Tercer
Domingo de Adviento – Ciclo C (Lucas 3, 10-18) – diciembre
15, 2024
Sofonías 3,14-18; Isaías 12; Filipenses 4,4-7
Evangelio según
san Lucas 3, 10-18
En aquel tiempo, la
gente le preguntaba a Juan el Bautista: "¿Qué debemos hacer?" Él
contestó: "Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna, y
quien tenga comida, que haga lo mismo".
También acudían a él
los publicanos para que los bautizara, y le preguntaban: "Maestro, ¿qué
tenemos que hacer nosotros?" Él les decía: "No cobren más de lo
establecido".
Unos soldados le
preguntaron: "Y nosotros, ¿qué tenemos que hacer?" Él les dijo:
"No extorsionen a nadie, ni denuncien a nadie falsamente, sino conténtense
con su salario".
Como el pueblo estaba
en expectación y todos pensaban que quizá Juan era el Mesías, Juan los sacó de
dudas, diciéndoles: "Es cierto que yo bautizo con agua, pero ya viene otro
más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias.
El los bautizará con el
Espíritu Santo y con fuego. Él tiene el bieldo en la mano para separar el trigo
de la paja; guardará el trigo en su granero y quemará la paja en un fuego que
no se extingue".
Con éstas y otras
muchas exhortaciones anunciaba al pueblo la buena nueva.
Reflexiones Buena Nueva
#Microhomilia
¡Alégrense! Es la llamada de este III Domingo de Adviento. Quien se alegra es benevolente y sólo quien es benevolente tiene el corazón alegre, lleno de júbilo. Entonces, tenemos llamada y camino, llamado a la alegría por la ruta de la benevolencia. ¿Qué debemos hacer para ser benevolentes? Ser compartidos, justos, honestos, agradecidos y vivir en la verdad; nos dice en el Evangelio de Lucas, el Bautista Juan. Ya muy cerca de la navidad examinemos nuestra benevolencia y seamos benevolentes. Llenemos nuestro arbolito y nacimiento de acciones benevolentes, compartamos, no de lo que nos sobra, sino de lo mejor que tenemos; devolvamos, aclaremos, perdonemos. La benevolencia llenará y regocijará nuestros corazones, más que cualquier cosa envuelta en papel brillante en esta Navidad.
¿A qué te sientes invitado, invitada? ¿Qué acciones de benevolencia van a organizar con tu familia en torno a la Navidad?
#FelizDomingo
“Juan anunciaba las buenas noticias a la gente”
La predicación es un arte que no es fácil adquirir y siempre habrá quejas porque es muy extensa, o muy breve o porque en lugar de referirse a la Palabra de Dios nos detenemos en asuntos de la política o de los problemas económicos. Pero si el predicador hace referencia a las Escrituras, es fácil escuchar también a otros que se quejan que lo único que hace el predicador es repetir las lecturas sin hacer referencias a la realidad actual. Es muy difícil tener contenta a la gente con nuestra predicación, pero también hay que reconocer que muchas veces los que prestamos este servicio en la Iglesia, necesitamos preparar con mayor cuidado lo que vamos a decir, de manera que las personas que nos escuchan se sientan ‘edificados’ e invitados a cambiar su propia vida. En el Oficio de lectura de la memoria de San Vicente Ferrer, se ofrece un texto tomado de su Tratado sobre la vida espiritual, en el que hay una serie de recomendaciones sobre la predicación que vale la pena recordar hoy:
“En la predicación y exhortación debes usar un lenguaje sencillo y un estilo familiar, bajando a los detalles concretos. Utiliza ejemplos, todos los que puedas, para que cualquier pecador se vea retratado en la exposición que haces de su pecado; pero de tal manera que no des la impresión de soberbia o indignación, sino que lo haces llevado de la caridad y espíritu paternal, como un padre que se compadece de sus hijos cuando los ve en pecado o gravemente enfermos o que han caído en un hoyo, esforzándose por sacarlos del peligro y acariciándoles como una madre. Hazlo alegrándote del bien que obtendrán los pecadores y del cielo que les espera si se convierten. Este modo de hablar suele ser de gran utilidad para el auditorio. Hablar en abstracto de las virtudes y los vicios no produce impacto en los oyentes”.
El texto del evangelio que nos presenta la Escritura en el día de hoy nos cuenta cómo predicaba San Juan Bautista, poniendo ejemplos muy claros y comprensibles para aquellos que le preguntaban qué debían hacer: “El que tenga dos trajes, dele uno al que no tiene ninguno; y el que tenga comida, compártala con el que no la tiene”. Y cuando le preguntaron unos publicanos sobre lo que debían hacer, les dijo: “No cobren más de lo que deben cobrar”. Más adelante se habla de unos soldados que también se acercaron para saber qué debían hacer ellos, y Juan les dice: “No le quiten nada a nadie, ni con amenazas ni acusándolo de algo que no haya hecho, y conformándose con su sueldo”. Todo esto, lo decía Juan, teniendo claro que no se anunciaba a sí mismo, sino que su tarea era preparar el encuentro de cada uno de sus oyentes con el Señor que venía a su encuentro de modo personal.
Al acercarse la celebración de la Navidad, nos sentimos invitados a cambiar muchas cosas en nuestra vida y la predicación debe señalar con ejemplos claros y sencillos las cosas que podemos cambiar, invitando a las personas que buscan una respuesta a descubrir lo que podemos y debemos hacer para que hoy vuelva a ser Navidad en medio de nosotros y en medio de nuestro pueblo. De acuerdo con la situación concreta de los oyentes que tenemos delante, deberíamos hacer el esfuerzo por concretar los cambios que podrían hacer en sus propias vidas y bajar a lo concreto, como lo recomiendo San Vicente Ferrer y como lo hace el Bautista… Esto es anunciar “las buenas noticias a la gente”.
¿QUÉ DEBEMOS HACER?
A pesar de toda la información que ofrecen los medios de comunicación se
nos hace difícil tomar conciencia de que vivimos en una especie de «isla de la
abundancia», en medio de un mundo en el que más de un tercio de la humanidad
vive en la miseria. Sin embargo, basta volar unas horas en cualquier dirección
para encontrarnos con el hambre y la destrucción.
Esta situación solo tiene un nombre: injusticia. Y solo admite una
explicación: inconsciencia. ¿Cómo nos podemos sentir humanos cuando a pocos
kilómetros de nosotros –¿qué son, en definitiva, seis mil kilómetros?– hay
seres humanos que no tienen casa ni terreno alguno para vivir; hombres y
mujeres que pasan el día buscando algo que comer; niños que no podrán ya
superar la desnutrición?
Nuestra primera reacción suele ser casi siempre la misma: «Pero nosotros,
¿qué podemos hacer ante tanta miseria?». Mientras nos hacemos preguntas de este
género nos sentimos más o menos tranquilos. Y vienen las justificaciones de
siempre: no es fácil establecer un orden internacional más justo; hay que
respetar la autonomía de cada país; es difícil asegurar cauces eficaces para
distribuir alimentos; más aún movilizar a un país para que salga de la miseria.
Pero todo esto se viene abajo cuando escuchamos una respuesta directa,
clara y práctica, como la que reciben del Bautista quienes le preguntan qué
deben hacer para «preparar el camino al Señor». El profeta del desierto les
responde con genial simplicidad: «El que tenga dos túnicas que dé una a quien
no tiene ninguna; y el que tiene para comer que haga lo mismo».
Aquí se terminan todas nuestras teorías y justificaciones. ¿Qué podemos
hacer? Sencillamente no acaparar más de lo que necesitamos mientras haya
pueblos que lo necesitan para vivir. No seguir desarrollando sin límites
nuestro bienestar olvidando a quienes mueren de hambre. El verdadero progreso
no consiste en que una minoría alcance un bienestar material cada vez mayor,
sino en que la humanidad entera viva con más dignidad y menos sufrimiento.
Hace unos años estaba yo por Navidad en Butare (Ruanda), dando un curso
de cristología a misioneras españolas. Una mañana llegó una religiosa navarra
diciendo que, al salir de su casa, había encontrado a un niño muriendo de
hambre. Pudieron comprobar que no tenía ninguna enfermedad grave, solo
desnutrición. Era uno más de tantos huérfanos ruandeses que luchan cada día por
sobrevivir. Recuerdo que solo pensé una cosa. No se me olvidará nunca: ¿podemos
los cristianos de Occidente acoger cantando al niño de Belén mientras cerramos
nuestro corazón a estos niños del Tercer Mundo?
PARA
QUE DIOS TE AME NO TIENES QUE HACER NADA
La primera palabra de la liturgia de
este domingo es una invitación a la alegría. Esa alegría, en el AT, está basada
siempre en la salvación que va a llegar. Hoy estamos en condiciones de dar un
paso más y descubrir que la salvación ha llegado ya porque Dios no tiene que
venir de ninguna parte y con su presencia en cada uno de nosotros, nos ha
comunicado lo que Él mismo es. No tenemos que estar contentos ‘porque Dios está
cerca’, sino porque Dios está ya en nosotros.
La alegría es como el agua de una fuente, la vemos solo cuando aparece en
la superficie, pero antes, ha recorrido un largo camino que nadie puede
conocer, a través de las entrañas de la tierra. La alegría no es un objetivo a
conseguir directamente sino la consecuencia de un estado de ánimo que se
alcanza después de un proceso. Ese proceso empieza por la toma de conciencia de
mi verdadero ser. Si descubro que Dios forma parte de mí, encontraré la
absoluta felicidad.
¿Qué tenemos que hacer? La respuesta manifiesta la igualdad y la
diferencia entre el mensaje de Jesús y de Juan. El Bautista se creía que la
salvación que esperaban de Dios iba a depender de su conducta. Esta era también
la actitud de los fariseos. Jesús sabe que la salvación de Dios es gratuita e
incondicional. Es curioso que los seguidores de Jesús, todos judíos, se
encontraran más a gusto con la predicación de Juan que con la del mismo Jesús.
Esto queda muy claro en los evangelios.
Por esa misma razón los primeros cristianos, que seguían siendo judíos,
cayeron en seguida en una visión del evangelio moralizante. Jesús no predicó
ninguna norma moral. Es más, se atrevió a relativizar la Ley de una manera
insólita. El hecho de que permanezcan en el evangelio la frase como “las
prostitutas os llevan la delantera en el Reino” indica claramente que para
Jesús había algo más importante que el cumplimiento de la Ley. S. Agustín en
una de sus genialidades lo expresó con rotundidad: “ama y haz lo que quieras”.
No hay un resumen mejor del evangelio.
Todas las respuestas que da Juan van encaminadas a mejorar las relaciones
con los demás. Se percibe una preocupación por hacer más humanas esas
relaciones, superando todo egoísmo. Está claro que el objetivo no es escapar a
la ira de Dios sino imitarle en la actitud de entrega a los demás. El evangelio
nos dice una y otra vez, que la aceptación por parte de Dios es el punto de
partida, no la meta. Seguir esperando la salvación de Dios, es la mejor prueba
de que no la hemos descubierto dentro. La pena es que seguimos esperando que
venga a nosotros lo que ya tenemos.
El pueblo estaba en expectación. Una manera de indicar la ansiedad de que
alguien les saque de su situación angustiosa. Todos esperaban al Mesías y la
pregunta que se hacen tiene pleno sentido. ¿No será Juan el Mesías? Muchos así
lo creyeron, no solo cuando predicaba, sino también mucho después de su muerte.
La necesidad que tiene de explicar que él no es el Mesías no es más que el
reflejo de la preocupación de los evangelistas por poner al Bautista en su
sitio; es decir, detrás de Jesús. Para ellos no hay discusión. Jesús es el
Mesías. Juan es solo el precursor.
La presencia de Dios en mí no depende de mis acciones u omisiones. Es
anterior a mi propia existencia y ni siquiera depende de Él pues no puede no
darse. No tener esto claro nos hunde en la angustia y terminamos creyendo que
solo puede ser feliz el perfecto, porque solo él tiene asegurado el amor de
Dios. Con esta actitud estamos haciendo un dios a nuestra imagen y semejanza;
estamos proyectando sobre Dios nuestra manera de proceder y nos alejamos del
evangelio que nos dice lo contrario.
Pero ¡ojo! Dios no forma parte de mi ser para ponerse al servicio de mi
contingencia, sino para arrastrar todo lo que soy a la trascendencia. La vida
espiritual no puede consistir en poner el poder de Dios a favor de nuestro
falso ser, sino en dejarnos invadir por el ser de Dios y que él nos arrastre a
lo absoluto. La dinámica de nuestra religiosidad es absurda. Estamos dispuestos
a hacer “sacrificios” y “renuncias” que un falso dios nos exige, con tal de que
después cumpla él los deseos de nuestro falso yo.
No hemos aceptado la encarnación ni en Jesús ni en nosotros. No nos
interesa para nada el “Emmanuel” (Dios-con-nosotros), sino que Jesús sea Dios y
que él, con su poder, potencie nuestro ego. Lo que nos dice la encarnación es
que no hay nada que cambiar, Dios está ya en mí y esa realidad es lo más grande
que podría esperar. Ésta tendría que ser la causa de nuestra alegría. Lo tengo
ya todo. No tengo que alcanzar nada. No tengo que cambiar nada de mi verdadero
ser. Tengo que descubrirlo y vivirlo. Mi falso ser se iría desvaneciendo y mi
manera de actuar cambiaría.
La salvación no está en satisfacer los deseos de nuestro falso ser.
Satisfacer las exigencias de los sentidos, los apetitos, las pasiones, nos
proporcionará placer, pero eso nada tiene que ver con la felicidad. En cuanto
deje de dar al cuerpo lo que me pide, responderá con dolor y nos hundirá en la
miseria. Hacemos lo imposible para que Dios tenga que darnos la salvación que
esperamos. Incluso hemos puesto precio a esa salvación: si haces esto y dejas
de hacer lo otro, tienes asegurada la salvación.
Este conocimiento no es racional ni discursivo, sino vivencial. Es la
mayor dificultad que encontramos en nuestro camino hacia la plenitud. Nuestra
estructura mental cartesiana nos impide valorar otro modo de conocer. Estamos
aprisionados en la racionalidad que se ha alzado con el santo y la limosna, y
nos impide llegar al verdadero conocimiento de nosotros mismos. Permanecemos
engañados creyendo que somos lo que no somos. Pidiendo a Dios que potencie ese
falso ser.
La alegría de la que habla la liturgia de hoy no tiene nada que ver con
la ausencia de problemas o con el placer que me puede dar la satisfacción de
los sentidos. La alegría no es lo contrario al dolor o a nuestras limitaciones
que nos molestan. Las bienaventuranzas lo dejan muy claro. Si fundamento mi
alegría en que todo me salga a pedir de boca, estoy entrando en un callejón sin
salida. Mi parte caduca y contingente termina fallando siempre. Si me apoyo en
esa parte de mi ser, fracasaré.
La respuesta que debo dar a la pregunta: ¿qué debemos hacer?, es simple:
Compartir. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? Tengo que adivinarlo yo. Ni siquiera
la respuesta de Juan nos puede tranquilizar, pues la realización de las obras
puede ser programación. No se trata de hacer o dejar de hacer sino de
fortalecer una actitud que me lleve en cada momento a responder a la necesidad
concreta del otro.