jueves, 28 de noviembre de 2024

Primer Domingo de Adviento – Ciclo C (Profundizar)

 Primer Domingo de Adviento – Ciclo C (Lucas 21, 25-28) – diciembre 1, 2024 
Jer 33, 14-16 / Salmo 24 / 1 Tesalonicenses 3, 12 - 4, 2

 


Evangelio según san Lucas 21, 25-28

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Habrá señales prodigiosas en el sol, en la luna y en las estrellas. En la tierra, las naciones se llenarán de angustia y de miedo por el estruendo de las olas del mar; la gente se morirá de terror y de angustiosa espera por las cosas que vendrán sobre el mundo, pues hasta las estrellas se bambolearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube, con gran poder y majestad.

Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación. Estén alerta, para que los vicios, con el libertinaje, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida no entorpezcan su mente y aquel día los sorprenda desprevenidos; porque caerá de repente como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra.

Velen, pues, y hagan oración continuamente, para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder y comparecer seguros ante el Hijo del hombre.

Reflexiones Buena Nueva

#Microhomilia 

1er domingo de Adviento. “Ya llegan días…” nos recuerda el profeta Jeremías; entramos en el tiempo del Adviento. Suelo contar en este día la historia de Javier, un “niño” que padecía una discapacidad grave y vivía en una casa hogar para discapacitados, rodeado de mucha precariedad. Cada día, al despertar Javier en aquel entorno complicado, anunciaba que era hoy, que hoy llegaría su padre; no había espacio de aquella sala, ni corazón que lo escuchara que no se llenara de alegría y esperanza. -¡Hoy, hoy, hoy va a venir mi papá! Javier balbuceaba, comenzaba su fiesta, se dejaba bañar, comía y gozaba cada momento de su vida, lleno de mucha esperanza. Al finalizar la tarde, su papá no llegaba, la alegría de Javier bajaba, pero no se lamentaba ni perdía la esperanza, sólo lo envolvía el silencio, se dormía y esperaba. 

Esta es la llamada del Adviento: mantener la alegría que brota de la esperanza, de la certeza de que Él viene a restaurar, a rescatar, a salvarnos de nuevo. Y hay signos, hay señales alrededor nuestro, hay ya pequeños signos de esperanza. 

A los pocos años, por fin llegó el Padre de Javier y Padre nuestro, lo salvó, lo amó y le dio todo lo que Javier necesitaba. Javier fue una luz, un testigo de la esperanza. ¿A qué te invita el Adviento? ¿Cómo andas de esperanza? 

#FelizDomingo

“(...) Anímense y levanten la cabeza, porque muy pronto serán libertados” 

Cuentan la historia de un soldado que se acerca a su jefe inmediato y le dice: “–Uno de nuestros compañeros no ha regresado del campo de batalla, señor. Solicito permiso para ir a buscarlo”. “–Permiso denegado –replicó el oficial–. No quiero que arriesgue usted su vida por un hombre que probablemente ha muerto”. Haciendo caso omiso de la prohibición, el soldado salió, y una hora más tarde regresó mortalmente herido, transportando el cadáver de su amigo. El oficial, furioso, le gritó: ”–¡Ya le dije yo que había muerto! Dígame, ¿valía la pena ir allí para traer un cadáver arriesgando su propia vida?” Y el soldado moribundo respondió: “–¡Claro que sí, señor! Cuando lo encontré, todavía estaba vivo y pudo decirme: ‘¡Estaba seguro que vendrías!". En estos casos es cuando se entiende que un amigo es aquel que se queda cuando todo el mundo se ha ido. Los verdaderos amigos no calculan costos, ni están midiendo gota a gota su propia entrega. Un verdadero amigo no sabe de ahorros, ni de moderaciones en la generosidad. “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Juan 15, 13), decía Jesús antes de su propia entrega hasta la muerte, y muerte de cruz.

Lo que realmente hace novedosa nuestra fe, con respecto a otras religiones, es que nuestro Dios se encarnó, se hizo hombre, compartió nuestra condición humana, menos en el pecado, asumiendo todas las consecuencias de la encarnación. No nos dejó abandonados al poder de nuestras limitaciones, sino que vino a rescatarnos de nuestras miserias personales y sociales. Esta es la esperanza que nos anima y por la cual tenemos que estar despiertos para saber reconocerla y recibirla el día que se acerque: “Tengan cuidado y no dejen que sus corazones se endurezcan por los vicios, las borracheras y las preocupaciones de esta vida, para que aquel día no caiga de pronto sobre ustedes como una trampa. Porque vendrá sobre todos los habitantes de la tierra. Estén ustedes preparados, orando en todo tiempo, para que puedan escapar de todas estas cosas que van a suceder y para que puedan presentarse delante del Hijo del hombre”.

Estas advertencias que nos presenta el evangelio de hoy, pueden ser leídas con temor y temblor, porque anuncian acontecimientos extraordinarios: “Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra las naciones estarán confusas y se asustarán por el terrible ruido del mar y de las olas. La gente se desmayará de miedo al pensar en lo que va a sucederle al mundo; pues hasta las fuerzas celestiales serán sacudidas. Entonces se verá al Hijo del hombre venir en una nube con gran poder y gloria”. Sin embargo, san Lucas está invitando precisamente a lo contrario; no a sentir miedo, sino a llenarse de alegría por lo que va a suceder: “Cuando comiencen a suceder estas cosas, anímense y levanten la cabeza, porque muy pronto serán libertados”.

Cuando nos sintamos hundidos en medio de las dificultades personales o sociales, y parezca imposible levantar la cabeza por la vergüenza y la desesperación; cuando ya no haya luces que iluminen nuestro camino en medio de la noche cerrada, podemos estar seguros, como el soldado aquel con el que comenzamos, que Dios no nos dejará abandonados en medio del campo de batalla. Podremos decirle a Dios: “¡Estaba seguro de que vendrías!”, porque nuestro Dios vendrá, con toda certeza, a nuestro encuentro.

SIN MATAR LA ESPERANZA 

Jesús fue un creador incansable de esperanza. Toda su existencia consistió en contagiar a los demás la esperanza que él mismo vivía desde lo más hondo de su ser. Hoy escuchamos su grito de alerta: «Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Pero tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero».

Las palabras de Jesús no han perdido actualidad, pues también hoy seguimos matando la esperanza y estropeando la vida de muchas maneras. No pensemos en los que, al margen de toda fe, viven según aquello de «comamos y bebamos, que mañana moriremos», sino en quienes, llamándonos cristianos, podemos caer en una actitud no muy diferente: «Comamos y bebamos, que mañana vendrá el Mesías».

Cuando en una sociedad se tiene como objetivo casi único de la vida la satisfacción ciega de las apetencias y se encierra cada uno en su propio disfrute, allí muere la esperanza.

Los satisfechos no buscan nada realmente nuevo. No trabajan por cambiar el mundo. No les interesa un futuro mejor. No se rebelan frente a las injusticias, sufrimientos y absurdos del mundo presente. En realidad, este mundo es para ellos «el cielo» al que se apuntarían para siempre. Pueden permitirse el lujo de no esperar nada mejor.

Qué tentador resulta siempre adaptarnos a la situación, instalarnos confortablemente en nuestro pequeño mundo y vivir tranquilos, sin mayores aspiraciones. Casi inconscientemente anida en nosotros la ilusión de poder conseguir la propia felicidad sin cambiar para nada el mundo. Pero no lo olvidemos: «Solamente aquellos que cierran sus ojos y sus oídos, solamente aquellos que se han insensibilizado, pueden sentirse a gusto en un mundo como este» (R. A. Alves).

Quien ama de verdad la vida y se siente solidario de todos los seres humanos sufre al ver que todavía una inmensa mayoría no puede vivir de manera digna. Este sufrimiento es signo de que aún seguimos vivos y somos conscientes de que algo va mal. Hemos de seguir buscando el reino de Dios y su justicia.

 

DIOS ESTÁ SIEMPRE AHÍ 

Hoy primer domingo de Adviento, os propongo unos apuntes sobre cómo debemos entender las Escrituras, que son la base de toda liturgia. Es la ciencia la que nos obliga a salir de nuestra ceguera. A Galileo casi le cuesta la vida decir que la tierra se mueve. El argumento de la Iglesia era: la Biblia dice lo contrario. La Biblia no tenía razón, pero sí Galileo. Hoy el problema es más grave, porque atañe a la manera de interpretar la biblia. Ni una sola frase debemos entender literalmente. Toda ella es mítica, teología narrativa.

Es la ciencia la que nos obliga a dar el cambio. Los medios con que contamos hoy son increíbles. Podemos descubrir lo que hay varios metros por debajo de la tierra sin tocarla. Podemos datar con increíble precisión una mínima parte de materia orgánica o de roca. Muchas otras ciencias están al servicio de la arqueología. La sociología nos permite comprender las circunstancias en que vivían sociedades de las que no sabíamos nada. La historia es capaz de ir más allá de lo que podíamos imaginar hace solo unas décadas.

También el mejor conocimiento de las primeras lenguas escritas nos permite aquilatar el significado de los textos de manera mucho más precisa. La exégesis nos permite interpretar esos mismos textos más de acuerdo con la manera de pensar de cada época. Todos estos avances científicos nos obligan a repensar lo que hasta ahora creíamos de los textos bíblicos. El resultado es que los relatos que han llegado a nosotros no quieren decir lo que, durante mucho tiempo, estábamos convencidos que nos decían.

Lo primero que llama la atención es que todo el AT se escribió entre el s. VII y el IV antes de Cristo. En el siglo séptimo no podían tener ni idea de lo que pasó en tiempo de Noé. Los grandes patriarcas son personajes míticos y todo lo que se dice de ellos no son más que relatos fantásticos utilizando los mitos y leyendas que circulaban en las culturas del entorno. Haber metido a Dios en los relatos no significa que haya intervenido en la historia para dirigirla y condicionarla. Dios no pudo elegir a un pueblo y hacer maravillas en su favor, sobre todo, si, como pasa casi siempre, es en contra de los demás pueblos.

David no fundó ningún imperio. En la arqueología no hay ni rastros de ese poderío. Si existió realmente, no pasó de ser un jefe de bandoleros que se hizo con el mando de una tribu. Entonces Sión no era más que un pueblucho sin ninguna capacidad organizativa, menos aún como centro de un imperio. Es probable que Judea no llegara a los 2.000 habitantes; mal podía tener un ejército de 30.000. La fastuosidad de Salomón no fue más que una leyenda. Puede ser que construyera el primer templo, pero ahí acabaría todo.

Los análisis genéticos han demostrado que los judíos no son una raza especial, que llegaron de otra parte. Son de la misma estirpe que los demás habitantes de Palestina. Tampoco se ha encontrado rastro de una emigración del pueblo judío a Egipto. Los egipcios llevaban las anotaciones de los acontecimientos importantes. No hay ni rastro de una población judía en su territorio. En tiempos del Éxodo, los egipcios tenían vigiladas todas las fronteras con militares que les permitían controlar todo flujo de personas.

Es imposible que salieran de Egipto unos 600.000 varones sin que eso quedase reflejado como un peligro. Es imposible que un número tan descomunal de personas pasaran cuarenta años en el desierto sin dejar el más mínimo rastro. No hubo ninguna teofanía en el Sinaí ni Moisés recibió ninguna tabla con los mandamientos. No hubo ninguna conquista de las tierras de Canaán, porque los judíos siempre estuvieron allí. No pudieron derrumbarse las murallas de Jericó, porque no era más que una aldea insignificante.

Pero, entonces ¿por qué se escribieron todos esos relatos fantásticos que no hacen más que ponderar la intervención de Dios a favor de un pueblo, casi siempre, machacando a otros pueblos? Todos los relatos tuvieron un objetivo muy claro: intentar mantener la esperanza de un pueblo que se sentía zarandeado por todas partes y con muy pocas posibilidades de subsistir. A la vuelta del destierro, el pueblo judío quedó reducido a un puñado de personas de los más bajos estamentos sociales. Lo que consiguieron los escritores fue mantener la esperanza y la energía necesarias para superar las dificultades.

Esto nos tiene que hacer pensar y aceptar que hemos estado leyendo la Escritura de una manera demasiado simplista. Aunque lo que cuentan no concuerde con lo que pasó, sigue teniendo su valor, porque nos invita a buscar una salvación en Dios más allá de las que podemos encontrar por nuestra cuenta. Pero las dificultades que encontraron y cómo fueron capaces de superarlas, eso sí es un hecho histórico. Esto es lo que nos debía preparar a aceptar la lección que aquella actitud puede darnos hoy y buscar una salvación no venida de fuera, sino descubierta en profundo de todo ser humano.

Todo el año litúrgico es un montaje que hemos construido. Dios no está sometido a este artificio. Dios no tiene que venir de ninguna parte. Está siempre ahí esperando que lo descubramos. Nosotros sí necesitamos esos artificios para aprovechar el tiempo y el lugar oportunos para ese encuentro. Se trata de un intento de armonizar el presente con el pasado y el final. Empezamos el Adviento con lecturas apocalípticas con las que terminamos el año litúrgico. El pasado y el futuro debemos afrontarlos desde el presente.

El evangelio que hemos leído refleja el ambiente apocalíptico que se vivía en las primeras comunidades cristianas. Están escritos desde una visión mítica del mundo, del hombre y de Dios. Desde esa perspectiva, Dios había creado toda la realidad visible quedándose al margen de ella, pero gobernándola desde las alturas. El hombre había envenenado la creación con su conducta, pero no tenía capacidad de enderezarla. Dios perdonaría a los humanos y con el mismo poder que creó, recrearía el mundo malogrado eliminando el mal.

Nuestro universo conceptual es muy distinto. La creación no es un acto de la potencia de Dios que ‘hace’ algo fuera de Él, sino que todo lo que existe es la manifestación de lo divino que permanece escondido en lo hondo de toda realidad. Como reflejo de lo divino todo es esencialmente bueno. El maniqueísmo nos empuja a dividir la realidad en opuestos irreconciliables, pero para Dios todo está en una eterna armonía. Nuestra falta de perspectiva nos hace ver el mal que solo está en nuestra cabeza.

La gran noticia no es que Dios viene, sino que no tiene que venir porque siempre está en ti. Ni Jesús ni Dios tienen que hacer nada. Jesús, porque lo hizo todo durante su vida. Dios, porque lo está haciendo todo en cada instante. No tienes que esperar ninguna salvación venida de fuera. Todo lo que puedes llegar a ser ya lo eres. Tu tarea consiste en descubrir tu verdadero ser y simplemente serlo. Todas la ofertas venidas de fuera están encaminadas a satisfacer tu falso yo y por lo tanto son engañosas.

 

 

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