Evangelio según san Juan:
18, 33-37
En aquel tiempo, preguntó Pilato a Jesús: "¿Eres tú el rey de los
judíos?" Jesús le contestó: "¿Eso lo preguntas por tu cuenta o te lo
han dicho otros?" Pilato le respondió: "¿Acaso soy yo judío? Tu
pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué es lo que has
hecho?" Jesús le contestó: "Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino
fuera de este mundo, mis servidores habrían luchado para que no cayera yo en
manos de los judíos. Pero mi Reino no es de aquí".
Pilato le dijo: "¿Conque tú eres rey?" Jesús le contestó:
"Tú lo has dicho. Soy rey. Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la
verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz".
Es raro que una
persona pueda vivir la vida entera sin plantearse nunca el sentido último de la
existencia. Por muy frívolo que sea el discurrir de sus días, tarde o temprano
se producen «momentos de ruptura» que pueden hacer brotar en la persona interrogantes
de fondo sobre el problema de la vida.
Hay horas de intensa
felicidad que nos obligan a preguntarnos por qué la vida no es siempre dicha y
plenitud. Momentos de desgracia que despiertan en nosotros pensamientos
sombríos: ¿por qué tanto sufrimiento?, ¿merece la pena vivir? Instantes de
mayor lucidez que nos conducen a las cuestiones fundamentales: ¿quién soy yo?
¿Qué es la vida? ¿Qué me espera?
Tarde o temprano, de
una manera u otra, toda persona termina por plantearse un día el sentido de la
vida. Todo puede quedar ahí o puede también despertarse de manera callada, pero
inevitable, la cuestión de Dios. Las reacciones pueden ser entonces muy diversas.
Hay quienes hace
tiempo han abandonado, si no a Dios, sí un mundo de cosas que tenían relación
con Dios: la Iglesia, la misa dominical, los dogmas. Poco a poco se han ido
desprendiendo de algo que ya no tiene interés alguno para ellos. Abandonado
todo ese mundo religioso, ¿qué hacer ahora ante la cuestión de Dios?
Otros han abandonado
incluso la idea de Dios. No tienen necesidad de él. Les parece algo inútil y
superfluo. Dios no les aportaría nada positivo. Al contrario, tienen la
impresión de que les complicaría la existencia. Aceptan la vida tal como es, y
siguen su camino sin preocuparse excesivamente del final.
Otros viven
envueltos en la incertidumbre. No están seguros de nada: ¿qué es creer en Dios?
¿Cómo se puede uno relacionar con él? ¿Quién sabe algo de estas cosas? Mientras
tanto, Dios no se impone. No fuerza desde el exterior con pruebas ni
evidencias. No se revela desde dentro con luces o revelaciones. Solo es
silencio, oportunidad, invitación respetuosa...
Lo primero ante Dios
es ser honestos. No andar eludiendo su presencia con planteamientos poco
sinceros. Quien se esfuerza por buscar a Dios con honradez y verdad no está
lejos de él. No hemos de olvidar unas palabras de Jesús que pueden iluminar a
quien vive en la incertidumbre religiosa: «Todo el que es de la verdad escucha
mi voz»
Es muy importante
que tengamos una pequeña idea del momento y el por qué motivo se instituyó esta
fiesta. Fue Pío XI en 1925, cuando la Iglesia estaba perdiendo su poder y su
prestigio acosada por la modernidad. Con esta fiesta se intentó recuperar el terreno
perdido ante un mundo secular, laicista y descreído. En la encíclica se dan las
razones para instituir la fiesta: “recuperar el reinado de Cristo y de su
Iglesia”. Para un Papa de aquella época, era inaceptable que las naciones
hicieran sus leyes al margen de la Iglesia.
Ha sido para mí una
gran alegría y esperanza el descubrir en una homilía sobre esta fiesta del papa
Francisco, una visión mucho más de acuerdo con el evangelio. Pio XI habla de
recuperar el poder de Cristo y de su Iglesia. El papa Francisco habla, una y otra
vez, de Jesús y su Iglesia poniéndose al servicio de los más desfavorecidos. No
se trata de un cambio de lenguaje sino de la superación de la idea de poder en
el que la Iglesia ha vivido durante tantos siglos. El cambio debía ser aceptado
y promovido por todos los cristianos.
El contexto del
evangelio que hemos leído es el proceso ante Pilato, a continuación de las
negaciones de Pedro, donde queda claro, que Pedro ni fue rey de sí mismo ni fue
sincero. Es muy poco probable que el diálogo sea histórico, pero nos está
transmitiendo lo que una comunidad muy avanzada de finales del s. I pensaba
sobre Jesús. Dos breves frases puestas en boca de Jesús nos pueden dar la pauta
de reflexión: “mi Reino no es de este mundo”, “para eso he venido, para ser
testigo de la verdad”, no para ser más que nadie.
Lo que está diciendo
Juan en su evangelio es que Jesús está hablando de la autenticidad de su ser.
Falso es todo aquello que aparenta ser lo que no es. Nuestro ego es falso
porque se fundamenta en apariencias equivocadas. Ser Verdad es ser lo que somos
sin falsearlo y lo que somos está más allá de lo que creemos ser (nuestro ego
individual). El objetivo de tu vida es descubrir tu verdadero ser y
manifestarlo en todo momento.
¿Qué significa un
Reino que no es de este mundo? Se trata de una expresión que no podemos
“comprender” porque todos los conceptos que podemos utilizar son de este mundo.
¿En qué estamos pensando los cristianos cuando, después de estas palabras,
nombramos a Cristo rey, no solo del mundo sino del universo? Con el evangelio
en la mano es muy difícil justificar el poder absoluto que la Iglesia ha
ejercido durante siglos. Tal como lo entendemos, Jesucristo Rey es lo más
contrario al evangelio que predicó.
Tal vez encontremos
una pista en la otra frase: “he venido para ser testigo de la verdad”. Pero
solo si no entendemos la verdad como verdad lógica (adecuación de una
formulación racional a la realidad) sino entendiéndola como verdad ontológica,
es decir, como la adecuación de un ser a lo que debe ser según su naturaleza.
Jesús siendo auténtico, siendo verdad, es verdadero Rey. Pero lo que le pide su
verdadero ser (Dios) es ponerse al servicio de todo aquel que le necesite, no
imponer nada a los demás.
No se trata de morir
por defender una doctrina. Se trata de morir por el hombre. Se trata de dar
testimonio de lo que es el hombre. El “Hijo de hombre” nos da la clave para
entender lo que pensaba de sí mismo. Se considera el hombre auténtico, el
modelo de hombre, el hombre acabado. Su intención es que todos lleguen a
identificarse con él. Jesús es la referencia para el que quiera manifestar la
verdadera calidad humana.
Pilato saca afuera a
Jesús y dice a la multitud: “Este es el hombre”. Jesús no solo es el modelo de
hombre y exige a sus seguidores que responden al modelo que ven en él. Jesús
dice: soy rey, no: soy el rey. Indicando así que todo el que se identifique con
él, será también rey. Esa es la meta que Dios quiere para todos los seres
humanos. Rey de poder solo puede haber uno. Reyes somos todos en la medida que
seamos servidores.
Cuando los hebreos
(nómadas) entran en contacto con la gente que vivía en ciudades, descubren las
ventajas de aquella estructura social y piden a Dios un rey. Los profetas lo
interpretaron como una traición (el único rey de Israel es Dios). El rey era el
que cuidaba de una ciudad o un pequeño grupo de pueblos. Era responsable del
orden; les defendía de los enemigos, se preocupaba de los alimentos, impartía
justicia... El Mesías esperado siempre respondió a esta dinámica. Los
seguidores de Jesús no aceptaron un cambio tan radical.
Solo en este
contexto podemos entender la predicación de Jesús sobre el Reino de Dios. Sin
embargo, el contenido que él le da es más profundo. En tiempo de Jesús, el
futuro Reino de Dios se entendía como una victoria del pueblo judío sobre los
gentiles y una victoria de los buenos sobre los malos. Jesús predica un Reino
de Dios del que nadie va a quedar excluido. El Reino que Jesús anuncia no tiene
nada que ver con las expectativas de los judíos de la época. Por desgracia
tampoco tiene nada que ver con las expectativas de los cristianos hoy.
Jesús, en el
desierto, percibió el poder como una tentación: “Te daré todo el poder de estos
reinos y su gloria”. En Juan, después de la multiplicación de los panes, la
multitud quiere proclamarle rey, pero él se escapa a la montaña, él solo. Toda
la predicación de Jesús gira entorno al “Reino”; pero no se trata de un reino
suyo, sino de Dios. Jesús nunca se propuso como objeto de su predicación. Es un
error confundir el Reino de Dios con el reino de Jesús. Mayor disparate es
querer identificarlo con la Iglesia, que es lo que pretendió la fiesta.
La característica
fundamental del Reino predicado por Jesús es que ya está aquí, aunque no se
identifica con las realidades mundanas. No hay que esperar a un tiempo
escatológico, sino que ha comenzado ya. "No se dirá, está aquí o está
allá, porque mirad: el reino de Dios está entre vosotros”. No se trata de
preparar un reino para Dios, se trata de un reino que es Dios. Cuando decimos
“reina la paz”, no estamos diciendo que la paz tenga un reino. Se trata de
hacer presente a Dios entre nosotros, descubriendo que debemos ser para los
demás.
Cualquier
connotación que el título tenga con el poder, tergiversa el mensaje de Jesús.
Una corona de oro en la cabeza y un cetro de brillantes en las manos, son mucho
más denigrantes que la corona de espinas y la caña. Si no descubrimos esto, es
que estamos proyectando sobre Jesús nuestros propios anhelos de poder. Ni el
“Dios todopoderoso” ni el “Cristo del Gran Poder” tienen absolutamente nada que
ver con el evangelio.
Jesús nos dijo: el
que quiera ser primero, sea el último y el que quiera ser grande, sea el
servidor. Ese afán de identificar a Jesús con el poder y la gloria es una
manera de justificar nuestro afán de poder. Nuestro yo, sostenido por la razón,
no ve más futuro que potenciarse al máximo. Como no nos gusta lo que dice
Jesús, tratamos por todos los medios de hacer le decir lo que a nosotros nos
interesa. Eso es lo que siempre hemos hecho con la Escritura.
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