Domingo XXIX del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 18, 1-8) – 16 de octubre de 2022
Lucas 18, 1-8
En
aquel tiempo, para enseñar a sus discípulos la necesidad de orar siempre y sin
desfallecer, Jesús les propuso esta parábola:
"En
cierta ciudad había un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres.
Vivía en aquella misma ciudad una viuda que acudía a él con frecuencia para
decirle: 'Hazme justicia contra mi adversario'.
Por mucho tiempo, el juez no le hizo caso, pero después se dijo: 'Aunque no
temo a Dios ni respeto a los hombres, sin embargo, por la insistencia de esta
viuda, voy a hacerle justicia para que no me siga molestando' ".
Dicho
esto, Jesús comentó: "Si así pensaba el juez injusto, ¿creen acaso que
Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, y que los
hará esperar? Yo les digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga
el Hijo del hombre, ¿creen ustedes que encontrará fe sobre la tierra?".
Reflexiones
Buena Nueva
#Microhomilia
El clamor por la justicia es mantener las manos alzadas hacia el cielo todo el tiempo; cansa, duele, y como Moisés no podemos solos, necesitamos otras y otros que se unan a este clamor sosteniendo nuestros brazos, alzando los brazos con nosotros; son esas y esos también apasionados y esperanzados que claman y creen que la justicia llegará, porque saben que Dios siempre nos la otorga, porque la ama y la establece para regalarnos su paz. #FelizDomingo
“(...) orar siempre sin
desanimarse”
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
Hace algunos meses recibí este mensaje: “No hay que ser agricultor para
saber que una buena cosecha requiere de buena semilla, buen abono y riego
constante. También es obvio que quien cultiva la tierra no se para impaciente
frente a la semilla sembrada, jalándola con el riesgo de echarla a perder,
gritándole con todas sus fuerzas: ¡Crece, maldita seas! Hay algo muy curioso que sucede con el bambú japonés y que lo transforma
en no apto para impacientes: Siembras la semilla, la abonas, y te ocupas de
regarla constantemente. Durante los primeros meses no sucede nada apreciable.
En realidad, no pasa nada con la semilla durante los primeros siete años, a tal
punto que, un cultivador inexperto estaría convencido de haber comprado
semillas infértiles. Sin embargo, durante el séptimo año, en un período de sólo
seis semanas la planta de bambú crece ¡más de 30 metros! ¿Tardó sólo seis
semanas en crecer? No, la verdad es que se tomó siete años y seis semanas en
desarrollarse. Durante los primeros siete años de aparente inactividad, este
bambú estaba generando un complejo sistema de raíces que le permitirían
sostener el crecimiento que iba a tener después de siete años. Sin embargo, en
la vida cotidiana, muchas veces queremos encontrar soluciones rápidas y
triunfos apresurados, sin entender que el éxito es simplemente resultado del
crecimiento interno y que éste requiere tiempo. Quizás por la misma
impaciencia, muchos de aquellos que aspiran a resultados en corto plazo,
abandonan súbitamente justo cuando ya estaban a punto de conquistar la meta. Es
tarea difícil convencer al impaciente que solo llegan al éxito aquellos que
luchan en forma perseverante y coherente y saben esperar el momento adecuado”.
”De igual manera, es necesario entender que en muchas
ocasiones estaremos frente a situaciones en las que creemos que nada está
sucediendo. Y esto puede ser extremadamente frustrante. En esos momentos, que
todos tenemos, recordar el ciclo de maduración del bambú japonés y aceptar que,
en tanto no bajemos los brazos ni abandonemos por no "ver" el
resultado que esperamos, si está sucediendo algo dentro nuestro: estamos
creciendo, madurando. Quienes no se dan por vencidos, van gradual e
imperceptiblemente creando los hábitos y el temple que les permitirá sostener
el éxito cuando éste al fin se materialice. El triunfo no es más que un proceso
que lleva tiempo y dedicación. Un proceso que exige aprender nuevos hábitos y
nos obliga a descartar otros. Un proceso que exige cambios, acción y
formidables dotes de paciencia. Tiempo... Cómo nos cuestan las esperas. Qué
poco ejercitamos la paciencia en este mundo agitado en el que vivimos...
Apuramos a nuestros hijos en su crecimiento, apuramos al chofer del taxi...
nosotros mismos hacemos las cosas apurados, no se sabe bien por qué... Perdemos
la fe cuando los resultados no se dan en el plazo que esperábamos, abandonamos
nuestros sueños, nos generamos patologías que provienen de la ansiedad, del
estrés... ¿Para qué?”
La
parábola de la viuda y el juez, que nos trae hoy la liturgia de la Palabra es
un bello ejemplo de esto, aplicado a la vida de oración del cristiano: “Había
en un pueblo un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. En el
mismo pueblo había también una viuda que tenía un pleito y que fue al juez a
pedirle justicia contra su adversario. Durante mucho tiempo el juez no quiso
atenderla, pero después pensó: ‘Aunque ni temo a Dios ni respeto a los hombres,
sin embargo, como esta viuda no deja de molestarme, la voy a defender, para que
no siga viniendo y acabe con mi paciencia’. Y el Señor añadió: ‘Esto es lo que
dijo el juez malo. Pues bien, ¿acaso Dios no defenderá a sus escogidos, que
claman a él día y noche? ¿Los hará esperar? Les digo que los defenderá sin
demora. Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará todavía fe en la
tierra?” La propuesta del Señor es que tratemos de recuperar la perseverancia,
la espera, la aceptación. Estamos llamados a gobernar aquella toxina llamada
impaciencia; la misma que nos envenena el alma con sus prisas y afanes de cada
día. Si no conseguimos lo que anhelamos, no deberíamos desesperarnos... quizá
sólo estemos echando raíces...
DIOS
NO ES IMPARCIAL
La
parábola de Jesús refleja una situación bastante habitual en la Galilea de su
tiempo. Un juez corrupto desprecia arrogante a una pobre viuda que pide
justicia. El caso de la mujer parece desesperado, pues no tiene a ningún varón
que la defensa. Ella, sin embargo, lejos de resignarse, sigue gritando sus
derechos. Solo al final, molesto por tanta insistencia, el juez termina por escucharla.
Lucas
presenta el relato como una exhortación a orar sin «desanimarnos», pero la
parábola encierra un mensaje anterior, muy querido por Jesús. Este juez es la
«antimetáfora» de Dios, cuya justicia consiste precisamente en escuchar a los
pobres más vulnerables.
El
símbolo de la justicia en el mundo grecorromano era una mujer que, con los ojos
vendados, imparte un veredicto supuestamente «imparcial». Según Jesús, Dios no
es este tipo de juez imparcial. No tiene los ojos vendados. Conoce muy bien las
injusticias que se cometen con los débiles y su misericordia hace que se
incline a favor de ellos.
Esta
«parcialidad» de la justicia de Dios hacia los débiles es un escándalo para
nuestros oídos burgueses, pero conviene recordarla, pues en la sociedad moderna
funciona otra «parcialidad» de signo contrario: la justicia favorece más al
poderoso que al débil. ¿Cómo no va a estar Dios de parte de los que no pueden
defenderse?
Nos
creemos progresistas defendiendo teóricamente que «todos los seres humanos
nacen libres e iguales en dignidad y derechos», pero todos sabemos que es
falso. Para disfrutar de derechos reales y efectivos es más importante nacer en
un país poderoso y rico que ser persona en un país pobre.
Las
democracias modernas se preocupan de los pobres, pero el centro de su atención
no es el indefenso, sino el ciudadano en general. En la Iglesia se hacen
esfuerzos por aliviar la suerte de los indigentes, pero el centro de nuestras
preocupaciones no es el sufrimiento de los últimos, sino la vida moral y
religiosa de los cristianos. Es bueno que Jesús nos recuerde que son los seres
más desvalidos quienes ocuparon el corazón de Dios.
Nunca
viene su nombre en los periodicos. Nadie les cede el paso en lugar alguno. No
tienen títulos ni cuentas corrientes envidiables, pero son grandes. No poseen
muchas riquezas, pero tienen algo que no se puede comprar con dinero: bondad,
capacidad de acogida, ternura y compasión hacia el necesitado.
DIOS NUNCA
ENTRARÁ EN LA DINÁMICA DE NUESTRA JUSTICIA
Comentar
las lecturas de hoy es complicado porque, partiendo de ellas, tenemos que
concluir definitivamente lo contrario de lo que dicen. La 1ª: el mito de la elección.
El Dios de Jesús no puede estar en contra de nadie. Amalec es para Dios tan
querido como el pueblo israelita, aunque los judíos y nosotros sigamos pensando
otra cosa. La 2ª: El mito de la inspiración. No toda la Escritura es útil para
enseñar. Recordad las palabras de Jesús: has que oído se… pero yo os digo… La
3ª: el mito de la justicia de Dios. Ni ahora ni después, ni al que se lo pida
con insistencia ni al que no se lo pida, va a hacer justicia humana de ninguna
manera.
Lo que
llamamos palabra de Dios es fruto de una profunda experiencia religiosa
personal, pero está expresada en conceptos que corresponden a una visión mítica
del mundo. Al intentar entenderla y juzgarla desde nuestra mentalidad, que ya
no es mítica, distorsionamos el mensaje. Debemos tener la valentía de separar
el mensaje del envoltorio en que ha sido transmitido. Nuestra teología ha sido
un intento desesperado de convertir el mito en logos. El mito nunca podrá ser
racionalizado. Si lo entendemos racionalmente, lo destrozamos y nos impedirá
descubrir su valor, llevándonos a una falsificación de la verdad que en él se
contiene.
La
modernidad racionalista cometió el error de lanzar por la borda la increíble
riqueza de la experiencia religiosa, porque confundió el embalaje mítico, en que
venía presentado, con la verdad que quería trasmitir. Con el agua del baño
hemos tirado por la ventana al niño. Pero las religiones, sobre todo la
nuestra, siguen manteniendo el error de no querer prescindir del envoltorio
porque después de tanto tiempo insistiendo en que había que mantener a toda
costa el mito, ahora no tiene posibilidad ni valentía para proponer la verdad
separada del mismo mito .
Hoy es
imprescindible atender al contexto para entender el texto. A continuación del
relato de los diez leprosos que hemos leído el domingo pasado, le preguntan a
Jesús los fariseos sobre cuándo llegará el Reino de Dios. Jesús responde con
afirmaciones sobre el Reino de Dios y sobre la última venida del Hijo del
hombre. Con la perspectiva de ese pequeño apocalipsis, el relato de hoy cobra
su verdadero sentido. No trata de prevenir cualquier desánimo, sino del peligro
de caer en el desaliento porque la parusía se retrasaba demasiado. Recordemos
que la expectativa de un final inmediato era el ambiente en que se vio el
primer cristianismo.
La
parábola del juez y la viuda no tiene aplicación posible desde nuestra
religiosidad actual. No podemos poner como modelo para Dios a un juez injusto
que actúa por aburrimiento. Pero es que ni siquiera podemos esperar que haga justicia.
Hoy sabemos que Dios no puede tener ahora una postura y otra para dentro de una
hora o para el final de los tiempos. Dios es siempre el mismo y no puede
cambiar para amoldarse a una petición. No tenemos que esperar al final del
tiempo para descubrir la bondad de Dios sino descubrir a Dios presente, incluso
en todas las calamidades, injusticias y sufrimientos que los hombres nos
causamos unos a otros.
El
tema es de máxima importancia, porque la oración de petición, en cualquiera de
sus formas, es una de las manifestaciones religiosas que más nos dice sobre
nuestra manera de entender a Dios y al hombre. Lo que esperamos de la oración
de petición nos puede servir de prueba para comprender el estadio en que se
encuentra nuestra religiosidad. Agustín nos ha metido por un callejón sin
salida cuando afirmó que si la oración no era eficaz, quia malum, quia mala,
quia male. Que quiere decir: porque soy malo, porque pido cosas malas, porque
las pido de mala manera. Este razonamiento es insostenible, porque, constatado
que Dios no responde, nos las arreglamos para dejar a salvo a Dios, pues la
culpa la tenemos siempre nosotros.
De
menos manera lapidaria yo me atrevo a decir: Si rezamos, esperando que Dios
cambie la realidad: malo. Si esperamos que cambien los demás, malo, malo. Si
pedimos, esperando que el mismo Dios cambie: malo, malo, malo. Y si terminamos
creyendo que Dios me ha hecho caso y me ha concedido lo que le pedía:
rematadamente malo. Cualquier argumento es bueno, con tal de no vernos
obligados a hacer lo único que es posible: cambiarnos.
No es
tarea de Dios impartir justicia humana, y la justicia divina se está realizando
en todo momento. Para Él todo está en orden en cada instante. El que es objeto
de injusticia no será afectado en su verdadero ser si él no se deja arrastrar
por la misma injusticia. La justicia humana se impone por el poder judicial.
Cuando le pedimos a Dios que imponga “justicia” le estamos pidiendo que actúe
para restaurar un desequilibrio. Para Dios todo está siempre en absoluto
equilibrio, no necesita equilibrar nada. Dios no puede actuar contra nadie por
malo que sea. Dios está siempre con los oprimidos, pero nunca contra los opresores.
En la
Biblia “hacer justicia” es liberar al oprimido. Ésta era la acción más propia
de Dios. El pueblo de Israel interpretó los acontecimientos favorables como
acción de Dios a su favor. Pero cuando las cosas le iban mal tenían que
concluir que se debía a que no habían sido fieles a la Alianza. La verdad es
que ante las mayores injusticias de entonces y de ahora, Dios se calla. Es muy
difícil armonizar este silencio de Dios con la insistencia en la eficacia de la
oración. Dios nunca podrá hacer justicia, tal como la entendemos los humanos.
Aquí
no se trata de la oración sino de la petición a Dios de justicia para los
oprimidos. No debemos esperar la acción puntual de Dios, sino descubrir su
presencia en todo acontecer y en toda situación. Es mucho más importante saber
aguantar la injusticia que alcanzar nuestra justicia. Es mucho más importante
ser siempre “justos” que conseguir justicia de otros. La justicia de Dios es
una actitud que permite descubrir todo lo que puedo esperar en el momento
actual, sin que Dios tenga que hacer nada, mucho menos teniendo que echar mano
de su poder.
La
oración no la hago para que la oiga Dios, sino para escucharla yo mismo y darme
la ocasión de profundizar en el conocimiento de mi verdadero ser. Todo ello me
llevará a dar sentido al sinsentido aparente de tanta injusticia humana como
experimentamos en el mundo. El silencio de Dios, ante tanta injusticia, me
obliga a profundizar en la realidad que me desborda ya buscar la verdadera
salida, no la salida fácil de una solución externa del problema, sino la
búsqueda del verdadero sentido de mi vida en esa circunstancia. Mi justicia la
tengo que hacer yo en mi. La injusticia del otro no me debe hacer injusto a mí.
Pedir
a Dios justicia, aquí o para el más allá, es mantener el ídolo que hemos creado
a nuestra medida. La justicia en el más allá se inventó precisamente para
armonizar la idea de un Dios justo al modo humano con la realidad de una
injusticia presente. En tiempo de los macabeos se vio que los males que
afligían a los seres humanos no se podrían explicar como castigo de Dios,
porque Antíoco estaba sacrificando precisamente a los más fieles a la Ley. Para
superar esa contradicción se sacó de la manga un castigo y un premio para
después de la muerte.
El
mensaje de Jesús está sin estrenar. ¿A quién de nosotros se nos ha ocurrido
alguna vez dar la túnica al que nos roba el manto? ¿Quién ha puesto una sola
vez la otra mejilla cuando le han dado una bofetada? Ni siquiera admitimos la
posibilidad de entrar en la dinámica del evangelio. Todo lo contrario, tratamos
por todos los medios de que Dios se acomode a nuestra manera de pensar y actúe
como actuamos nosotros. La única manera de ser justo no practicar ninguna
injusticia. Este es el sentido que tiene casi siempre “justicia” en la Biblia.
La
injusticia no se puede arreglar desde las víctimas. Mirada desde el que la
sufre, la injusticia no tiene arreglo. La mayoría de las veces lo que provoca
es más injusticia o venganza. La injustica nunca afectará a la esencia del
lesionado, con tal de que no se deje arrastrar para caer él mismo en
injusticia. La única manera de superar una injusticia es que, el que la cometió
tome conciencia de que se ha hecho daño a sí mismo y salga de esa dinámica.
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