Como esto pasó hace más de treinta y cinco años, no recuerdo los detalles de su plegaria, pero no puedo olvidar que hizo referencia a la multiforme variedad de palabras que componen el campo semántico de la gratitud: Nos habló con gracejo de la gracia de su vocación; dio gracias por tantos bienes recibidos a lo largo de su vida; dijo que se sentía agradecido con Dios, con sus familiares y amigos, y con otras muchas personas que nos habíamos hecho presentes de una manera tan grata para él en este día tan especial; subrayó que se sentía profundamente congratulado y gratificado por la extraordinaria asistencia a la celebración; agradeció que su experiencia de Dios fuera tan gratificante; declaró el agrado que sentía por ser una persona particularmente agraciada por Dios; expresó su agradecimiento al coro que había hecho agradable la ceremonia; habló de la gratuidad con la que quería vivir su sacerdocio; manifestó su gratitud con el obispo y con todos los presentes; exaltó lo gratuito de la vida, observando que todo lo valioso de su existencia lo había recibido gratis; terminó afirmando que se consideraba muy gracioso, pues lograba decir grandes verdades graciosamente y que nos quería gratificar con una copa de vino y una tajada de ponqué, a la que estábamos todos gratuitamente invitados.

 El refrán popular nos recuerda que “ser agradecidos es de bien nacidos”. Por algo esta es una de las primeras cosas que los papás y mamás enseñan con mucha insistencia a sus hijos e hijas: “¿Cómo se dice?”, repiten al unísono después de que sus hijos han recibido algún regalo o han sido objeto de alguna obra buena; y los niños y niñas, antes de saber pronunciar muy bien las palabras, balbucean, como pueden, su gratitud. Tal vez esta es la enseñanza más importante del pasaje que nos trae el evangelio de este domingo, que nos presenta a un Jesús peregrino que, de camino hacia Jerusalén, pasa por entre las regiones de Samaria y Galilea: “Y llegó a una aldea, donde le salieron al encuentro diez hombres enfermos de lepra, los cuales se quedaron lejos de él gritando: –¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros! Cuando Jesús los vio, les dijo: –Vayan a presentarse a los sacerdotes. Y mientras iban, quedaron limpios de su enfermedad”.

Lo curioso del pasaje que se nos presente hoy es que sólo uno, al verse limpio, “regresó alabando a Dios a grandes voces, y se arrodilló delante de Jesús, inclinándose hasta el suelo para darle gracias. Este hombre era de Samaria”. Entonces Jesús se pregunta: “¿Acaso no eran diez los que quedaron limpios de su enfermedad? ¿Dónde están los otros nueve? ¿Únicamente este extranjero ha vuelto para alabar a Dios?” Evidentemente, san Lucas quiere destacar el hecho de que los extranjeros, los que eran considerados como parias por parte el pueblo de Israel, son los que reconocen con mayor facilidad las gracias que reciben. Cuando nos sentimos con derechos y pensamos que lo que hemos recibido nos lo hemos ganado, ya sea por nuestros propios méritos o por otra razón, ya sea étnica, religiosa, cultural, política, social, económica, no reconocemos la gratuidad del don recibido. ¿Cuál es nuestra experiencia? ¿De verdad dejamos que de nuestro interior brote con frecuencia la acción de gracias por tanto bien recibido? ¿Agradecemos la luz del sol que gratuitamente nos regala Dios cada día? ¿Reconocemos la gratuidad de nuestro corazón que no descansa ni siquiera mientras dormimos? ¿Decimos gracias por las maravillas de la amistad y la ternura que no se cobran? ¿Nos sentimos gratificados por todo lo gratuito y gracioso de la vida? No olvidemos nunca que el campo semántico de la gratitud es muy variado.

RECUPERAR LA GRATITUD

José Antonio Pagola -

Se ha dicho que la gratitud está desapareciendo del «paisaje afectivo» de la vida moderna. El conocido ensayista José Antonio Marina recordaba recientemente que el paso de Nietzsche, Freud y Marx nos ha dejado sumidos en una «cultura de la sospecha» que hace difícil el agradecimiento.

Se desconfía del gesto realizado por pura generosidad. Según el profesor, «se ha hecho dogma de fe que nadie da nada gratis y que toda intención aparentemente buena oculta una impostura». Es fácil entonces considerar la gratitud como «un sentimiento de bobos, de equivocados o de esclavos».

No sé si esta actitud está tan generalizada. Pero sí es cierto que, en nuestra «civilización mercantilista», cada vez hay menos lugar para lo gratuito. Todo se intercambia, se presta, se debe o se exige. En este clima social la gratitud desaparece. Cada cual tiene lo que se merece, lo que se ha ganado con su propio esfuerzo. A nadie se le regala nada.

Algo semejante puede suceder en la relación con Dios si la religión se convierte en una especie de contrato con él: «Yo te ofrezco oraciones y sacrificios y Tú me aseguras tu protección. Yo cumplo lo estipulado y Tú me recompensas». Desaparecen así de la experiencia religiosa la alabanza y la acción de gracias a Dios, fuente y origen de todo bien.

Para muchos creyentes, recuperar la gratitud puede ser el primer paso para sanar su relación con Dios. Esta alabanza agradecida no consiste primariamente en tributarle elogios ni en enumerar los dones recibidos. Lo primero es captar la grandeza de Dios y su bondad insondable. Intuir que solo se puede vivir ante Él dando gracias. Esta gratitud radical a Dios genera en la persona una forma nueva de mirarse a sí misma, de relacionarse con las cosas y de convivir con los demás.

El creyente agradecido sabe que su existencia entera es don de Dios. Las cosas que le rodean adquieren una profundidad antes ignorada; no están ahí solo como objetos que sirven para satisfacer necesidades; son signos de la gracia y la bondad del Creador. Las personas que encuentra en su camino son también regalo y gracia; a través de ellas se le ofrece la presencia invisible de Dios.

De los diez leprosos curados por Jesús, solo uno vuelve «glorificando a Dios», y solo él escucha las palabras de Jesús: «Tu fe te ha salvado». El reconocimiento gozoso y la alabanza a Dios siempre son fuente de salvación.

SI NO ES EL CUMPLIMIENTO DE LA LEY LO QUE TE SALVARÁ

Fray Marcos

Una vez más se nos recuerda el texto que Jesús va de camino hacia Jerusalén, donde se enfrentará al poder del templo, lo que le llevará a la muerte ya la plenitud como ser humano en la entrega total. En esa subida se va haciendo presente la salvación, no solo al final del camino como nos han hecho creer. Jesús sale al encuentro de los oprimidos y esclavizados de cualquier clase. Se preocupa de todo el que se encuentra en su camino y tiene dificultades para ser él mismo. Sin la compasión de Jesús, el relato sería imposible.
Dice un proverbio oriental: cuando el sabio apunta a la luna, el necio se queda mirando al dedo. Al seguir utilizando el título “los diez leprosos” nos quedamos en el dedo y no descubrimos la luna a la que apuntan. Deberíamos decir: diez leprosos curados, uno salvado. En el texto vemos que la fe abarca no solo la confianza sino la respuesta, fidelidad. Es la respuesta que completa la fe que salva. La confianza cura, la fidelidad salva. Mientras el hombre no responde con su propio reconocimiento y entrega, no se produce la verdadera liberación. Una vez más queda cuestionada nuestra fe, por no llevar a cabo la fidelidad.
El protagonista es el que volvió. La lepra era el máximo exponente de la marginación. La lepra es una enfermedad muy peligrosa. Al no tener clara la diferencia entre lepra y otras infecciones de la piel, se declaraba lepra cualquier síntoma que pudiera dar sospechas. Muchas de esas infecciones se curaban espontáneamente y el sacerdote volvía a declarar puro al enfermo. A esta manera de actuar puramente defensiva, Jesús quiere oponer una fe-confianza que debe cambiar también la actitud de la sociedad. Al tomar como referencia la salvación del samaritano, está resaltando la universalidad de la salvación de Dios; pero sobre todo, está criticando la idea judía de una relación con Dios excluyente.
No tiene por qué tratarse de un relato histórico. Los exégetas apuntan más bien a una historia del primer cristianismo, encaminada a resaltar la diferencia entre el judaísmo y la primera comunidad cristiana. En efecto, el fundamento de la religión judía era el estricto cumplimiento de la Ley. Si un judío cumplió la Ley, Dios cumpliría su promesa de salvación. En cambio, para los cristianos, lo fundamental era el don gratuito e incondicional de Dios; al que se respondía con el agradecimiento. “Se volvió alabando a Dios y dando gracias”. Tenemos datos para descubrir que esta era la actitud de la primera comunidad.
Distinguimos 7 pasos: 1º.- Súplica profunda y sincera. Son conscientes de su situación desesperada y descubren la posibilidad de superarla. “Jesús, maestro, diez placas de nosotros. 2º. - Respuesta indirecta de Jesús. “Id a presentaros a los sacerdotes”. Ni siquiera se habla de milagro. 3º.- Confianza de los diez en que Jesús puede curarlos. 4º.- En un momento del camino quedan limpios. “Mientras iban de camino”. 5º.- Reacción espontánea de uno. “Viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios y dando gracias”. 6º.- Sorpresa de Jesús, no por el que vuelve, sino por los que siguieron su camino. “Los otros nueve, ¿dónde están? 7º.- Una verdadera actitud vital que permite al samaritano alcanzar mucho más que una curación: una verdadera salvación. “Levántate, vete, tu fe te ha salvado”.

En este relato encontramos una de las ideas centrales de todo el evangelio: La autenticidad, la necesidad de una religiosidad que sea vida y no solamente programación y acomodación a unas normas externas. Se llega a insinuar que las instituciones religiosas pueden ser un impedimento para el desarrollo integral de la persona. Todas las instituciones tienen a hacer de las personas robots, que ellas pueden controlar con facilidad. Si no defendemos nuestra personalidad, la vida y el desarrollo individual termina por anularse. El ser humano, por ser a la vez individual y social, se encuentra atrapado entre estos dos frentes: la necesidad de las instituciones y la exigencia de defenderse de ellas para que no lo anulen.
Solo uno volvió para dar gracias. Solo uno se dejó llevar por el impulso vital. Los nueve restantes se sintieron obligados a cumplir la ley: presentarse al sacerdote para que les declarara puro y pudieran volver a formar parte de la sociedad. Para ellos, volver a formar parte del organigrama religioso y social era la única salvación que esperaban. Los nueve vuelven a someterse a la institución; van al encuentro con Dios en el templo. El Samaritano creyó más urgente volver a dar gracias. Fue el que acertó, porque, libre de las ataduras de la Ley, se atrevió a expresar su vivencia profunda. Encuentra la presencia de Dios en Jesús

La verdadera salvación para el leproso llega en el agradecimiento. El problema es que queremos expresar a Dios nuestro agradecimiento como lo hacemos a otras personas. Solo viviendo el don podemos agradecerlo. Los otros nueve fueros curados, pero no encontraron la verdadera salvación; porque tienen suficiente con la liberación de la lepra y la recuperación del estatus social. Nos sentimos inclinados a buscar la salvación en las seguridades externas ya conformarnos con ella. Incluso no tenemos ningún reparo en meter a Dios en nuestra propia dinámica y convertirle en garantía de la salvación material.

El cumplimiento de una norma solo tiene sentido religioso cuando la hemos interiorizado desde el convencimiento personal. Jesús no dio ninguna nueva ley, solo la del amor, que no puede ser nunca un mandamiento. Ese valor relativo, que Jesús dio a la Ley, le costó el rechazo frontal de todas las instancias religiosas de su tiempo. Jesús tuvo que hacer un gran esfuerzo por librarse de todas las instituciones que, en su tiempo como en todo tiempo, intentaban manipular y anular a la persona. Para ser él mismo, tuvo que enfrentarse a la ley, al templo, a las instancias religiosas y civiles, a su propia familia.
El seguimiento de Jesús consiste en una forma de vivir. La vida escapa a toda posible programación que le llegue de fuera. Lo único que la guía es la dinámica interna, es decir, la fuerza que viene de dentro de cada ser y no el constreñimiento que le puede venir de fuera. La misma definición de Aristóteles lo expresa con claridad. Vida = "motus ab intrinseco" (movimiento desde dentro). No basta el cumplir escrupulosamente las normas, como hacían los fariseos, hay que vivir la presencia de Dios. Todos seguimos teniendo algo de fariseos.

Un ejemplo puede aclararnos esta idea. Cuando se vacía una estatua de bronce, el bronce líquido se amolda perfectamente a un soporte externo, el molde; la figura puede salir perfecta en su configuración externa, solo le falta la vida. Eso pasa con la religión; puede ser un molde perfecto, pero acoplarse a él no es garantía ninguna de vida. Y sin vida, la religión se convierte en un corsé, cuyo único efecto es impedir la libertad. Todas las normas, todos los ritos, todas las doctrinas son solo medios para alcanzar la vida espiritual. Conformarnos con aceptar una programación perfecta puede impedirnos esa vida auténtica.
No sé si somos conscientes de que “eucaristía” significa acción de gracias. Además, en ella repetimos más de quince veces “Señor ten piedad”, como los diez leprosos. Salvación es reconocer y agradecer a Dios lo que Él es. El evangelio de hoy tenía que motivarnos para celebrar conscientemente esta eucaristía. Que sea una manifestación de agradecimiento y alabanza. Antiguamente tenía gran importancia la celebración de las Témporas en Octubre. Eran días de acción de gracias que tenían mucho sentido para la gente del campo. Al finalizar la recolección de los frutos, se le dio gracias a Dios por todos sus dones.

 

 

sábado, 1 de octubre de 2022

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario – Ciclo C

 Domingo XXVII del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 17, 5-10) – 2 de octubre de 2022

 


Lucas 17, 5-10

En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor: "Auméntanos la fe". El Señor les contestó: "Si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza, podrían decir a ese árbol frondoso: 'Arráncate de raíz y plántate en el mar', y los obedecería.
¿Quién de ustedes, si tiene un siervo que labra la tierra o pastorea los rebaños, le dice cuando éste regresa del campo: 'Entra en seguida y ponte a comer'? ¿No le dirá más bien: 'Prepárame de comer y disponte a servirme, para que yo coma y beba; después comerás y beberás tú'? ¿Tendrá acaso que mostrarse agradecido con el siervo, porque éste cumplió con su obligación?

Así también ustedes, cuando hayan cumplido todo lo que se les mandó, digan: 'No somos más que siervos, sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer' ".

Reflexiones Buena Nueva (ir a columna del periódico)

#Microhomilia

Hernán Quezada, SJ 

La palabra nos anuncia que en el asunto de la fe, se tiene o no se tiene, se cree o no se cree, se espera o no se espera. El que tiene fe tiene un espíritu de fortaleza, de amor y de templanza, es valiente porque se sabe acompañado y cuidado, puede experimentarse confundido, pero nunca abandonado. La fe la experimentamos cuando nos sentimos necesitados, cuando nos damos que cuenta que con lo propio no alcanza, cuando las cuentas no salen, cuando perdemos el control; en esos momentos es cuando experimentamos la fe que está en nuestro corazón.

La fe está hecha de memoria, de historias y promesas, de encuentros. ¿En qué crees? ¿Por qué crees? ¿Por quiénes crees? ¿Qué te ha prometido el Señor? ¿En qué tienes fe? Pidamos a Dios que nos siga haciendo hombres y mujeres de fe, que nos la regale y mantenga. Compartamos en familia nuestra fe. #FelizDomingo

“Los apóstoles pidieron al Señor: – Danos más fe”

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

 Leí alguna vez que hace mucho tiempo vivió en la China un niño llamado Ping que amaba tiernamente las flores. Todo lo que sembraba crecía como por encanto. Un día, el Emperador, que era muy viejo, decidió buscar a su sucesor. ¿Quién podría ser? ¿Cómo podría escogerlo? Decidió que iba a dejar que las flores lo escogieran. Al día siguiente salió un bando: todos los niños deberían venir a la gran plaza para recibir de manos del Emperador semillas de flores. "Quien en el plazo de un año me pueda mostrar el mejor resultado", dijo, "me sucederá en el trono". Esta noticia causó gran revuelo. Los niños de todos los rincones acudieron para recibir sus semillas. Los papás querían que su hijo fuera escogido como Emperador y los niños soñaban con ser escogidos. Cuando Ping recibió sus semillas se sintió el más feliz de todos los niños. Estaba totalmente seguro de que podría cultivar las flores más hermosas.

Ping llenó una matera con tierra y plantó la semilla. La rociaba todos los días. Los días pasaron, pero nada germinaba en la matera. Ping estaba muy triste. Entonces tomó una matera más grande y echó en ella la mejor tierra y tomó la semilla y la plantó. Esperó dos meses más y no pasó nada. Poco a poco paso un año entero. Llegó la primavera y los niños vistieron sus más preciosos trajes para agradar al Emperador. Se dirigieron a la plaza con sus hermosísimas flores, esperando cada uno que sería el escogido. Ping se sentía avergonzado con su matera vacía. Pensó que los demás niños se burlarían de él. Sin embargo, fue a la plaza. El Emperador observaba detenidamente todas las flores. ¡Qué flores tan hermosas! Pero el Emperador no decía ni una palabra. Finalmente, se acercó a Ping, quien agachó su cabeza lleno de vergüenza esperando que sería castigado. El Emperador le preguntó: "¿Por qué trajiste una matera vacía?" Ping comenzó a llorar y respondió: "Planté la semilla que usted me dio, la rocié cada día, pero no germinó. La sembré en una matera más grande, le puse una tierra mejor y tampoco germinó. Esperé un año entero, pero nada creció. Por esta razón hoy vengo ante su presencia con una matera vacía. Hice lo mejor que pude".

Cuando el Emperador escuchó estas palabras, se dibujó en su rostro una sonrisa y puso su mano sobre el hombro de Ping. Luego exclamo: "¡Lo encontré! ¡Encontré a la única persona digna de ser Emperador! No sé de dónde sacaron las semillas que ustedes cultivaron. Porque las semillas que yo les di habían sido cocinadas. Por lo tanto, era imposible que pudieran germinar. Admiro a Ping por el valor que ha tenido para venir delante de mi con su vacía verdad. Por lo tanto, ahora lo premio con el reino y lo nombro mi sucesor.

Si somos sinceros, más del noventa por ciento de las cosas que hacemos en nuestra vida, no tiene otra finalidad que buscarnos a nosotros mismos. El egoísmo es tan sutil, que nos engaña aún en nuestras buenas acciones. Reclamamos, exigimos, solicitamos que se nos tenga en cuenta de mil formas cada día... Pasamos factura por nuestras buenas obras. Queremos que se nos reconozca lo buenos que somos. Hemos hecho todo lo que nos correspondía hacer, y esto, automáticamente, nos hace merecedores de una recompensa por parte de Dios. Pocas experiencias tan importantes para aprender de la gratuidad, como la siembra y la cosecha. El campesino que siembra la semilla y recoge la cosecha, sabe que él ha sido responsable de ciertas condiciones externas que han facilitado las cosas, pero también es consciente de que el crecimiento y el fruto, es solamente obra y regalo de Dios. Esta bella historia nos recuerda que nosotros no somos dueños del crecimiento ni de los frutos, y que tener fe es hacer lo mejor posible las cosas, para que Dios realice su obra de salvación a través nuestro.

ORAR DESDE LA DUDA

José Antonio Pagola 

En el creyente pueden surgir dudas sobre un punto u otro del mensaje cristiano. La persona se pregunta cómo ha de entender una determinada bíblica significativa o un aspecto concreto del dogma cristiano. Son cuestiones que están pidiendo una mayor aclaración.

Pero hay personas que experimentan una duda más radical, que afecta a la totalidad. Por una parte siente que no pueden o no deben abandonar su religión, pero por otra parte no son capaces de pronunciar con sinceridad ese «sí» total que implica la fe.

El que se encuentra así suele experimentar, por lo general, un malestar interior que le impide abordar con paz y serenidad su situación. Puede sentirse también culpable. ¿Qué me ha podido pasar para llegar a esto? ¿Qué puedo hacer en estos momentos? Tal vez lo primero es abordar positivamente esta situación ante Dios.

La duda nos hace experimentar que no somos capaces de «poseer» la verdad. Ningún ser humano «posee» la verdad última de Dios. Aquí no sirven las certezas que manejamos en otras órdenes de la vida. Ante el misterio último de la existencia hemos de caminar con humildad y sinceridad.

La duda, por otra parte, pone a prueba mi libertad. Nadie puede responder en mi lugar. Soy yo el que me encuentro enfrentado a mi propia libertad y el que tengo que pronunciar un «sí» o un «no».

Por eso, la duda puede ser el mejor revulsivo para despertar de una fe infantil y superar un cristianismo convencional. Lo primero no es encontrar respuestas a mis interrogantes concretos, sino preguntarme qué orientación quiero dar a mi vida. ¿Deseo realmente encontrar la verdad? ¿Estoy dispuesto a dejarme interpelar por la verdad del Evangelio? ¿Prefiero vivir sin buscar verdad alguna?

La fe brota del corazón sincero que se detiene a escuchar a Dios. Como dice el teólogo catalán E. Vilanova, «la fe no está en nuestras afirmaciones o en dudas. Está más allá: en el corazón... que nadie, excepto Dios, conoce».

Lo importante es ver si nuestro corazón busca a Dios o más bien lo rehúye. A pesar de toda clase de interrogantes e incertidumbres, si de verdad buscamos a Dios, siempre podemos decir desde el fondo de nuestro corazón esa oración de los discípulos: «Señor, auméntanos la fe». El que ora asi es ya creyente.

SI TUVIERA UN MÍNIMO DE FE-CONFIANZA NO NECESITARÍA CAMBIAR NADA

Fray Marcos

Sigue el evangelio con propuestas aparentemente inconexas, pero Lucas sigue un hilo conductor muy sutil. Hasta hoy nos había dicho, de diversas maneras, que no pongamos la confianza en las riquezas, en el poder, en el lujo; pero hoy nos dice: no la pongas en tu falso ser ni en las obras que salen de él, por muy religiosas que sean. Confía solamente en “Dios”. Los que se pasan la vida acumulando méritos, no confían en Dios sino en sí mismos. La salvación por puntos es lo más contrario al evangelio. Ese Señor al que tengo que rendir cuentas tiene que dejar paso a Dios que es el fundamento de mi ser.

Una vez más debemos advertir que las Escrituras no se pueden tomar al pie de la letra. Si lo entendemos así, el evangelio de hoy es una sarta de disparates. En realidad son todos los símbolos que nos tienen que lanzar a buscar un significado mucho más profundo de lo que aparenta. Ni hay un dios fuera a quien servir, ni hay un yo raquítico que patalea ante su Señor. Cada uno de nosotros es solo la manifestación de Dios que, a través de nuestro, manifiesta su poder para hacer un mundo más humano. No hay un mí ningún yo que pueda atribuirse nada. Ni hay fuera un YO al que pueda llamar a Dios. Ni Dios puede hacer nada sin mí, ni yo puedo hacer nada sin él. ¿De qué puedo gloriarme?

La petición que hacen los apóstoles a Jesús está hecha desde una visión mítica de Dios, del hombre y del mundo. La parábola del simple siervo, cuya única obligación es hacer lo mandado, refleja la misma perspectiva. Ni Dios tiene que aumentarnos la fe, ni somos unos siervos inútiles, ni necesitamos poderes especiales para trasplantar una morera al mar. La religión ha metido a Dios en esa dinámica y nos ha metido por un callejón sin salida. Descubrir lo que realmente somos sería la clave para una total confianza en Dios, en la vida, en cada persona. El mismo relato nos da pistas para salir del servilismo al dios cosa.

Jesús no responde directamente a los apóstoles porque la petición no está bien planteada. No se trata de cantidad, sino de autenticidad. Jesús no les podía aumentar la fe, porque aún no las tenían ni en la más mínima expresión. La fe no se puede aumentar desde fuera, tiene que crecer desde dentro como la semilla. A pesar de ello, en la mayoría de las homilías que él leyó, se termina pidiendo a Dios que nos aumente la fe. Efectivamente, podemos decir que la fe es un don de Dios, pero un don que ya ha dado a todos. ¿Que Dios sería ese que caprichosamente da a unos una plenitud de fe y deja a otros tirados? Viendo cada una de sus criaturas, descubrimos lo que Dios está haciendo en ellas en cada momento.

Al hablar de la fe en Dios, damos a entender que confiamos en lo que nos puede dar. Se interpretó la respuesta de Jesús como una promesa de poderes mágicos. La imagen de la morera, tomada al pie de la letra, es absurda. Con esta hipérbole, lo que nos está diciendo el evangelio es que toda la fuerza de Dios está ya en cada uno de nosotros. El que tiene confianza podrá desplegar toda esa energía. Lo contrario de la fe es la idolatría. El ídolo es un resultado automático del miedo. Necesitamos el ser superior en quien poder confiar cuando no puedo confiar en mí. Dios no anda por ahí jugando a todopoderoso. Nosotros tampoco podemos utilizar a Dios para cambiar la realidad que no nos gusta.

La fe no es un acto sino una actitud personal fundamental y total que imprime un sí definitivo a la existencia. Confiar en lo que realmente soy me da una libertad de movimiento para desplegar todas mis posibilidades humanas. Nuestra fe sigue siendo infantil e inmadura, por eso no tiene nada que ver con lo que nos propone el evangelio. La mayoría de los cristianos no quieren madurar en la fe por miedo a las exigencias que esto conllevaría. La fe es una vivencia de Dios, por eso no tiene nada que ver con la cantidad. El grano de mostaza, aunque diminuto, contiene vida exactamente igual que la mayor de las semillas. Esa vida, descubierta en mí, es lo que de verdad importa.

Tanto a nivel religioso como civil, cada vez se tiene menos confianza en la persona humana. Todo está reglamentado, mandado o prohibido, que es más fácil que ayudar a madurar a cada ser humano para que actúe por convicción. Estamos convirtiendo el globo terráqueo en un enorme campo de concentración. No se educa a los niños para que sean ellos mismos, sino para que respondan automáticamente a los estímulos que les llegan. Los poderosos están encantados, porque esa indefensión les garantiza un control total sobre la población. Lo difícil es educar para que cada individuo sea él mismo y responda personalmente ante las propuestas de salvación que le llegan.

Para nosotros, creer es el sentimiento a unas verdades teóricas, que no comprendemos. Esa idea de fe, como conjunto de doctrinas, es completamente extraña tanto al Antiguo Testamento como al Nuevo. En la Biblia, fe es equivalente a confianza en... Pero incluso esta confianza se entendería mal si no añadimos que tiene que ir acompañada de la fidelidad. La fe-confianza bíblica supone la fe, la esperanza y el amor. Esa fe nos salvaría de verdad. Esa fe no se consigue con imposiciones porque nace de lo más hondo del ser.

No debemos esperar que Dios nos libre de las limitaciones, sino de encontrar la salvación a pesar de ellas. Esa confianza no la debemos proyectar sobre una Realidad que está fuera de nosotros y del mundo. Debemos confiar en un Dios que está y forma parte de la creación y de nosotros. Creer en Dios es apostar por el hombre. Es estar construyendo la realidad material, y no destruyéndola; es estar por la vida y no por la muerte: por el amor y no por el odio, por la unidad y no por la division. ¿Por qué tantos que no "creen" nos dan sopas con honda en la lucha por defender la naturaleza, la vida y al hombre?

Superada la fe como creer, y aceptando que es confianza en…, nos queda mucho camino por andar para una recta comprensión del término. La fe que nos pide el evangelio no es la confianza en un señor poderoso por encima y fuera del mundo, que nos puede sacar las castañas del fuego. Se trata más bien, de la confianza en el Dios inseparable de cada criatura, que la atraviesa y la sostiene en el ser. Podemos experimentar esa presencia como personal y entrañable, pero en el resto de la creación se manifiesta como una energía que potencia y especifica cada ser en sus posibilidades. Creer en Dios es confiar en la posibilidad de cada criatura para alcanzar su plenitud.

La mini parábola del simple siervo nos tiene que llevar a cabo una profunda reflexión. No quiere decir que tenemos que sentirnos siervos y menos aún, inútiles sino todo lo contrario. Nos advertimos que la relación con Dios como si fuésemos esclavos nos deshumaniza. Es una crítica a la relación del pueblo judío con Dios que estaba basada en el estricto cumplimiento de la Ley, y en la creencia de que ese cumplimiento les salvaba. La parábola es un alegato contra la actitud farisaica que planteaba la relación con Dios como un toma y da acá. Si ellos cumplieron lo mandado, Dios estaba obligado a cumplir sus promesas. Es la nefasta actitud que aún nos conservamos.

 

Quinto Domingo de Pascua – Ciclo B (Reflexión)

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