¡ Felicidades por la Pascua !
Hoy
celebramos el triunfo de la vida sobre la muerte... para nosotros los cristianos es la Resurrección,
es motivo de alegría, gozo, celebración…
Evangelio según
san Lucas 24, 1-12
El
primer día después del sábado, muy de mañana, llegaron las mujeres al sepulcro,
llevando los perfumes que habían preparado. Encontraron que la piedra ya había
sido retirada del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor
Jesús. Estando ellas todas desconcertadas por esto, se les presentaron dos
varones con vestidos resplandecientes. Como ellas se llenaron de miedo e
inclinaron el rostro a tierra, los varones les dijeron: "¿Por qué buscan
entre los muertos al que está vivo? No está aquí; ha resucitado.
Recuerden
que cuando estaba todavía en Galilea les dijo: 'Es necesario que el Hijo del
hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado y al tercer
día resucite' ". Y ellas recordaron sus palabras.
Cuando
regresaron del sepulcro, las mujeres anunciaron todas estas cosas a los Once y
a todos los demás.
Las
que decían estas cosas a los apóstoles eran María Magdalena, Juana, María (la
madre de Santiago) y las demás que estaban con ellas. Pero todas estas palabras
les parecían desvaríos y no les creían.
Pedro
se levantó y corrió al sepulcro. Se asomó, pero sólo vio los lienzos y se
regresó a su casa, asombrado por lo sucedido.
La revista de Teología Pastoral Sal Terrae, publicó, en noviembre de 2002, un artículo de un famoso jesuita español con un título muy sugerente: «Locos de alegría, abandonar a toda prisa los sepulcros» (Mt 28, 8). El subtítulo explica algo más lo que José María Fernández-Martos, S.J. quiso tratar allí: “Trabajándose el optimismo y acogiendo la alegría verdadera”. Transcribo los dos primeros párrafos de este excelente artículo:
“La alegría no es barata. El optimismo tampoco. Ambos se construyen ladrillo a ladrillo. La alegría anda asediada por una oleada gigante de malas noticias globales y, lo que es peor, por una epidemia de pesimismo. La chispa de Coca Cola no vale. Es necesario trabajarse una recia alegría, un combatiente optimismo que sepa defenderse como se defienden las trincheras. Recostarse aplatanadamente sobre los muros de una Iglesia de la que sólo se oyen quejidos, no da para la alegría de la que aquí hablo. (...)”.
“Es verdad que hay mucho sufrimiento, que hasta el lenguaje sabe a pólvora y que el hambre es azote de media Humanidad; pero también lo es que la hierba sigue creciendo de noche. A Teresa de Ávila le llegaron nuevas de la catástrofe de la Iglesia con la irrupción primera del Protestantismo. Nada de gestos de espanto y derrota. ¿Qué hacer?: «... determiné hacer eso poquito que yo puedo y es en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda perfección que yo pudiese y procurar que estas otras poquitas que están aquí hiciesen lo mismo»”.
Después de esta introducción, el autor completa el diagnóstico de nuestra sociedad, salpicada, como nunca antes, por síntomas depresivos. Pero no se queda allí. Luego va proponiendo alternativas para trabajase el optimismo, basado en Martín E.P. Seligman, el más reconocido especialista en educación para el optimismo. Deja de lado los aportes de los movimientos de la autoestima o el fomento de los sentimientos positivos, que centran su atención en una especie de «Me gusto, luego existo». Este movimiento terminó siendo una modalidad refinada de narcisismo barato...
El Evangelio de hoy nos cuenta cómo algunas mujeres regresaron al sepulcro, muy temprano, el primer día de la semana. Ellas iban a buscar el cuerpo sin vida de su Maestro, pero lo que encontraron fue una pregunta que les cambió la vida: “¿Por qué buscan ustedes entre los muertos al que está vivo?” Muchas veces, nosotros, como aquellas mujeres, en lugar de levantar nuestra mirada hacia lo que nos propone el Dios de la vida, nos quedamos mirando hacia atrás, hacia nuestros propios sepulcros. Hoy, Dios vuelve a repetirnos: “No está aquí, sino que ha resucitado. Acuérdense de lo que les dijo cuando todavía estaban en Galilea: que el Hijo del hombre tenía que ser entregado en manos de pecadores, que lo crucificarían y que al tercer día resucitaría”.
El artículo citado, termina así: “(...) aquella inmersión que nos vinculaba a su muerte nos sepultó con él para que empezáramos una vida nueva con una resurrección semejante a la suya (Cf. Rm 6,4-5). «La boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares [porque] el Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (Sal 126,2-3)”.
«Vosotros lo matasteis, pero Dios lo resucitó». Esto es lo que predican
con fe los discípulos de Jesús por las calles de Jerusalén a los pocos días de
su ejecución. Para ellos, la resurrección es la respuesta de Dios a la acción
injusta y criminal de quienes han querido callar para siempre su voz y anular
de raíz su proyecto de un mundo más justo.
No lo hemos de olvidar. En el corazón de nuestra fe hay un Crucificado al
que Dios le ha dado la razón. En el centro mismo de la Iglesia hay una víctima
a la que Dios ha hecho justicia. Una vida «crucificada», pero vivida con el
espíritu de Jesús, no terminará en fracaso, sino en resurrección.
Esto cambia totalmente el sentido de nuestros esfuerzos, penas, trabajos
y sufrimientos por un mundo más humano y una vida más dichosa para todos. Vivir
pensando en los que sufren, estar cerca de los más desvalidos, echar una mano a
los indefensos… seguir los pasos de Jesús, no es algo absurdo. Es caminar hacia
el Misterio de un Dios, que resucitará para siempre nuestras vidas.
Los pequeños abusos que podamos padecer, las injusticias, rechazos o
incomprensiones que podamos sufrir, son heridas que un día cicatrizarán para
siempre. Hemos de aprender a mirar con más fe las cicatrices del Resucitado.
Así serán un día nuestras heridas de hoy. Cicatrices curadas por Dios para
siempre.
Esta fe nos sostiene por dentro y nos hace más fuertes para seguir
corriendo riesgos. Poco a poco hemos de ir aprendiendo a no quejarnos tanto, a
no vivir siempre lamentándonos del mal que hay en el mundo y en la Iglesia, a
no sentirnos siempre víctimas de los demás. ¿Por qué no podemos vivir como
Jesús, diciendo: «Nadie me quita la vida, sino que soy yo quien la doy»?
Seguir al Crucificado hasta compartir con él la resurrección es, en
definitiva, aprender a «dar la vida», el tiempo, nuestras fuerzas y, tal vez,
nuestra salud por amor. No nos faltarán heridas, cansancio y fatigas. Una
esperanza nos sostiene: un día, «Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos, y
no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque todo este
mundo viejo habrá pasado».
En este día de Pascua, debemos recordar a Pablo: si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es vana. Aunque hay que hacer una pequeña aclaración. La formulación condicional (si) nos puede despistar y entender que Jesús podía no haber resucitado, lo cual no tiene sentido porque Jesús había alcanzado la VIDA antes de morir. Su Vida era la misma de Dios. Por lo tanto, la posibilidad de que no resucitara es absurda. Todo el esfuerzo de la predicación de Jesús consistió en hacer ver a sus seguidores la posibilidad de esa Vida.
Estamos celebrando hechos teológicos, no históricos ni científicos.
Todavía la muerte de Jesús fue un acontecimiento histórico, pero la
resurrección no es constatable científicamente porque se realiza en otro plano
fuera de la historia. Esto no quiere decir que no ha resucitado, quiere decir
que, para llegar a la resurrección, no podemos ir por el camino de los sentidos
y los razonamientos. Nadie pudo ver, ni demostrar con ninguna clase de
argumentos, la resurrección de Jesús. Esto es clave para salir del callejón en
que nos encontramos por interpretar los textos de una manera literal.
La muerte y la vida física no son objetos de teología, sino de biología.
La teología habla de otra realidad que no puede ser metida en conceptos. En
ningún caso debemos entender la resurrección como la reanimación de un cadáver.
Esta interpretación ha sido posible gracias a la antropología griega
(alma–cuerpo), que no tiene nada que ver con lo que entendían los judíos por
“ser humano”. La reanimación de un cadáver, da por supuesto que los despojos
del fallecido mantienen una relación con el ser que estuvo vivo. Pero la muerte
devuelve al cuerpo al mundo de la materia de manera irreversible.
¿Qué pasó en Jesús después de su muerte? Nada. Absolutamente nada. La
trayectoria histórica de Jesús termina en el instante de su muerte. En ese
momento pasa a otro plano en el que no hay tiempo. En ese plano no puede
“suceder” nada. En los apóstoles sí sucedió algo muy importante. Ellos no
habían comprendido nada de lo que era Jesús, porque estaban pegados a lo
terreno y esperando una salvación que potenciara su ser contingente. Solo
después de la muerte del Maestro, llegaron a la experiencia pascual. Descubrieron,
no por razonamientos, sino por vivencia, que Jesús seguía vivo y que les
comunicaba Vida. Eso es lo que intentaron transmitir, utilizando el lenguaje
humano.
Todos estaríamos encantados de que se nos comunicara esa Vida, la misma
Vida de Dios. El problema consiste en que no puede haber Vida, si antes no hay
muerte. Es esa exigencia de muerte la que no estamos dispuestos a aceptar. “Si
el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere, da
mucho fruto”. Esa exigencia de ir más allá de la vida biológica, es la que nos
hace quedar a años luz del mensaje de esta fiesta de Pascua. Celebrar la Pascua
es descubrir la Vida en nosotros y estar dispuestos a dar más valor a la Vida
que se manifestó en Jesús que a la vida biológica tan apreciada.
No debo quedarme en la resurrección de Jesús. Debo descubrir que yo estoy
llamado a esa misma Vida. A la Samaritana le dice Jesús: El agua que yo le daré
se convertirá en un surtidor que salta hasta la Vida definitiva. A Nicodemo le
dice: Hay que nacer de nuevo; lo que nace de la carne es carne, lo que nace del
espíritu es Espíritu. ¿Creemos esto? Entonces, ¿qué nos importa lo demás? Poner
a disposición de los demás todo lo que somos y tenemos es la consecuencia de
este descubrimiento de la verdadera Vida.
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