Domingo de Pentecostés – Ciclo C (Juan 20, 19-23) – 5 de junio de 2022
Juan 20, 19-23
Evangelio según san Juan 20, 19-23
—¡Paz a ustedes!
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y ellos se alegraron de ver al Señor. Luego Jesús les dijo otra vez:
Y sopló sobre ellos, y les dijo:
—Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar.
Reflexiones Buena Nueva
#Microhomilia
"Esperar lo que ya se posee no es tener esperanza, porque, ¿cómo se
puede esperar lo que ya se posee?, En cambio, si esperamos algo que todavia no
poseemos, tenemos que esperarlo con paciencia". (Romanos 8,22-27)
¿Qué nos hace falta? ¿Qué necesitamos y no tenemos en nuestra vida? Hoy la Palabra nos llama a mantener la esperanza.
El Espíritu ya descendió de lo alto, lo hemos recibido en la creación y
en nuestros corazones; hemos recibido sus dones: sabiduría, inteligencia,
consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. En cada una y en cada uno,
el Espíritu se expresa de manera única y nos hace participes de la
transformación del mundo, constructores de esperanza. Pero, quizás hace tiempo
que creemos que necesitamos lo que queremos, o que somos lo que nos dijeron que
debemos ser. Quizás nos ha ganado un "realismo" que nos hace ya no
creer, ya no esperar, y en entonces nos sumergimos en ruidos y lamentos que ya
no nos dejan escuchar al Espíritu y llegamos a creer que somos miserables.
Hoy domingo de Pentecostés clamemos desde lo más profundo de nuestras
entrañas: Ven, Dios Espíritu Santo, dame luz, consuelo, fuego en mi corazón;
inspírame, lávame, cura mis heridas, doblega mi soberbia, calienta y fecunda mi
alma.
Que el Resucitado nos regale su paz.
#FelizDomingo
“Reciban el Espíritu Santo”
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
He oído que la experiencia de fe en las personas tiene cuatro etapas: La
primera es la que viven los niños. Ellos creen lo que les dice su mamá, su papá
o su profesor. Las personas mayores son las que les dan seguridad y sentido.
Solos, no se sienten capaces de afrontar los peligros que constantemente los
acechan. No se imaginan la vida sin tener estas personas a su lado. Una segunda
etapa en el camino de la fe es la que viven los jóvenes, que creen en lo que
ven hacer a sus mayores y no en lo que les dicen. Exigen coherencia,
resultados. No se fían de las palabras que se lleva el viento. Necesitan pruebas,
al estilo de Tomás, que necesitaba ver las heridas en las manos, en los pies y
en el costado del Señor. La tercera etapa es la de los adultos, que creen
solamente en lo que ellos mismos hacen y no en lo que les dicen los demás o en
lo que ven hacer a los otros. Las personas adultas se van haciendo autónomas,
se rigen por sus propios principios. Un adulto sabe que lo que él mismo no
hace, nadie lo hará por él. La cuarta etapa que vivimos en nuestro camino de
fe, es la del anciano, que cree en Dios, sin más. Ha vivido muchas experiencias
y se ha ido desengañando de infinidad de seguridades pasajeras que tuvo a lo
largo de su existencia. Confió en sus estudios, en su trabajo, en sus
amistades, en las posesiones que tuvo. Pero, poco a poco, se ha dado cuenta de
que todo esto no eran más que vanidades. Sabe que se acerca el momento
definitivo del encuentro con el único Señor de su vida.
Lo que está detrás de todo esto es la experiencia del despojo que vamos
viviendo cada día y que se acentúa a medida que pasan los años. Un anciano ya
no tiene papá ni mamá. Ya no tiene profesores. Ya no tiene modelos de
referencia en otros adultos. Ya no se tiene ni siquiera a sí mismo. Se siente
sin fuerzas. No tiene otra alternativa que sentirse en las manos de Dios como
el niño de pecho se siente en manos de su madre. La vida nos va despojando,
poco a poco, de nuestras seguridades, hasta que nos piden entregar la misma
vida. Dicen que una vez en un velorio de un señor que había sido muy rico, los
que acompañaban a la familia del difunto discutían sobre lo que había dejado
este señor. Hacían cuentas y no lograban calcular la herencia que había dejado
a sus descendientes. Hasta que vino un hombre sabio y le dijo a los que
conversaban sobre esto: «Yo sé
exactamente cuánto dejó este señor». «¿Cuánto dejó?»
Preguntaron todos, intrigados de que tuviera el dato exacto. Y el hombre dijo: «Lo dejó TODO. Nadie se lleva nada de este mundo».
Hay que reconocer que esta visión de las cosas
es un poco pesimista. Según esto, sólo los ancianos llegan a tener una fe
auténtica. Sin embargo, creo que tiene mucho de verdad. Vamos a tientas,
poniendo nuestra fe en miles de cosas que no son Dios. Y muy lentamente, nos
vamos abriendo a una confianza plena en la acción del Señor en nuestras vidas.
La celebración de hoy es un excelente momento para preguntarnos por nuestra fe.
Para preguntarnos por aquello en que hemos puesto nuestra confianza. ¿Dónde
están nuestras seguridades? El resucitado sopló sobre sus discípulos y les
dijo: “Reciban el Espíritu Santo”. La pregunta que tenemos que hacernos hoy es
si creemos, efectivamente, que hemos recibido el Espíritu Santo en nuestro
bautismo y si lo seguimos recibiendo cada día a través de los sacramentos, como
el regalo más precioso que nos dejó el Señor. No deberíamos esperar a estar ya
al borde de la muerte para vivir una fe que sea capaz de soltarse de todo para
dejarse llevar por Dios. Para creer en el Espíritu Santo que el Señor nos
regaló.
ACOGER
LA VIDA
Hablar del «Espíritu Santo» es hablar de lo que
podemos experimentar de Dios en nosotros. El «Espíritu» es Dios actúa en
nuestra vida: la fuerza, la luz, el aliento, la paz, el consuelo, el fuego que
podemos experimentar en nosotros y cuyo origen último está en Dios, fuente de
toda vida.
Esta acción de Dios en nosotros se produce casi
siempre de forma discreta, silenciosa y callada; el mismo creyente solo intuye
una presencia casi imperceptible. A veces, sin embargo, nos invade la certeza,
la alegría desbordante y la confianza total: Dios existe, nos ama, todo es
posible, incluso la vida eterna.
El signo más claro de la acción del Espíritu es
la vida. Dios está allí donde la vida se despierta y crece, donde se comunica y
expande. El Espíritu Santo siempre es «dador de vida»: dilata el corazón,
resucita lo que está muerto en nosotros, despierta lo dormido, pone en
movimiento lo que había quedado bloqueado. De Dios siempre estamos recibiendo
«nueva energía para la vida» (Jürgen Moltmann).
Esta acción recreadora de Dios no se reduce
solo a «experiencias íntimas del alma». Penetra en todos los estratos de la
persona. Despierta nuestros sentidos, vivifica el cuerpo y reaviva nuestra
capacidad de amar. Por decirlo quizás, el Espíritu conduce a la persona a
vivirlo todo de forma diferente: desde una verdad más honda, desde una
confianza más grande, desde un amor más desinteresado.
Para bastantes, la experiencia fundamental es
el amor de Dios, y lo dicen con una frase sencilla: «Dios me ama». Esa
experiencia les devuelve su dignidad indestructible, les da fuerza para
levantarse de la humillación o el desaliento, les ayuda a encontrarse con lo
mejor de sí mismos.
Otros no pronuncian la palabra «Dios», pero
experimentan una «confianza fundamental» que les hace amar la vida a pesar de
todo, enfrentarse a los problemas con ánimo, buscar siempre lo bueno para todos.
Nadie vive privado del Espíritu de Dios. En todos está él atrayendo nuestro ser
hacia la vida. Acogemos al «Espíritu Santo» cuando acogemos la vida. Este es
uno de los mensajes más básicos de la fiesta cristiana de Pentecostés.
EL ESPÍRITU
NO TIENE QUE VENIR DE NINGUNA PARTE
Rematamos el tiempo pascual con tres fiestas.
Pentecostés, Trinidad y Corpus. Las tres hablan de Dios. Pero no desde el punto
de vista filosófico o científico sino en cuanto se relaciona con cada uno de
nosotros. De la realidad de Dios en sí mismo no sabemos nada; pero podemos
experimentar su presencia como realidad que fundamenta y sostiene nuestra
realidad, no desde fuera, sino desde lo hondo del ser. Pentecostés propone la
relación con Dios que es Espíritu y hasta qué punto podemos descubrirlo.
Pentecostés, es una fiesta eminentemente
pascual. Sin la presencia del Espíritu, la experiencia pascual no hubiera sido
posible. La totalidad de nuestro ser está empapado de Dios-Espíritu. Es curioso
que se presente la fiesta de Pentecostés en los Hechos, como la otra cara del
episodio de la torre de Babel. Allí el pecado dividió a los hombres, aquí el
Espíritu los congrega y une. Siempre es el Espíritu el que nos lleva a la
unidad y por lo tanto el que nos invita a superar la diversidad que es fruto de
nuestro falso yo.
El relato de los Hechos que hemos leído es
demasiado conocido, pero no es tan fácil de interpretar. Pensar en un
espectáculo de luz y sonido nos aleja del mensaje que quiere trasmitir. Lucas
nos está hablando de la experiencia de la primera comunidad, no está haciendo
una crónica periodística. En el relato utiliza los simbolos que habia utilizado
ya el AT. Fuego, ruido, viento. Los efectos de esa presencia no quedan
reducidos al círculo de los reunidos, sino que sale a las calles, donde estaban
hombres de todos los países.
El Espíritu está viniendo siempre. Mejor dicho,
no tiene que venir de ninguna parte. (Lucas narra en los Hch, cinco venidas del
Espíritu). Las lecturas que hemos leído nos dan suficientes pistas para no
despistarnos. En la primera se habla de una venida espectacular (viento, ruido,
fuego), haciendo referencia a la teofanía del Sinaí. Coloca el evento en la
fiesta judía de Pentecostés, convertida en la fiesta de la renovación de la
alianza. La Ley ha sido sustituida por el Espíritu. Juan habla de su venida el
día de Pascua.
No es facil superar errores. No es un personaje
distinto del Padre y del Hijo, que anda por ahí haciendo las suyas. Se trata
del Dios UNO más allá de toda imagen. No es un don que nos regala el Padre o el
Hijo sino Dios como DON absoluto que hace posible todo lo que podemos llegar a
ser. No es una realidad que tenemos que conseguir una fuerza de oraciones y
ruegos, sino el fundamento de mi ser, del que surge todo lo que soy.
Es difícil interpretar la palabra “Espíritu” en
la Biblia. Tanto el “ruah” hebreo como el “pneuma” griego, tienen una gama tan
amplia de significados que es imposible precisar a qué se refiere en cada caso.
El significado predominante es una fuerza invisible pero eficaz que se identifica
con Dios y que capacita al ser humano para realizar tareas que superan sus
posibilidades. El significado primero era el espacio entre el cielo y la
tierra, de donde los animales sorben la vida y nos abre una perspectiva muy
interesante.
Los evangelios dejan muy claro que todo lo que
es Jesús, se debe a la acción del Espíritu: "concebido por el Espíritu
Santo." "Nacido del Espíritu". "Desciende sobre él el
Espíritu". "Ungido con la fuerza del Espíritu". “Como era hombre
lo mataron, como poseía el Espíritu fue devuelto a la vida”. Está claro que la
figura de Jesús no podría entenderse si no fuera por la acción del Espíritu.
Pero no es menos cierto que no descubrimos lo que es realmente el Espíritu si
no fuera por lo que Jesús, desde su experiencia, nos ha revelado.
Hoy se quiere resaltar que gracias al Espíritu,
algo nuevo comienza. De la misma manera que al comienzo de la vida pública
Jesús fue ungido por el Espíritu en el bautismo y con ello queda capacitado
para llevar a cabo su misión, ahora la tarea encomendada a los discípulos será
posible gracias a la presencia del mismo Espíritu. De esa fuerza, nace la
comunidad, constituida por personas que se dejan guiar por el Espíritu para
llevar a cabo la misión. No se puede hablar del Espíritu sin hablar de unidad e
integración y amor.
La experiencia inmediata, que nos llega a
través de los sentidos, es que somos materia, por lo tanto, limitación,
contingencia, inconsistencia, etc. Con esta perspectiva nos sentiremos siempre
inseguros, temerosos, tristes. La Experiencia mística nos lleva a una manera
distinta de ver la realidad. Descubrimos en nosotros algo absoluto, sólido,
definitivo que es más que nosotros, pero es también parte de nosotros mismos.
Esa vivencia nos traería la verdadera seguridad, libertad, alegría, paz,
ausencia de miedo.
No se trata de entrar en un mundo diferente,
acotado para un número reducido de personas, a las que se premia con el don del
Espíritu. Es una realidad que se ofrece a todos como la más alta posibilidad de
ser, de alcanzar una plenitud humana que todos debemos proponer como meta.
Cercenamos nuestras posibilidades de ser cuando reducimos nuestras expectativas
a logros puramente biológicos, psicológicos, intelectuales. Si nuestro
verdadero ser es espiritual y nos quedamos en la exclusiva valoración de la materia,
devaluamos nuestra trayectoria humana y reducimos el campo de posibilidades.
La experiencia del Espíritu es de cada persona
concreta, pero empuja siempre a la construcción de la comunidad, porque, una
vez descubierta en uno mismo, en todos se descubre esa presencia. El Espíritu
se otorga siempre “para el bien común”. Fijaros que, en contra de lo que se
cuenta, no se da el Espíritu a los apóstoles, sino a los discípulos, es decir,
a todos los seguidores de Jesús. La trampa de autorizar la exclusividad del
Espíritu a la jerarquía se ha utilizado para justificar privilegios, control y
poder.
El Espíritu no produce personas uniformes como
si fueran fruto de una clonación. Es esta otra trampa para justificar toda
clase de imposiciones y sometimientos. El Espíritu es una fuerza vital y
enriquecedora que potencia en cada una de las diferentes cualidades y
aptitudes. La uniformidad pretendida no es más que la consecuencia de nuestro
miedo, o del afán de confianza en el control de las personas y no en la fuerza
del mismo Espíritu.
En la celebración de la eucaristía deberíamos
poner más atención a esa presencia del Espíritu. Un dato puede hacer comprender
cómo hemos ido devaluando la presencia del Espíritu en la celebración de la
eucaristía. Durante muchos siglos el momento más importante de la celebración
fue la epíclesis, es decir, la invocación del Espíritu que el sacerdote hizo
sobre el pan y el vino. Solo mucho más tarde se confirió un poder especial, que
ha llegado a ser mágico, a las palabras que hoy llamamos “consagración”.
La primera lectura nos invita a una reflexión
muy sencilla: ¿hablamos los cristianos, un lenguaje que puedan entender hoy
todos los hombres? Mucho me temo que no, porque no nos dejamos por el Espíritu,
sino por nuestras programas ideológicos. Solo hay un lenguaje que pueden
entender todos los seres humanos, el lenguaje del amor.
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