Después de una larga Cuaresma, comienza la Semana Santa, con la entrada de Jesús a la ciudad de Jerusalén, para celebrar la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, que son los acontecimientos centrales de nuestra fe cristiana.
Llegada la hora de cenar, se sentó Jesús con sus discípulos y
les dijo: "Cuánto he deseado celebrar esta Pascua con ustedes, antes de
padecer, porque yo les aseguro que ya no la volveré a celebrar, hasta que tenga
cabal cumplimiento en el Reino de Dios". Luego tomó en sus manos una copa
de vino, pronunció la acción de gracias y dijo: "Tomen esto y repártanlo
entre ustedes, porque les aseguro que ya no volveré a beber del fruto de la vid
hasta que venga el Reino de Dios"…
(continuar leyendo en: https://tinyurl.com/DR-Pasion2025)
“En el Evangelio de Lucas leemos lo siguiente: ‘Le dijo Pedro: «¡Hombre, no sé de qué hablas!». Y en aquel momento, estando aún hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro... Y Pedro, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente”.
Yo he tenido unas relaciones bastante buenas con el Señor. Le pedía cosas, conversaba con El, cantaba sus alabanzas, le daba gracias... Pero siempre tuve la incómoda sensación de que El deseaba que le mirara a los ojos..., cosa que yo no hacía. Yo le hablaba, pero desviaba la mirada cuando sentía que Él me estaba mirando. Yo miraba siempre a otra parte. Y sabía por qué: tenía miedo. Pensaba que en sus ojos iba a encontrar una mirada de reproche por algún pecado del que no me hubiera arrepentido. Pensaba que en sus ojos iba a descubrir una exigencia; que había algo que El deseaba de mí. Al fin, un día, reuní el suficiente valor y miré. No había en sus ojos reproche ni exigencia. Sus ojos se limitaban a decir: «Te quiero». Me quedé mirando fijamente durante largo tiempo. Y allí seguía el mismo mensaje: «Te quiero». Y, al igual que Pedro, salí fuera y lloré”.
Esta reflexión que nos presenta el famoso jesuita Anthony de Mello nos invita a fijarnos en dos versículos de la pasión del Señor Jesucristo según san Lucas, que la Iglesia nos propone para el domingo de Ramos este año. Seguramente, más de una vez hemos vivido momentos como los que se describen aquí y hemos sentido la mirada del Señor que no reclama, ni pide nada... sólo nos expresa su amor incondicional. La pasión del Señor nos muestra el amor que llega hasta el extremo. No es un amor que echa en cara el sufrimiento padecido. No es un amor condicionado a nuestra respuesta. El amor con el que Jesús nos ama en su pasión es incondicional, y deja siempre abierta la invitación a trabajar con él y como él, para que no haya crucificados en este mundo. Pero es una invitación libre para personas libres, y no una imposición.
El jesuita chileno, Jorge Costadoat, S.J., envió hace un tiempo una reflexión que tituló ¿Mucha sangre y poco Cristo? En ella hace algunos comentarios sobre la película de Mel Gibson, La Pasión de Jesucristo. Afirma que “hasta el año 1.000 aproximadamente, predominó en la Iglesia la teología de los padres griegos que subrayaba la importancia del don de Dios mismo en Cristo crucificado. Para colaborar en su salvación, los hombres debían creer que, al entregarse Dios en la cruz por ellos, los amaba y salvaba libre y gratuitamente. Pero desde san Anselmo en adelante, la teología latina giró en contrario: la salvación Dios la otorga gracias a la satisfacción que Cristo crucificado le ofrece en representación de quienes no pueden, siendo pecadores, reparar la ofensa de su honor divino. En lo sucesivo se desarrollaron teologías que, llevando al extremo la importancia de la entrega del hombre Jesús, terminaron por menoscabar la gratuidad del sacrificio y de la salvación cristiana”.
Tal vez hemos menoscabado la gratuidad del amor de Dios manifestado en Jesús. Por eso, cuando el Señor nos mira, sentimos su reclamo por nuestras negaciones y traiciones. Sin embargo, lo único que dicen sus ojos es lo que vio Pedro en ellos: «Te quiero».
El mundo está lleno de iglesias cristianas presididas por la imagen del
Crucificado, y está lleno también de personas que sufren, crucificadas por la
desgracia, las injusticias y el olvido: enfermos privados de cuidado, mujeres
maltratadas, ancianos ignorados, niños y niñas violados, emigrantes sin papeles
ni futuro. Y gente, mucha gente hundida en el hambre y la miseria en el mundo
entero.
Es difícil imaginar un símbolo más cargado de esperanza que esa cruz
plantada por los cristianos en todas partes: «memoria» conmovedora de un Dios
crucificado y recuerdo permanente de su identificación con todos los inocentes
que sufren de manera injusta en nuestro mundo.
Esa cruz, levantada entre nuestras cruces, nos recuerda que Dios sufre
con nosotros. A Dios le duele el hambre de los niños de Calcuta, sufre con los
asesinados y torturados de Iraq, llora con las mujeres maltratadas día a día en
su hogar. No sabemos explicarnos la raíz última de tanto mal. Y, aunque lo
supiéramos, no nos serviría de mucho. Solo sabemos que Dios sufre con nosotros.
No estamos solos.
Pero los símbolos más sublimes pueden quedar pervertidos si no
recuperamos una y otra vez su verdadero contenido. ¿Qué significa la imagen del
Crucificado, tan presente entre nosotros, si no vemos marcados en su rostro el
sufrimiento, la soledad, la tortura y desolación de tantos hijos e hijas de
Dios?
¿Qué sentido tiene llevar una cruz sobre nuestro pecho si no sabemos
cargar con la más pequeña cruz de tantas personas que sufren junto a nosotros?
¿Qué significan nuestros besos al Crucificado si no despiertan en nosotros el
cariño, la acogida y el acercamiento a quienes viven crucificados?
El Crucificado desenmascara como nadie nuestras mentiras y cobardías.
Desde el silencio de la cruz, él es el juez más firme y manso del
aburguesamiento de nuestra fe, de nuestra acomodación al bienestar y nuestra
indiferencia ante los que sufren. Para adorar el misterio de un «Dios
crucificado» no basta celebrar la Semana Santa; es necesario además acercarnos
más a los crucificados, semana tras semana.
La liturgia de este domingo es desconcertante. Empieza celebrando la entrada “triunfal”, y termina con la muerte. Es difícil armonizar estos dos aspectos de la vida de Jesús. Podríamos decir que ni el triunfo fue triunfo, ni la muerte fue derrota. Los evangelistas plantean la subida a Jerusalén como resumen de su actividad. La muerte se considera como la meta de su vida.
Jesús fracasó estrepitosamente porque la salvación que él ofreció no
coincidía con la que esperaban los judíos. Jesús pretendió llevarlos a la
plenitud. Ellos solo querían defender sus intereses. Lo que Dios quiere de cada
uno es también la exigencia más profunda de nuestro verdadero ser, pero
nosotros solo queremos que Él se ponga al servicio de nuestro ego.
El fracaso humano de Jesús nos invita a reflexionar sobre el sentido de
las limitaciones humanas. Si nuestro objetivo es evitar el dolor y buscar el
máximo placer, nunca podremos aceptar el mensaje de Jesús. Él confió
completamente en Dios, pero Dios no lo libró del dolor ni de la muerte. ¿Cómo
podemos interpretar este aparente abandono de Jesús?
Es un disparate pensar que Dios exigió, planeó, quiso o permitió la
muerte de Jesús. Peor aún si la consideramos condición para perdonar nuestros
pecados. La muerte de Jesús no fue voluntad de Dios, sino fruto de la
imbecilidad humana. La muerte de Jesús no fue un accidente; fue la consecuencia
de su vida. Viviendo como vivió, era lógico que lo eliminaran.
Dios no está solamente en la resurrección, está también en la muerte. Es
una lección que no acabamos de aprender. El dolor, el sacrificio, el esfuerzo
lo seguimos asociando a castigo de Dios. Las celebraciones de Semana Santa nos
tienen que llevar a la conclusión contraria. Dios está siempre en nosotros,
pero necesitamos descubrirlo sobre todo en el dolor y la limitación.
Los primeros seguidores de Jesús, todos judíos, no tenían otro medio de
explicar la muerte de Jesús. Nadie pudo prever lo que pasó en Jesús, porque
rompió todos los moldes y lo que vivió y predicó no podía adivinarlo nadie
trescientos o quinientos años antes de que sucediera. Aludir a la inspiración
divina demuestra no tener idea de lo que significa la Escritura.
La pasión de Lucas tiene una clara tendencia catequética. Aunque utiliza
la narración de Marcos, le da un toque de humanización muy significativo.
Suaviza mucho la relación de los que están alrededor de Jesús con su persona.
No todo es negativo. El mismo Jesús se relaciona con algunos con comprensión y
como ayudándoles a entender lo que está pasando.
Lo importante no es la muerte física de Jesús ni los sufrimientos que
padeció. Miles de personas, antes y después de Jesús, han padecido sufrimientos
mucho mayores y más prolongados de los que sufrió él. Lo importante de Jesús en
ese trance fue su actitud inquebrantable de vivir hasta sus últimas
consecuencias lo que predicó.
Ni siquiera sabemos quién le mató, mucho menos podemos saber por qué lo
mataron. Su muerte fue la consecuencia del rechazo por parte de los jefes
religiosos. No debemos pensar en un rechazo gratuito y malévolo. Eran gente
religiosa que pretendían ser fieles a la voluntad de Dios, que para ellos
estaba definida de manera absoluta y exclusiva en la Ley.
Jesús debió tener razones muy poderosas para seguir diciendo lo que tenía
que decir a pesar de que eso le acarrearía la muerte. Esa fidelidad a sí mismo
es la clave de su muerte.
Seguramente la pasión fue el primer relato sobre Jesús que se redactó por
escrito. A pesar de ello no podemos estar seguros de que lo que nos cuentan
corresponda a sucesos reales. Los que más probabilidades tienen de ser
inventados son los que cumplen a profecías del AT. Algunos han constatado más
de 300. Veamos algunas fácilmente identificables:
- Zacarías 9:9 “Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso, es humilde y montado sobre un asno, sobre la cría de un asna”.
- Salmo 41:10 “Hasta mi amigo más íntimo, en quien yo confiaba, el que comió mi pan, se puso contra mí”.
- Zacarías 11:12 “Yo les dije: «Si les parece bien, páguenme mi salario; y si no, déjenlo». Ellos pesaron mi salario: treinta siclos de plata.”
- Zacarías 11:13 “Pero el Señor me dijo: Echa al Tesoro ese precio en que he sido valuado por ellos. Tomé los treinta siclos de plata y los eché en el Tesoro de la Casa del Señor”.
- Isaías 53:7 “Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su boca”.
- Isaías 53:4-5 “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados”.
- Isaías 53:12 “Fue contado con los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores”.
- Salmo 22:16 “Porque perros me han rodeado; Me ha cercado cuadrilla de malignos; Horadaron mis manos y mis pies”.
- Salmo 22:6-8 “Mas yo soy gusano, y no hombre; Oprobio de los hombres, y despreciado del pueblo. 7. Todos los que me ven me escarnecen; Estiran la boca, menean la cabeza, diciendo: 8. Se encomendó al Señor; líbrele él; Sálvele, puesto que en él se complacía”.
- Salmo 69:21 “Me pusieron además hiel por comida, Y en mi sed me dieron a beber vinagre”.
- Zacarías 12:10 “Y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito”.
- Salmo 22:18 “Repartieron entre sí mis vestidos, Y sobre mi ropa echaron suertes”.
- Salmo 34:20 “El guarda todos sus huesos; Ni uno de ellos será quebrantado”.
- Isaías 53:9 “Lo enterraron con los malhechores, lo sepultaron con los malvados aunque no cometió ningún crimen ni hubo engaño en su boca”.
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