Evangelio según san Marcos 10, 17-30
En aquel tiempo, cuando salía
Jesús al camino, se le acercó corriendo un hombre, se arrodilló ante él y le
preguntó: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida
eterna?" Jesús le contestó: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno
sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio,
no robarás, no levantarás falso testimonio, no cometerás fraudes, honrarás a tu
padre y a tu madre".
Entonces él le contestó: "Maestro, todo eso lo he cumplido desde
muy joven". Jesús lo miró con amor y le dijo: "Sólo una cosa te
falta: Ve y vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un
tesoro en los cielos. Después, ven y sígueme". Pero al oír estas palabras,
el hombre se entristeció y se fue apesadumbrado, porque tenía muchos bienes.
Jesús, mirando a su alrededor, dijo entonces a sus discípulos:
"¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!"
Los discípulos quedaron sorprendidos ante estas palabras; pero Jesús insistió:
"Hijitos, ¡qué difícil es para los que confían en las riquezas, entrar en
el Reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja,
que a un rico entrar en el Reino de Dios".
Ellos se asombraron todavía más y comentaban entre sí: "Entonces,
¿quién puede salvarse?" Jesús, mirándolos fijamente, les dijo: "Es
imposible para los hombres, mas no para Dios. Para Dios todo es posible".
Entonces Pedro le dijo a Jesús: "Señor, ya ves que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte". Jesús le respondió: "Yo les aseguro: Nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, dejará de recibir, en esta vida, el ciento por uno en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, junto con persecuciones, y en el otro mundo, la vida eterna".
San Antonio Abad nació en Egipto en el año 251, y murió el 17 de enero del año 356, día en que celebramos su memoria litúrgica actualmente. Fue el iniciador de un amplio movimiento espiritual. Se le consideró el Abad, es decir, el padre de los ermitaños, que a partir de mediados del siglo III abandonan las ciudades, en número cada vez mayor, para retirarse al desierto, en Egipto o en cualquier otro lugar, buscando un estilo de vida que les permitiera vivir más radicalmente las exigencias del Evangelio.
Su primera biografía fue escrita por el obispo San Atanasio. En ella, nos cuenta que San Antonio quedó huérfano de padre y madre a los veinte años, heredando una gran fortuna. Poco después, al entrar a una iglesia, oyó leer aquellas palabras de Jesús: "Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes, y dáselo a los pobres y luego ven y sígueme". Salió de allí y vendió las 300 fanegadas de buenas tierras que sus padres le habían dejado en herencia, y repartió el dinero a los necesitados. Lo mismo hizo con sus casas y mobiliarios. Sólo dejó una pequeña cantidad para vivir él y su hermana.
Pero luego oyó leer en un templo aquella frase del Señor: "No se preocupen por el día de mañana", y vendió el resto de los bienes que le quedaban. Aseguró en un convento de monjas la educación y el futuro de su hermana y repartió todo lo demás entre la gente más pobre, quedando en la más absoluta pobreza, confiado sólo en Dios. Se fue al desierto, donde vivía de su propio trabajo en completa soledad. Pero su fama de santidad fue creciendo y atrajo a muchos jóvenes a quienes orientó en este estilo de vida que se constituyó en una especie de protesta contra una sociedad opulenta que iba perdiendo los valores del Evangelio en medio de una cultura de la abundancia.
Así como San Antonio, muchos cristianos y cristianas a lo largo de la historia han respondido con mucha generosidad a las palabras que Jesús le dirigió a este hombre que nos presenta hoy el evangelio. Tal vez esta es una de las páginas más radicales de la Escritura. Las frases que Jesús dirige a sus discípulos después de que este hombre “se fue triste, porque era muy rico”, son de una contundencia implacable: “¡Qué difícil va a ser para los ricos entrar en el reino de Dios! (...) Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja, que para un rico entrar en el reino de Dios”. Frases tan exigentes hicieron que los discípulos, asombrados se preguntaran: “¿Y quién podrá salvarse?” A lo que Jesús respondió “Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para él no hay nada imposible”.
Este Encuentro con la Palabra nos pude dejar una sensación de frustración. No sé cuántos, al oír el domingo estas palabras de Jesús salgan de la Iglesia y vayan a vender todo lo que tienen para dárselo a los pobres. Supongo que no muchos. Pero no podemos perder de vista que para Dios no hay nada imposible. Así como San Antonio recibió la fuerza de Dios para dar este salto que cambió la historia del mundo antiguo, Dios puede mover nuestros corazones para descubrir la respuesta que podemos darle al Señor en una sociedad como la nuestra. Dejemos que él tome la iniciativa.
El cambio
fundamental al que nos llama Jesús es claro. Dejar de ser unos egoístas que ven
a los demás en función de sus propios intereses para atrevernos a iniciar una
vida más fraterna y solidaria. Por eso, a un hombre rico que observa fielmente
todos los preceptos de la ley, pero que vive encerrado en su propia riqueza, le
falta algo esencial para ser discípulo suyo: compartir lo que tiene con los
necesitados.
Hay algo muy claro
en el evangelio de Jesús. La vida no se nos ha dado para hacer dinero, para
tener éxito o para lograr un bienestar personal, sino para hacernos hermanos.
Si pudiéramos ver el proyecto de Dios con la transparencia con que lo ve Jesús
y comprender con una sola mirada el fondo último de la existencia, nos daríamos
cuenta de que lo único importante es crear fraternidad. El amor fraterno que
nos lleva a compartir lo nuestro con los necesitados es «la única fuerza de
crecimiento», lo único que hace avanzar decisivamente a la humanidad hacia su
salvación.
El hombre más
logrado no es, como a veces se piensa, aquel que consigue acumular más cantidad
de dinero, sino quien sabe convivir mejor y de manera más fraterna. Por eso,
cuando alguien renuncia poco a poco a la fraternidad y se va encerrando en sus
propias riquezas e intereses, sin resolver el problema del amor, termina
fracasando como hombre.
Aunque viva
observando fielmente unas normas de conducta religiosa, al encontrarse con el
evangelio descubrirá que en su vida no hay verdadera alegría, y se alejará del
mensaje de Jesús con la misma tristeza que aquel hombre que «se marchó triste
porque era muy rico».
Con frecuencia, los
cristianos nos instalamos cómodamente en nuestra religión, sin reaccionar ante
la llamada del evangelio y sin buscar ningún cambio decisivo en nuestra vida.
Hemos «rebajado» el evangelio acomodándolo a nuestros intereses. Pero ya esa religión
no puede ser fuente de alegría. Nos deja tristes y sin consuelo verdadero.
Ante el evangelio
nos hemos de preguntar sinceramente si nuestra manera de ganar y de gastar el
dinero es la propia de quien sabe compartir o la de quien busca solo acumular.
Si no sabemos dar de lo nuestro al necesitado, algo esencial nos falta para vivir
con alegría cristiana.
Es un episodio
entrañable, pero es muy ambiguo en la redacción y desconcertante en el
desenlace. El hombre rico no se decide a dar el paso. Aunque lo verdaderamente
importante es el motivo por el que se niega a seguir a Jesús: las riquezas.
Para los judíos, las riquezas habían sido siempre signo de la bendición de
Dios. Jesús no puede arremeter contra ellas y hacernos ver que son la causa de
todos los males. Sabemos que fue un tema muy discutido entre los primeros
cristianos. El relato nos deja ya una muestra de esta controversia.
El llegar corriendo
indica gran interés y una urgente necesidad. El joven era rico, pero no las
tenía todas consigo. Sin duda, el rico esperaba de Jesús algún precepto aún más
difícil que los de Moisés, que estaría dispuesto a cumplir. Jesús no añade más
preceptos sino una propuesta original. En vez de seguridades, confianza sin
límites. En vez de cumplimiento de la Ley, seguimiento. Jesús sube a Jerusalén,
va a la muerte. Seguir a Jesús supone estar dispuesto al fracaso. El
arrodillarse es un signo exagerado de respeto y admiración.
“Heredar vida
definitiva”. No está nada claro el sentido de esa expresión. El texto dice “zoe
aionion” que una expresión muy ambigua. Al traducirla la Vulgata por ‘vida
eterna’ condicionó su sentido durante demasiado tiempo. En tiempo de Jesús,
significaba garantizar una existencia feliz más allá de la muerte. El rico ya
tenía garantizada la existencia feliz en el más acá. Lo que busca en Jesús es
asegurar la misma felicidad, o mayor, para el más allá.
Los mandamientos que
Jesús le recuerda son los de la segunda tabla, es decir los que se refieren al
prójimo, no los que se refieren directamente a Dios. Esta enseñanza es original
y exclusiva de Jesús. Para cualquier judío, los más importantes eran los de la
primera tabla que se refieren a Dios. Está clara la intención de hacernos
pensar en una nueva religiosidad. La verdadera humanidad se manifiesta en la
relación con los demás, no con Dios.
¿Por qué me llamas
‘bueno’? El texto griego dice “agazos” no “kalos” que él mismo se aplica. Jesús
revela dónde está la verdadera pobreza. Él se siente vacío hasta de la misma
bondad. El hombre ni es nada ni tiene nada, porque ni siquiera hay un sujeto (ego)
capaz de ser o tener. Es difícil no dejarse atrapar por las riquezas, pero es
mucho más difícil superar el sentimiento de superioridad. Lo nefasto será
creerme bueno y con derechos ante Dios.
Una cosa te falta.
Jesús no da importancia al cumplimiento de la Ley. Lo que le falta no es vender
lo que tiene sino seguirle. El desprenderse de todo es una exigencia del
seguimiento. Para ‘heredar la vida’ basta cumplir la Ley; para entrar en el
Reino hay que preocuparse de los demás. No está claro a qué se refiere Jesús.
El joven le pregunta por una vida para el más allá y el texto sugiere que le
responde con una invitación a seguir a Jesús en el más acá.
¡Qué difícil será
entrar en el Reino al que pone su confianza en las riquezas! Las riquezas en sí
ni son buenas ni son malas. Es absurdo pesar que Dios prefiere que pasemos
necesidades. El apego a las posesiones sin tener en cuenta al pobre, o peor aún
a costa de él, es lo que impide al hombre alcanzar una meta humana. El
desenlace es triste, pero el comentario que hace Jesús es más desolador. Los
discípulos quedan hundidos en la miseria.
Entonces, ¿quién
podrá ‘salvarse’? Los discípulos siguen pensando que es imposible subsistir sin
seguridades. La pregunta no se refiere a quién podrá salvarse en el más allá,
con la salvación tal como la entendemos hoy (cielo), sino quién podrá mantener una
vida verdaderamente humana, si se desprende de todo lo que tiene y no asegura
su futuro. Así cobra sentido la respuesta de Jesús, “para los hombres,
imposible, no para Dios”.
Estamos ante uno de
los textos más difíciles de comprender de todo el evangelio. Llevamos veinte
siglos dando tumbos entre la demagogia barata y el espiritualismo
tranquilizador pero estéril. No podemos sacar una norma general de una
propuesta individual. Si vende los bienes, se supone que tiene que haber un
comprador, que estará, de entrada, condenado. Jesús no puede dar una norma,
que, para poder cumplirla, exige que otro no la cumpla. La propuesta de Jesús
es la total superación del hedonismo, es decir, satisfacción y seguridades.
Buscar la propia
salvación individual aquí abajo, o en el más allá, es la mejor señal de no
haber superado el “ego”. El objetivo último de todo ser humano es la entrega
incondicional al servicio del otro. El apego a las riquezas nace siempre del
falso yo. Mientras exista la preocupación por uno mismo, no puede alcanzarse la
meta. El obstáculo no son las riquezas sino la existencia del yo que me lleva a
buscar seguridades para el más acá o para el más allá.
Pensar que el rico
está condenado y el pobre está salvado es demagogia. El hecho de tener, o no
tener bienes materiales, no es lo significativo. El que no tiene nada puede
estar más apegado a los bienes que ambiciona, que el rico a lo que posee. Lo
difícil es mantener un equilibrio que nos permita vivir humanamente y no nos
impida darnos al otro. Tanto el pobre como el rico tendrán que dar un paso para
entrar en la dinámica del evangelio.
Otra trampa es creer
que el evangelio propone solo la pobreza de espíritu. Según esto, no importa lo
que hayas acumulado, con tal de que tengas “espíritu cristiano”, lleves una
vida “religiosa” y seas capaz de dar limosna y hacer “obras de caridad”. La Iglesia
como institución ha caído en esta trampa. Bajo el pretexto de tener para
dárselo a los pobres, no le ha importado acumular riquezas. La Iglesia tiene
que ser pobre y renunciar a las seguridades.
El relato tampoco
ofrece un cristianismo a dos velocidades. Los ‘consejos evangélicos’ serían un
plus voluntario para los más decididos. Esto ha hecho mucho daño, porque ha
dado motivo a la mayoría de cristianos para pensar que lo que dice el evangelio
no va con ellos. Ha hecho daño también a los que optan por la vida religiosa,
porque les ha hecho creer que son los perfectos y con más derechos ante Dios
porque han renunciado a las posesiones materiales.
El fariseísmo que
seguimos manteniendo en este tema es desconcertante. Seguimos buscando mil
escusas para no vernos obligados a entrar en la dinámica del evangelio. Incluso
cuando renunciamos al consumo o a las seguridades terrenas lo hacemos esperando
que me lo paguen con creces en el más allá. Es un hecho que muchos de los
puestos de la jerarquía se buscan expresamente para medrar y tener más dinero,
más seguridades y más poder.
La propuesta de
Jesús no conlleva ninguna renuncia. Si, al llevarla a la práctica, tenemos la
sensación de perder algo, es que no hemos comprendido nada. Se trata de elegir
el camino que me lleve a la plenitud de humanidad. Como seres limitados, elegir
un camino lleva consigo el renunciar a otro. En contra del sentir común, el
renunciar a tener más no es de tontos, sino de personas muy despiertas. La
sabiduría consistiría en la libertad de elección.
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