Domingo XXX del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 18, 9-14) – 23 de octubre de 2022
Lucas 18, 9-14En
aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y
despreciaban a los demás:
"Dos
hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El
fariseo, erguido, oraba así en su interior: 'Dios mío, te doy gracias porque no
soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como
ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis
ganancias'.
El
publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al
cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: 'Dios mío, apiádate
de mí, que soy un pecador'.
Pues
bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque
todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido''.
ReflexionesBuena Nueva
#Microhomilia
Somos llamados al bien.
Todos queremos ser buenas personas, sin embargo no siempre lo logramos; cuando
menos lo esperamos y muchas veces sin querer, nos equivocamos, "metemos la
pata". Hoy la Palabra nos anuncia que para "ajustarnos", es
decir para ordenar la vida hacia Cristo y encaminarnos a su encuentro, no es
necesario no caer o no equivocarse, sino reconocer que nos equivocamos o que
hemos caído, tener conciencia de la necesidad ser perdonado, transformado. El
soberbio se pierde en la falsa idea de que es perfecto, permanece cerrado y
desajustado. El humilde, reconoce y pide perdón, entonces se abre a la
conversión, a la vida buena y nueva en Cristo.
Pidamos a Dios la gracia para reconocer nuestras caídas, para pedir perdón y para vivir la conversión, es decir, irnos transformando en mejores versiones de nosotros mismos. #FelizDomingo
“(...) por considerarse justos, despreciaban a los
demás”
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
Cuentan que un hombre que
iba creciendo en su vida espiritual, llegó un momento en el que se dio cuenta
de que era santo... En ese mismo instante, retrocedió todo el camino que había
recorrido y tuvo que volver a comenzar desde cero. Cuando una persona va
trabajando intensamente en su proceso de crecimiento espiritual, tiene que
cuidarse de dos amenazas: la primera es perder la esperanza y pensar que nunca
va a alcanzar la meta. La segunda, no menos peligrosa, es pensar que ya llegó.
Las dos situaciones son igualmente nocivas. Ambas producen un estancamiento en
el camino espiritual.
La parábola que Jesús nos
cuenta este domingo, fue dicha para “algunos que, seguros de sí mismos por
considerarse justos, despreciaban a los demás”. Dice Jesús que “dos hombres
fueron al templo a orar: el uno era fariseo, y el otro era uno de esos que
cobran impuestos para Roma. El fariseo, de pie, oraba así: ‘Oh Dios, te doy
gracias porque no soy como los demás, que son ladrones, malvados y adúlteros,
ni como ese cobrador de impuestos. Yo ayuno dos veces a la semana y te doy la
décima parte de todo lo que gano’. Pero el cobrador de impuestos se quedó a
cierta distancia, y ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino
que se golpeaba el pecho y decía: ‘¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy
pecador!” Dos actitudes que representan formas distintas de presentarse ante
Dios. La primera, del que se siente justificado y seguro; cree que su
comportamiento corresponde al plan de Dios; esta persona piensa que no necesita
crecer más; tal como está, merece el premio para el cual ha venido trabajando
intensamente. La segunda, del que se siente en camino, con muchas cosas por
mejorar; se sabe necesitado de Dios y de su gracia; se sabe incompleto, en
construcción.
La conclusión de Jesús es
que el “cobrador de impuestos volvió a su casa ya justo, pero el fariseo, no.
Porque el que a sí mismo se engrandece, será humillado; y el que se humilla,
será engrandecido”. Esta es la lógica del reino de Dios. Una lógica que
contradice nuestra manera de pensar. Hay que reconocer que es bueno ser conscientes
de nuestros avances y logros; ciertamente, es sano saber que nos comportamos
bien y que nuestra manera de obrar está de acuerdo con el plan de Dios. Todo
esto coincide con una sana autoestima, tan valorada recientemente por algunas
corrientes psicológicas. Pero no debemos olvidar que esta actitud puede
llevarnos a perder de vista lo que nos falta por avanzar en el propio camino
espiritual; y, por otro lado, puede producir una actitud de desprecio por
aquellos que, por lo menos aparentemente, van un poco más atrás.
Por otra parte, si vivimos
en la verdad, reconociendo nuestros propios límites, sabiendo que no estamos
terminados, tendremos siempre la alternativa del crecimiento; podremos avanzar
siempre más adelante. Cuando acogemos nuestra frágil humanidad, en toda su
complejidad de luces y sombras, y somos conscientes de nuestros defectos,
comienza en ese mismo momento a generarse el proceso de la sanación interior.
No hay sanación que no pase por el propio reconocimiento del límite. Esto supone
mantener siempre activa la esperanza para seguir caminando, aunque todavía
sintamos que nos falta mucho para llegar al final de nuestro crecimiento
espiritual. Tan peligroso para nuestra vida es dejar de caminar, como pensar,
antes de tiempo, que ya llegamos.
DESCONCERTANTE
Fue una de las
parábolas más desconcertantes de Jesús. Un piadoso fariseo y un recaudador de
impuestos suben al templo a orar. ¿Cómo reaccionará Dios ante dos personas de
vida moral y religiosa tan diferente y opuesta?
El fariseo ora de pie,
seguro y sin temor alguno. Su conciencia no le acusa de nada. No es hipócrita.
Lo que dice es verdad. Cumple fielmente la Ley, e incluso la superó. No se
atribuye a sí mismo mérito alguno, sino que todo lo agradece a Dios: «¡Oh,
Dios!, te doy gracias». Si este hombre no es santo, ¿lo quién va a ser? Seguro
que puede contar con la bendición de Dios.
El recaudador, por el
contrario, se retiró a un rincón. No se siente cómodo en aquel lugar santo. No
es su sitio. Ni siquiera se atrevería a levantar sus ojos del suelo. Se golpea
el pecho y reconoce su pecado. No promete nada. No puede dejar su trabajo ni
devolver lo que ha robado. No puede cambiar de vida. Solo le queda abandonarse
a la misericordia de Dios: «¡Oh Dios!, ten compasión de mí, que soy pecador».
Nadie querría estar en su lugar. Dios no puede aprobar su conducta.
De pronto, Jesús
concluye su parábola con una sustentada desconcertante: «Yo os digo que este
recaudador bajó a su casa justificado, y aquel fariseo no». A los oyentes se
les rompen todos sus esquemas. ¿Cómo puede decir que Dios no reconoce al
piadoso y, por el contrario, concede su gracia al pecador? ¿No está Jesús
jugando con fuego? ¿Será verdad que, al final, lo decisivo no es la vida
religiosa de uno, sino la misericordia insondable de Dios?
Si es verdad lo que
dice Jesús, ante Dios no hay seguridad para nadie, por muy santo que se crea.
Todos hemos de recurrir a su misericordia. Cuando uno se siente bien consigo
mismo, apela a su propia vida y no siente necesidad de más. Cuando uno se ve
acusado por su conciencia y sin capacidad para cambiar, solo siente necesidad
de acogerse a la compasión de Dios, y solo a la compasión.
Hay algo fascinante en
Jesús. Es tan desconcertante su fe en la misericordia de Dios que no es fácil
creer en él. Probablemente los que mejor le pueden entender son quienes no
tienen fuerzas para salir de su vida inmoral.
DIOS NO TIENE QUE JUSTIFICARME NI CONDENARME
Hoy tenemos dos
inconvenientes. Primero, que se trata de una parábola y la parábola tiene un
único mensaje. El resto es relleno. Segundo, en todo el NT enseña la patita el
maniqueísmo. Lo tenemos metido hasta el tuétano. Bueno/malo, espíritu/materia,
luz/tiniebla. Pero resulta que nada es banco o negro. La realidad es una serie
infinita de grises. Hoy se nos invita a ponernos de parte del publicano y en
contra del fariseo y nos quedamos todos tan anchos. El fariseo tiene muchas
cosas buenas que pasaron por alto y el publicano tiene muchas cosas malas que
voluntariamente olvidamos.
Lucas, en la
introducción a la parábola, lo deja claro: “por algunos que, teniéndose por
justos, se sintieron seguros de sí mismos y despreciaban a los demás” El
fariseo se siente excelente y falla en su apreciación. El publicano se siente
pecador y falla al considerar que Dios está lejos de él, por eso tiene que
insistir en pedir un perdón que Dios ya le ha otorgado. Lo más normal del mundo
sería alabar al que era bueno y criticar al malo, pero a los ojos de Dios todo
es diferente. Dios es el mismo para los dos, uno le acepta por su gratuidad, el
otro pretende poner a Dios de su parte por la bondad de sus obras.
Este mensaje se repite
muchas veces en los evangelios. Recordemos la frase de Mateo: “Las prostitutas
y los pecadores os llevan la delantera en el reino de Dios”. ¿A quién dijo eso
Jesús? A los cumplidores de toda la Ley, que hoy serán los religiosos de todas
las categorías. Aún hoy, desde nuestra visión raquítica del hombre y de Dios,
nos resulta inaceptable esta idea. Seguimos juzgando por las apariencias sin
tener en cuenta las actitudes personales, que son las que de verdad califican
las acciones de las personas. Y lo que es peor, nos preocupa más lo que hacemos
que lo que sentimos.
Dios está cerca de los
dos, pero el publicano reconoce que la cercanía de Dios es debida a su amor
incondicional. En consecuencia, el publicano está más cerca de Dios a pesar de
sus pecados. El fariseo cree que Dios tiene la obligación de amarle porque se
lo ha ganado. “Los buenos de toda la vida” tienen mayor peligro de entrar en
esta dinámica. Si nos atreviésemos a pensar, descubriríamos lo absurdo de esa
postura. Todo lo bueno que puedo descubrir en mí viene de Él, que desde lo
hondo de mi ser lo posible.
Dios no me quiere
porque soy bueno sino porque Él es amor. Si parte del razonamiento farisaico,
resultaría que el que no es bueno no sería amado por Dios, lo cual es un
dispar. Este razonamiento parte de la visión ancestral que los seres humanos
tienen de Dios, pero tenemos que dar un salto en nuestra concepción de un dios
separado y ausente, que exige nuestro vasallaje para estar de nuestra parte.
Dios no me puede considerar un objeto porque nada hay fuera de Él. El fallo más
grave que podemos cometer como seres humanos es precisamente considerarnos algo
al margen de Dios.
Dios me está aportando
lo que soy antes de empezar a existir, es ridículo que pueda merecerlo. Lo que
sí puedo y debo hacer es responder conscientemente a ese don y tratar de
agradecerlo, desplegándolo en mi vida. Si no respondo adecuadamente a lo que
Dios es para mí, la única actitud adecuada es reconocerlo, pedirle perdón y
agradecerle que siga amándome a pesar de todo. Estas simples reflexiones me
llevarán a la consecuencia de que no tengo que ser bueno para que Dios me ame,
porque Él me quiere y no puede fallarme. Voy a intentar ser agradecido
fallándole menos.
También tendrán
consecuencias para nuestra relación con los demás. Amar al que se porta bien
conmigo no tiene ningún valor. Es lo que hacemos todos, pero tenemos que
revisar esa actitud. Si me porto humanamente con aquel que no se lo merece,
estaré dando un salto de gigante en mi evolución hacia la plenitud. Ser más
humano me hace a la vez, más divino. Hemos interiorizado que debíamos actuar
divinamente, aunque ese intento llevara a conseguir el olvidarse de nuestra
humanidad. Los altares están llenos de santos que se olvidaron por completo de
las relaciones verdaderamente humanas.
El evangelio nos
propone dos modos de orar, no solo distintos sino completamente contrarios.
Cada oración manifiesta la idea de Dios que tiene uno y otro. Para uno, se
trata de un Dios justo, que me da lo que merezco. Para el otro, Dios es amor
que llega a mí sin merecerlo. Ojo al dato, porque todos estamos más cerca del
fariseo que del publicano. Una vez más tengo que advertir de la importancia de
hacer una reflexión seria sobre este asunto. No basta ser bueno por una
acomodación estricta a la norma. Hay que ser humano, respondiendo a las
exigencias de nuestro auténtico ser.
He tenido problemas
serios cada ver que he dicho que Dios ama a todos de la misma manera. La
respuesta automática era: “Dios es amor, pero también es justicia”.
Implícitamente me estaban diciendo: ¿Cómo me va a amar Dios a mí, que cumplo su
santa voluntad, igual que a ese desgraciado que no cumple nada de lo que Él
manda? Una vez más estamos exigiendo a Dios que sea justo a nuestra manera.
Para superar esta tentación debemos abandonar la idea de una religión que me
viene de fuera. El hecho de que venga de Dios no cambia la mezquindad de la
perspectiva.
Debemos descubrir la
bondad de lo mandado y no conformarnos con el cumplimiento de la norma. Ese
descubrimiento no es tan fácil como parece. Ningún acto u omisión son buenos
porque están mandados. Están mandados porque lo exige mi ser más profundo, más
allá de mi ego superficial. Para descubrir esas exigencias tengo que
aprovecharme de la experiencia de aquellos que lo han descubierto, pero en
ningún caso quedo dispensado de experimentarlo por mí mismo. Sin esa
experiencia, toda la religiosidad se reduce a un puro ropaje externo que no
toca lo profundo de mi ser.
El desaliento, que a
veces nos invade, es consecuencia de un desenfoque espiritual. Nada tienes que
conseguir ni por ti mismo, ni de Dios. Dios ya te lo ha dado todo y te ha
capacitado para desplegar todo tu ser. No tengas miedo a nada ni a nadie. Tu
ser profundo no lo puede malear nadie, ni siquiera tú mismo. Tus fallos son
solo la demostración de que no has descubierto lo que eres, pero las
posibilidades de descubrir esa plenitud siguen intactas. Las limitaciones que
descubren cada día, y que tanto nos hacen sufrir, no pueden malograr todas las
posibilidades que me acompañan siempre.
Cuando te sientas
abrumado por tus fallos, descubre que para Dios eres siempre el mismo, único,
irrepetible, necesario para el mundo y para Dios. La autoestima es
imprescindible para poder desarrollarte, pero nunca puedes apoyarse en las
cualidades que puedes tener o no tener. Esa pretensión de apoyar la autoestima
en las cualidades, adquirirs o por adquirir, nos llevará siempre a un rotundo
fracaso. Tomar conciencia de que lo que soy no depende de mí es la clave para
una total seguridad en lo que soy.
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