Evangelio según
san Juan 15, 9-17
Éste es mi mandamiento: que
se amen los unos a los otros como yo los he amado. Nadie tiene amor más grande
a sus amigos que el que da la vida por ellos. Ustedes son mis amigos, si hacen
lo que yo les mando. Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que
hace su amo; a ustedes los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo
que le he oído a mi Padre.
No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido y los ha
destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca, de modo que el
Padre les conceda cuanto le pidan en mi nombre. Esto es lo que les mando: que
se amen los unos a los otros''.
No vayas, no digas, no veas, no, no, no, no. Algunos creen que en vivir atentos a muchas cosas que no debemos hacer, hemos de manifestar nuestro amor a Dios. No falta incluso aquella persona que en torno al sacramento de la reconciliación, ofrece una lista de cosas prohibidas, como propuesta de revisión. Vivir desde en esa moral del NO, nos hace vivir asustados, doblados con las cargas de tanto NO; nos hace vivir reclamando, señalando y persiguiendo el cumplimiento de la prohibición. Hoy la Palabra nos coloca con claridad la llamada que tenemos, el fundamento moral de nuestra religión: Vivir en el amor. ¡Ámense! "Porque quien no ama, no ha conocido a Dios". Porque amamos no dañamos, ni destruimos, construimos y cuidamos reflejando el amor de Dios.
Al caer la noche, hay que preguntarnos cómo y cuánto es que amamos hoy, ¿en dónde nos faltó el amor? Porque en eso seremos examinados cuando estemos frente a nuestro Dios, que es amor. ¿Cómo estás amando?¿Dónde con quién se te está dificultando vivir en el amor? Pidamos a Dios que no envíe su Espíritu, que nos libera y no fortalece para vivir en el amor. #FelizDomingo
El 10 de octubre de 1982, en la gran plaza de san Pedro de Roma, el papa Juan Pablo II canonizó a un paisano suyo: Maximiliano Kolbe, sacerdote franciscano, nacido el 8 de enero de 1894 en la ciudad de Zdunska Wola. Estuvo presente en este acto un testigo excepcional: Franciszek Gajowniczek, un polaco ya anciano que, cuarenta y un años antes, había salvado su vida en el campo de concentración de Auschwitz, gracias al heroico gesto del nuevo santo.
Este hombre cuenta así su experiencia de aquel verano de 1941: “Yo era un veterano en el campo de Auschwitz; tenía en mi brazo tatuado el número de inscripción: 5659. Una noche, al pasar los guardianes lista, uno de nuestros compañeros no respondió cuando leyeron su nombre. Se dio al punto la alarma: los oficiales del campo desplegaron todos los dispositivos de seguridad; salieron patrullas por los alrededores. Aquella noche nos fuimos angustiados a nuestros barracones. Los dos mil internados en nuestro pabellón sabíamos que nuestra alternativa era bien trágica; si no lograban dar con el escapado, acabarían con diez de nosotros. A la mañana siguiente nos hicieron formar a todos los dos mil y nos tuvieron en posición de firmes desde las primeras horas hasta el mediodía. Nuestros cuerpos estaban debilitados al máximo por el trabajo y la escasísima alimentación. Muchos del grupo caían exánimes bajo aquel sol implacable. Hacia las tres nos dieron algo de comer y volvimos a la posición de firmes hasta la noche. El coronel Fritsch volvió a pasar lista y anunció que diez de nosotros seríamos ajusticiados”.
A la mañana siguiente, Franciszek Gajowniczek fue uno de los diez elegidos por el coronel de la SS para ser ajusticiados en represalia por el escapado. Cuando Franciszek salió de su fila, después de haber sido señalado por el coronel, musitó estas palabras: “Pobre esposa mía; pobres hijos míos”. El P. Maximiliano estaba cerca y oyó estas palabras. Enseguida, dio un paso adelante y le dijo al coronel: “Soy un sacerdote católico polaco, estoy ya viejo. Querría ocupar el puesto de ese hombre que tiene esposa e hijos”. Su ofrecimiento fue aceptado por el oficial nazi y Maximiliano Kolbe, que tenía entonces 47 años, fue condenado, junto con otros nueve prisioneros, a morir de hambre. Tres semanas después, el único prisionero que seguía vivo era el P. Kolbe, de modo que le fue aplicada una inyección letal que terminó definitivamente con su vida. Maximiliano Kolbe había vivido su ministerio pastoral en Polonia y Japón, donde había pasado cinco años como misionero. Con este gesto sellaba una vida de entrega permanente.
Jesús nos invita a amarnos como Él nos ama: “Mi mandamiento es este: Que se amen unos a otros como yo los he amado a ustedes”. Y en seguida explica lo que esto significa: “El amor más grande que uno puede tener es dar su vida por sus amigos”. Es decir, que el amor que Jesús nos tiene es un amor capaz de entregar la propia vida para que los demás vivan. Esa es la tarea de todos los que queremos seguir a Jesús. Esta es la fuente de nuestra alegría: “Les hablo así para que se alegren conmigo y su alegría sea completa”. No siempre se tratará de situaciones tan extremas como las que vivió san Maximiliano Kolbe, pero siempre el amor pasa por la entrega de la propia vida.
No se trata de una frase más. Este mandato, cargado de
misterio y de promesa, es la clave del cristianismo: «Como el Padre me ha
amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor». Estamos tocando aquí el
corazón mismo de la fe cristiana, el criterio último para discernir su verdad.
Únicamente «permaneciendo en el amor» podemos caminar en la verdadera
dirección. Olvidar este amor es perdernos, entrar por caminos no cristianos,
deformarlo todo, desvirtuar el cristianismo desde su raíz.
Y, sin embargo, no siempre hemos permanecido en este amor.
En la vida de bastantes cristianos ha habido y hay todavía demasiado temor,
demasiada falta de confianza filial en Dios. La predicación que ha alimentado a
esos cristianos ha olvidado demasiado el amor de Dios, ahogando así aquella
alegría inicial, viva y contagiosa que tuvo el cristianismo.
Aquello que un día fue «Buena Noticia», porque anunciaba a
las gentes «el amor insondable» de Dios, se ha convertido para bastantes en la
mala noticia de un Dios amenazador, que es rechazado casi instintivamente
porque no deja ser ni vivir.
Sin embargo, la fe cristiana solo puede ser vivida, sin
traicionar su esencia, como experiencia positiva, confiada y gozosa. Por eso,
en este momento en que muchos abandonan un determinado «cristianismo» –el único
que conocen–, hemos de preguntarnos si, en la gestación de este abandono, y
junto a otros factores, no se esconde una reacción colectiva contra un anuncio
de Dios poco fiel al evangelio.
La aceptación de Dios o su rechazo se juega, en gran
parte, en el modo en que lo sentimos de cara a nosotros. Si lo percibimos solo
como vigilante implacable de nuestra conducta haremos cualquier cosa para
rehuirlo. Si lo experimentamos como amigo que impulsa nuestra vida, lo
buscaremos con gozo. Por eso, uno de los servicios más grandes que la Iglesia
puede hacer al ser humano es ayudarle a pasar del miedo al amor de Dios.
Sin duda hay un temor a Dios que es sano y fecundo. La
Escritura lo considera «el comienzo de la sabiduría». Es el temor a malograr
nuestra vida cerrándonos a él. Un temor que despierta a la persona de la
superficialidad y le hace volver hacia Dios. Pero hay un miedo a Dios que es
malo. No acerca a Dios. Al contrario, aleja cada vez más de él. Es un miedo que
deforma el verdadero ser de Dios, haciéndolo inhumano. Un miedo dañoso, sin
fundamento real, que ahoga la vida y el crecimiento sano de la persona.
Para muchos, este puede ser el cambio decisivo. Pasar del miedo a Dios, que no engendra sino rechazo más o menos disimulado, a una confianza en él que hace brotar en nosotros esa alegría prometida por Jesús: «Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a la plenitud».
El evangelio de hoy es continuación del que leímos el domingo pasado. Sigue explicando en qué consiste esa pertenencia del cristiano a la vid. Poniendo como modelo su unión con el Padre, muestra a Jesús la esencia de su mensaje. Sin metáforas nos coloca ante el centro del mensaje: El AMOR. En el c. 13 ya nos había dado la consigna: un mandamiento nuevo os doy. Solo el amor nos hace humanos.Es el mandamiento nuevo, por oposición al mandamiento antiguo, la Ley. Queda estableció la diferencia entre las dos alianzas. Jesús no manda amar a Dios ni amarle a él, sino amar como él ama. No se trata de una ley sino de una consecuencia de la Vida de Dios y que se ha manifestado en Jesús. “Un amor que responde a su amor” (Jn 1,16). El amor que pide Jesús tiene que surgir de dentro, no imponerse desde fuera.Juan emplea la palabra “ágape”. Los primeros cristianos emplearon ocho palabras para designar el amor: agape, caritas, philia, dilectio, eros, libido, stergo, nomos. Ninguna de ellas excluye a las otras, pero solo el “ágape” expresa el amor sin mezcla alguna de egoísmo. Sería el puro don de sí mismo, solo posible en Dios. Está haciendo referencia a Dios, es decir, al grado más elevado de don de sí mismo. No está hablando de amistad o de una “caridad”. Se trata de desplegar una cualidad exclusiva de Dios.Dios demostró su amor a Jesús con el don de sí mismo. Jesús está en la misma dinámica con los suyos, les manifiesta su amor hasta el extremo. El amor de Dios es la realidad primera y fundante. Juan lo ha dejado bien claro en la segunda lectura: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó”. Descubrir esa realidad y vivirla es la tarea del que sigue a Jesús. Es ridículo seguir enseñando que Dios nos ama si somos buenos y nos rechaza si somos malos.Hay una diferencia que tenemos que aclarar. Dios no es un ser que ama. Dios es el amor. En Él, el amor es su esencia, no una cualidad como en nosotros. Yo puedo amar o dejar de amar y seguiré siendo yo. Si Dios dejara de amar un solo instante, dejaría de existir. Dios manifiesta su amor a Jesús ya mí, pero no lo hace como nosotros. No podemos esperar de Dios “muestras puntuales de amor”, porque no podemos dejar de amar un instante. Jesús sí puede manifestar el amor de Dios amando como humano.Juan intenta trasmitirnos que, hablando con propiedad, Dios no puede ser amado. Él es el amor con el que yo amo, no el objeto de mi amor. Aquí está la razón por la que Jesús se olvida del primer mandamiento de la Ley: “amar a Dios sobre todas las cosas”. Juan comprendió perfectamente el problema, y deja muy claro que solo hay un mandamiento: amar a los demás como Jesús nos ha amado. Es decir, manifestar plenamente ese amor, que es Dios, en nuestras relaciones con los demás.No se puede imponer el amor por decreto. Todos los esfuerzos que hagamos por cumplir un "mandamiento" de amor están abocados al fracaso. El esfuerzo tiene que estar encaminado a descubrir a Dios que es amor dentro de nosotros. Todas las energías, que empleamos en ajustarnos a una programación, tienen que estar dirigidas a tomar conciencia de nuestro verdadero ser. Solo después de un conocimiento intuitivo de lo que Dios es en mí, podrás descubrir los motivos del verdadero amor.El amor del que nos habla el evangelio es mucho más que instinto o sentimiento. A veces tiene que superar sentimientos e ir más allá del instinto. Esto nos lleva a sentirnos incapaces de amar. Los sentimientos de rechazo a un terrorista pueden hacernos creer que nunca llegaré a amarle. El sentimiento es instintivo y anterior a la intervención de nuestra voluntad. El amor es más que sentimiento. La prueba de fuego del amor es el amor al enemigo. Si no llego hasta ese nivel, todo lo demás es engaño.El amor no es sacrificio ni renuncia, sino elección gozosa. Esto que acaba de decirnos el evangelio no es fácil de comprender. Tampoco esa alegría de la que nos habla Jesús es un simple sentimiento pasajero; se trata de un estado permanente de plenitud y bienestar, por haber encontrado tu verdadero ser que es inmutable. Una vez que has descubierto tu ser luminoso e indestructible, desaparece todo miedo, incluido el miedo a la muerte. Sin miedo no hay sufrimiento. Surgirá espontáneamente la alegría.Solo cuando has descubierto que lo que realmente eres no puedes perderlo, estás en condiciones de vivir para los demás sin límites. El verdadero amor es don total. Si hay límite en mi entrega, no he alcanzado el amor evangélico. Dar la vida, por los amigos y por los enemigos, es la consecuencia lógica del verdadero amor. No se trata de dar la vida biológica muriendo, sino de poner todo lo que somos al servicio de los demás.Ya no os llamo siervos. No tiene ningún sentido hablar de siervo y de señor. Más que amigos, más que hermanos, identificados en el mismo ser de Dios, ya no hay lugar ni para el “yo” ni para lo “mío”. Comunicación total en el orden de ser. Jesús se lo acaba de demostrar lavándoles los pies. La eucaristía dice exactamente lo mismo: Yo soy pan que me parto y me reparto para que me coman. Yo soy sangre (vida) que se derrama por todos para comunicarles esa misma Vida. Jesús lo compartió todo.Os he hablado de esto para que vuestra alegría llegue a plenitud. Es una idea que no siempre hemos tenido clara en el cristianismo. Dios quiere que seamos felices con una felicidad plena y definitiva, no con la felicidad que puede dar la satisfacción de nuestros sentidos. La causa de esa alegría es saber que Dios comparte su mismo ser con nosotros. Nos decía un maestro de novicios: “Un santo triste es un triste santo”.No me elegisteis vosotros a mí, os elegí yo a vosotros. Debemos recuperar esta vivencia. El amor de Dios es lo primero. Dios no nos ama como respuesta a lo que somos o hacemos, sino por lo que es Él. Dios ama a todos de la misma manera, porque no puede amar más a uno que a otro. De ahí el sentimiento de acción de gracias en las primeras comunidades cristianas. De ahí el nombre que dieron los primeros cristianos al sacramento del amor. “Eucaristía” significa exactamente acción de gracias.Cualquier relación con Dios, sin un amor manifestado en obras, será pura idolatría. La nueva comunidad no se caracterizará por doctrinas, ni ritos, ni normas morales. El único distintivo debe ser el amor manifestado. Jesús no funda un club cuyos miembros tienen que ajustarse a unos estatutos sino una comunidad que experimenta a Dios como amor y cada miembro lo imita, amando como Él. Esta oferta no la puede hacer la institución, por eso se muestra a Jesús tan distante e independiente de todas ellas.
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