jueves, 29 de mayo de 2025

LA ASCENCIÓN DEL SEÑOR – Ciclo C (Profundizar)

LA ASCENCIÓN DEL SEÑOR Ciclo C  (Lucas 24, 46-53) – junio 1, 2025 
Hechos 1, 1-11; Salmo 46; Hebreos 9, 24-18; 10, 19-23

 


Evangelio según san Lucas 24, 46-53

En aquel tiempo, Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo: “Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto. Ahora yo les voy a enviar al que mi Padre les prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad, hasta que reciban la fuerza de lo alto”.

Después salió con ellos fuera de la ciudad, hacia un lugar cercano a Betania; levantando las manos, los bendijo, y mientras los bendecía, se fue apartando de ellos y elevándose al cielo. Ellos, después de adorarlo, regresaron a Jerusalén, llenos de gozo, y permanecían constantemente en el templo, alabando a Dios. 

Reflexiones Buena Nueva

#Microhomilia 

"Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?" Los seguidores de Jesús siguen creyendo que será Jesús, como caudillo, quien habría de transformar la realidad que tanto les hace sufrir.

Los cristianos no somos espectadores, sino que, con Cristo y en Cristo, porque hemos recibido el Espíritu, somos protagonistas de la transformación y de la construcción del Reinado de Dios. Somos los testigos, los que con nuestra vida y acciones expresamos que somos de Cristo y que Cristo está con nosotros.

Pidamos hoy a Dios que nos dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo; que ilumine los ojos de nuestro corazón para comprender cuál es la esperanza a la que nos llama hoy, en las circunstancias concretas en las que estamos. Que nos dispongamos a actuar para transformar y construir un mundo distinto, comenzando por nosotros mismos, nuestras familias y entornos particulares.

#FelizDomingo

“Ustedes deben dar testimonio de estas cosas” 

En el libro de Jean Canfield y Mark Victor Hansen, Sopa de pollo para el alma, publicado en 1995, se cuenta una historia parecida a esta: Era una soleada tarde de domingo en una ciudad apartada de la capital del país. Un buen amigo mío salió con sus dos hijos a pasear un rato para aprovechar la belleza del paisaje y el aire fresco de la tarde. Llegaron a las afueras de la ciudad, donde estaba acampado un pequeño circo que ofrecía sus funciones con mucho éxito. Mi amigo le preguntó a sus hijos si querían disfrutar del espectáculo aquella tarde. Los niños, sin dudarlo, dieron un brinco de alegría y se dispusieron a gozar. Mi amigo se acercó a la ventanilla y preguntó: –¿Cuánto cuesta la entrada? – Diez mil pesos por usted y cinco mil por cada niño mayor de seis años – contestó el taquillero. – Los niños menores de seis años no pagan. ¿Cuántos años tienen ellos? – El abogado tiene tres y el médico siete, así que creo que son quince mil pesos – dijo mi amigo. – Mire señor – dijo el hombre de la ventanilla – ¿se ganó la lotería o algo parecido? Pudo haberse ahorrado cinco mil pesos. Me pudo haber dicho que el mayor tenía seis años; yo no hubiera notado la diferencia. – Sí, puede ser verdad – replicó mi amigo – pero los niños sí la hubieran notado.

Dar testimonio de las cosas de Dios en medio de este mundo, es la tarea que nos dejó el Señor antes de su Ascensión a los cielos: “Comenzando desde Jerusalén, ustedes deben dar testimonio de estas cosas. Y yo enviaré sobre ustedes lo que mi Padre prometió. Pero ustedes quédense aquí, en la ciudad de Jerusalén, hasta que reciban el poder que viene del cielo. Luego Jesús los llevó fuera de la ciudad, hasta Betania, y alzando las manos los bendecía. Y mientras los bendecía, se apartó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de adorarlo, volvieron a Jerusalén muy contentos. (...)”.

En cada circunstancia de nuestra vida, tenemos que descubrir la mejor manera de dar testimonio del Señor. No siempre es fácil. Ya sea porque es más cómodo asumir actitudes distintas a las que se esperan de un seguidor del Señor, o porque nuestras limitaciones y nuestro pecado nos hacen incapaces para responder con amor, con perdón, con misericordia. Es especialmente difícil dar testimonio de las cosas de Dios delante de los que tenemos más cerca. Ellos nos conocen y saben muy bien dónde nos talla el zapato. En esos casos, tenemos que pedirle a Dios que nos regale su gracia para ser fieles.

Muchos hombres y mujeres, a lo largo de la historia de la Iglesia, han dado testimonio de las cosas de Dios, con su propia vida. A nosotros tal vez no se nos pida tanto. Pero, ciertamente, podemos escoger el camino fácil de pasar agachados cuando los demás esperan de nosotros un comportamiento coherente con nuestra vida cristiana, o asumir las consecuencias que trae el ser discípulos de un maestro que estuvo dispuesto a dar su vida por los demás, antes de apartarse del camino que Dios, su Padre, le señalaba.

El Señor nos dejó como sus representantes aquí en la tierra para continuar su obra en medio de nuestras familias y de la sociedad en la que vivimos. Pidámosle que en los momentos clave, seamos capaces de responder como él lo espera. Porque, aunque algunos no lo crean, la diferencia sí se nota...

BENDECIR 

Según el sugestivo relato de Lucas, Jesús vuelve a su Padre «bendiciendo» a sus discípulos. Es su último gesto. Jesús deja tras de sí su bendición. Los discípulos responden al gesto de Jesús marchando al templo llenos de alegría. Y estaban allí «bendiciendo» a Dios.

La bendición es una práctica arraigada en casi todas las culturas como el mejor deseo que podemos despertar hacia otros. El judaísmo, el islam y el cristianismo le han dado siempre gran importancia. Y, aunque en nuestros días ha quedado reducida a un ritual casi en desuso, no son pocos los que subrayan su hondo contenido y la necesidad de recuperarla.

Bendecir es, antes que nada, desear el bien a las personas que vamos encontrando en nuestro camino. Querer el bien de manera incondicional y sin reservas. Querer la salud, el bienestar, la alegría... todo lo que puede ayudarles a vivir con dignidad. Cuanto más deseamos el bien para todos, más posible es su manifestación.

Bendecir es aprender a vivir desde una actitud básica de amor a la vida y a las personas. El que bendice vacía su corazón de otras actitudes poco sanas como la agresividad, el miedo, la hostilidad o la indiferencia. No es posible bendecir y al mismo tiempo vivir condenando, rechazando, odiando.

Bendecir es desearle a alguien el bien desde lo más hondo de nuestro ser, aunque no somos nosotros la fuente de la bendición, sino solo sus testigos y portadores. El que bendice no hace sino evocar, desear y pedir la presencia bondadosa del Creador, fuente de todo bien. Por eso solo se puede bendecir en actitud agradecida a Dios.

La bendición hace bien al que la recibe y al que la practica. Quien bendice a otros se bendice a sí mismo. La bendición queda resonando en su interior como plegaria silenciosa que va transformando su corazón, haciéndolo más bueno y noble. Nadie puede sentirse bien consigo mismo mientras siga maldiciendo a otro en el fondo de su ser. Los seguidores de Jesús somos portadores y testigos de la bendición de Jesús al mundo.

 

CELEBRAMOS UN RELATO SIMBÓLICO, NO UN ACONTECIMIENTO HISTÓRICO 

Hemos llegado al final del tiempo pascual. La Ascensión es una fiesta que resume todo lo celebrado desde la muerte de Jesús el Viernes Santo. Lucas, que es el único que relata la ascensión, nos da dos versiones muy distintas sin inmutarse: una al final del evangelio y otra al comienzo del los Hechos. Para comprenderlo, es necesario ponernos en su lugar.

El mundo dividido en tres estadios: el superior, habitado por la divinidad. El del medio era la realidad terrena y humanos. El tercer estadio es el inframundo donde mora el maligno. La encarnación era una bajada del Verbo, desde la altura a la tierra. Su misión era la salvarnos, por eso tuvo que bajar a los infiernos (inferos) para que la salvación fuera total.

No tiene sentido seguir hablando de bajada y subida. Si no intentamos cambiar la mente, estaremos transmitiendo conceptos que hoy no podemos comprender. Una cosa fue la predicación de Jesús y otra la vivencia de la comunidad, después de la experiencia pascual. El telón de fondo es el mismo, el Reino de Dios, vivido y predicado, pero a los primeros cristianos les llevó tiempo encontrar la manera de trasmitir lo que había experimentado.

Resurrección, ascensión, sentarse a la derecha de Dios, envío del Espíritu apuntan a una misma realidad, pero no material sino vivencial, pascual: El final de Jesús no fue la muerte sino la Vida. El misterio pascual es tan rico que no podemos abarcarlo con una sola imagen. Lo desdoblamos artificialmente para ir analizándolo por partes y poder digerirlo.

Una vez muerto, Jesús pasa a otro plano donde no existe tiempo ni espacio. Sin tiempo y sin espacio no puede haber sucesos. En los discípulos sí sucedió algo. Su experiencia de resurrección sí fue constatable y la vivieron con una gran intensidad. Sin esa experiencia que fue un proceso que duró muchos años, no hubiera sido posible la religión cristiana.

Los tres días para la resurrección, los cuarenta días para la ascensión, los cincuenta días para la venida del Espíritu, son tiempos teológicos, Kairós. Lucas, en su evangelio, pone todas las apariciones y la ascensión en el mismo día. En cambio, en los Hechos habla de cuarenta días de permanencia de Jesús con sus discípulos y a continuación la ascensión.

Solo Lucas al final de su evangelio y al comienzo de los “Hechos”, narra la ascensión. Si los dos relatos constituyeron al principio un solo libro, se duplicó el relato para dejar uno como final y otro como comienzo. Para él, el evangelio es el relato de todo lo que hizo y enseñó Jesús; los Hechos es el relato de todo lo que hicieron los primeros seguidores.

Esa constatación de la presencia de Dios como Espíritu, primero en Jesús y luego en los discípulos, es la clave de todo el misterio pascual y la clave para entender la fiesta que estamos celebrando. Para visualizar esa presencia nos narra la venida del Espíritu.

La Ascensión no es más que un aspecto del misterio pascual. Jesús participa de la misma Vida de Dios y por lo tanto, está en lo más alto del “cielo”. Las palabras son apuntes para que nosotros podamos entendernos, siempre que no las entendamos al pie de la letra.

Nuestra meta, como la de Jesús, es ascender hasta lo más alto, el Padre. No se trata de movimiento alguno, sino de toma de conciencia. Como Jesús, la única manera de alcanzar la meta es descendiendo hasta lo más hondo de mí y poniendo todo al servicio de todos.

 


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