
Nuestra moral, es decir la llamada de Dios que tenemos cada una y cada uno de nosotros, no es una colección de "no": no hagas, no digas, no veas, no comas, no pienses. Quien vive desde este esquema moral, vive temeroso y doblado por el peso de esta moral de prohibiciones.
La moral cristiana, hoy nos lo recuerda Jesús en el Evangelio, está fundada en un SÍ, en una sola llamada: ¡Ama! "Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado; y por este amor reconocerán todos que ustedes son mis discípulos”. Así de simple y así de desafiante es nuestra llamada, hay que vivir amando, y porque amamos no lastimamos, no rompemos, no arrebatamos. El cristiano camina desafiado por el amor, está de pie y con la cabeza alta buscando responder a la llamada del Amor.
Las preguntas hoy, son sobre el amor: ¿Amé? ¿En dónde he sido miserable con el amor? ¿A quién, cómo, en dónde, puedo amar más?
Que resuene en nuestro corazón, en este tiempo pascual el texto del Apocalipsis: "Ahora yo voy a hacer nuevas todas las cosas", esa es una promesa de Dios, desde su amor, amando, podremos comenzar de nuevo.
#FelizDomingo
Cuentan que un agricultor sembraba todos los años maíz en sus campos. Después de muchos años, logró conseguir la mejor semilla de maíz que se podía obtener. Mientras los cultivos de sus vecinos deban cinco mazorcas por uno, el suyo daba cincuenta mazorcas por un grano. El hombre se preocupaba por dejar cada año una buena cantidad de semilla para volver a sembrar y para regalarle a todos sus vecinos, que se alegraban con esta generosidad del agricultor. Cuando alguien le preguntó por qué hacía eso, él respondió: «Si mis vecinos tienen también buen maíz, mis maizales serán cada vez mejores; pero si el maíz de ellos es malo, también mi maizal empeorará». Nadie entendió la respuesta, de modo que él añadió: «Los insectos y los vientos que llevan el polen de unos sembrados a otros y fecundan las cosechas para que produzcan su fruto, no tienen en cuenta si los sembrados son míos o de mis vecinos… Mis sembrados crecerán lo que los sembrados de mis vecinos crezcan».
Cuando Jesús se despidió de sus discípulos, les dejó un mandamiento nuevo: “Les doy este mandamiento nuevo: Que se amen los unos a los otros. Si se aman los unos a los otros, todo el mundo se dará cuenta de que son discípulos míos”. Esta es la señal por la que los cristianos deberíamos ser reconocidos. No deberíamos preocuparnos tanto por las insignias externas, por las prácticas piadosas, sino por la calidad de nuestras relaciones. Cuando amamos a alguien, le hacemos el bien, le ayudamos a ser mejor, a vivir en plenitud esta existencia que Dios nos ha regalado para compartirla como hermanos.
Tal vez esta es la tarea más importante que tenemos delante. Crear relaciones que nos ayuden a crecer. La competitividad que nos impone una sociedad como la que hemos organizado, nos obliga constantemente a buscar nuestro propio bienestar en detrimento del bienestar de los demás. Parecería que la relación entre nuestro crecimiento y el crecimiento de los demás fuera inversamente proporcional. Pero desde la lógica de Dios, las cosas son al contrario. Cuanto más crezcan aquellos que están a nuestro lado, más creceremos también nosotros. Si estuviéramos convencidos de esta verdad y si la hiciéramos la norma de nuestra vida, otra cosa sería este mundo. El Señor resucitado estaría más presente entre nosotros y nuestro testimonio se iría extendiendo a lo largo y ancho del mundo.
Dios es como el agricultor de la historia. El reparte sus dones a todos y quiere que todos crezcan y lleguen a la plenitud. Y así quiere que seamos los que nos llamamos seguidores suyos. Jesús vivió así su existencia y quiere que sus discípulos vivamos de la misma manera. No solo con el sentido egoísta de buscar nuestro interés ayudando a los demás, sino convencidos de que es la mejor manera de hacerlo presente en medio de nuestras familias, de la Iglesia y de la sociedad.
Jesús comparte con sus discípulos los últimos momentos antes de volver al misterio del Padre. El relato de Juan recoge cuidadosamente su testamento: lo que Jesús quiere dejar grabado para siempre en sus corazones: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado».
El evangelista Juan tiene su atención puesta en la comunidad cristiana. No está pensando en los de fuera. Cuando falte Jesús, en su comunidad se tendrán que querer como «amigos», porque así los ha querido Jesús: «Vosotros sois mis amigos»; «ya no os llamo siervos, a vosotros os he llamado amigos». La comunidad de Jesús será una comunidad de amistad.
Esta imagen de la comunidad cristiana como «comunidad de amigos» quedó pronto olvidada. Durante muchos siglos, los cristianos se han visto a sí mismos como una «familia» donde algunos son «padres» (el papa, los obispos, los sacerdotes, los abades...); otros son «hijos» fieles, y todos han de vivir como «hermanos».
Entender así la comunidad cristiana estimula la fraternidad, pero tiene sus riesgos. En la «familia cristiana» se tiende a subrayar el lugar que le corresponde a cada uno. Se destaca lo que nos diferencia, no lo que nos une; se da mucha importancia a la autoridad, el orden, la unidad, la subordinación. Y se corre el riesgo de promover la dependencia, el infantilismo y la irresponsabilidad de muchos.
Una
comunidad basada en la «amistad cristiana» enriquecería y transformaría hoy a
la Iglesia de Jesús. La amistad promueve lo que nos une, no lo que nos
diferencia. Entre amigos se cultiva la igualdad, la reciprocidad y el apoyo
mutuo. Nadie está por encima de nadie. Ningún amigo es superior a otro. Se
respetan las diferencias, pero se cuida la cercanía y la relación.
Entre amigos es más fácil sentirse responsable y colaborar. Y no es tan difícil estar abiertos a los extraños y diferentes, los que necesitan acogida y amistad. De una comunidad de amigos es difícil marcharse. De una comunidad fría, rutinaria e indiferente, la gente se va, y los que se quedan apenas lo sienten.
Para poder El domingo pasado nos hablaba de ser “unum” con Dios, con Jesús y con los demás. Hoy nos invita a manifestar esa unidad con nuestras obras. Si descubres esa unidad, no necesitas preceptos ni mandamientos para manifestarla. Si no la descubres, lo que hagas será solo una programación que ni te enriquece ni enriquece a los demás.
“Que os améis unos a
otros” se ha entendido a veces como un amor a los nuestros. Eso se quedaría en
egoísmo amplificado. Algunas formulaciones del NT pueden dar pie a esta
interpretación. Amar solo a los nuestros iría en contra del mensaje de Jesús.
El texto nos invita a amar como Jesús amó. Está claro que él amó a todos sin
distinción.
Si dejo de amar a
una sola persona, mi amor evangélico es cero. No se trata de un amor humano
más. Se trata de entrar en la dinámica del amor-ágape. Esto es imposible, si
primero no experimentamos ese AMOR. ¡Ojo! esta verdad es demoledora. No se
trata de una programación sino de una vivencia que se manifiesta en la entrega.
El Amor-Dios no se
puede ver, pero se manifiesta en las obras. Es la seña de identidad del
cristiano. Es el mandamiento nuevo, opuesto al antiguo, ‘el amar a Dios’. Queda
establecida la diferencia entre las dos Alianzas. La antigua basada en una
relación externa con Dios. La nueva, basada en una relación de amor servicio a
los demás.
Jesús no propone
como ideal el amar a Dios, ni el amor a él mismo. Dios es don total y no pide
nada a cambio. Ni él necesita nada ni nosotros le podemos dar nada. Dios es
puro don. Se trata de descubrir en nosotros ese don incondicional de Dios, que
a través nuestro debe llegar a todos. El amor a Dios sin entrega a los demás es
pura farsa.
Jesús se presenta
como “el Hijo de Hombre” (modelo de ser humano). Es la cumbre de las
posibilidades de plenitud humanas. Amar es la única manera de ser plenamente
humano. Él ha desarrollado hasta el límite la capacidad de amar, hasta amar
como Dios ama. Jesús no propone un principio teórico, sino que vive el amor y
dice: ¡Imitadme!
En esto conocerán
que sois discípulos míos. La nueva comunidad no se caracterizará por doctrinas,
ritos, o normas. El distintivo será el amor manifestado. La base y fundamento
de la nueva comunidad será la vivencia, no la programación. Jesús propone una comunidad
que experimenta a Dios como Padre y cada miembro lo imita, haciéndose hijo suyo
y hermano de todos los seres humano sin excepción.
La pregunta que debo
hacerme hoy es: ¿Amo de verdad a los demás? ¿Es el amor mi distintivo como
cristianos? No se trata de un amor teórico, sino del servicio concreto a todo
aquel que me necesita. La última frase de la lectura de hoy se acerca más a la
realidad si la formulamos al revés: La señal, por la que reconocerán que no
sois discípulos míos, será que no os amáis los unos a los otros.
El amor del que
habla el evangelio no es un precepto que puede imponerse, sino la exigencia más
profunda de nuestro verdadero ser. Si llegáramos a tomar conciencia de lo que
somos, el amor sería espontáneo y nadie podría dejar de amar. La Realidad en la
que todos estamos identificados es lo que llamamos Dios y su ágape nos saca de
nuestra individualidad y nos integra en el Todo.
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