Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al llegar la noche de aquel mismo
día, el primero de la semana, los discípulos se habían reunido con las puertas
cerradas por miedo a las autoridades judías. Jesús entró y, poniéndose en medio
de los discípulos, los saludó diciendo:
—¡Paz a ustedes!
Dicho esto, les mostró las manos y
el costado. Y ellos se alegraron de ver al Señor. Luego Jesús les dijo otra vez:
—¡Paz a ustedes! Como el Padre me
envió a mí, así yo los envío a ustedes.
Y sopló sobre ellos, y les dijo:
—Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes perdonen los pecados, les
quedarán perdonados; y a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar.
Hoy
Hace muchos años leí un texto que me impresionó mucho; se trata de un testimonio de una joven no creyente que relata una experiencia que me parece que puede iluminar la fiesta que celebra hoy la Iglesia; el texto se llama: “Diatriba contra los cristianos”.
“Me llamo Noemí Herrera o de cualquier otra forma. ¿Qué importa eso? Acabo de llegar de una noche extraña para mí a la cual asistí movida por la curiosidad: la llamada Vigilia de Pentecostés. Soy atea, pero he leído mucho y sigo leyendo; en realidad soy una buscadora afanosa del sentido de la vida. Experimenté en dicha ceremonia una mezcla de asombro, emoción y rabia. Y me dije: “Voy a escribir una página contra los cristianos tan pronto llegue a casa. No hay derecho...”. Sí, no hay derecho a que ustedes, cristianos, despilfarren el tesoro que se halla oculto en sus libros guías, en el Evangelio de Cristo, especialmente.
Ustedes son cobardes, hipócritas, presuntuosos y mezquinos. Viendo su vida, Carlos Marx no tenía más remedio que afirmar que la religión es el opio del pueblo y que, si lo que ustedes viven es la religión, no se puede vacilar en desterrarla del corazón de los hombres. ¿Conque creen en Jesucristo? Pero, ¿saben quién es Él? ¿Qué hizo? ¿Cómo vivió? ¿Contra quienes y a favor de quiénes se pronunció? ¿Quiénes lo mataron y por qué? ¿Lo saben? No. Definitivamente, no los reconozco como discípulos de Cristo. ¿Cómo se pueden comparar con aquellos primeros cristianos, que compartían sus bienes, se ayudaban mutuamente y llevaban una vida de austeridad y servicio? He dicho que son cobardes, hipócritas, presuntuosos y mezquinos. Tal vez he sido benévola. Merecerían adjetivos mucho más severos.
¿No son cristianos esos jefes de empresas que explotan inmisericordemente a sus obreros? ¿Y esos políticos de ‘comunión con fotógrafo’, que decía Fernando González, y que se sienten capaces de todo dizque porque tienen la verdad? ¿Acaso no fueron los ‘cristianos’ los que bañaron en sangre a Colombia en nombre de los partidos tradicionales? Hipócritas... ¿De dónde han sacado en el Evangelio la acérrima defensa de su propiedad privada? De la suya, porque parece que la propiedad privada del pobre no les merece tanto respeto. (...) Cristianos, los condeno y los desprecio. Deben ser testimonio de algo muy grande y muy importante que revolucionó el mundo y trazó pautas del más noble contenido humano. ¿Cómo lo traicionan así? (...).
Sin embargo, los envidio. Anoche tuve la sensación de que, en medio de todo, cuentan con algo inexpresable, misterioso y sutil que llena de alegría los corazones de los jóvenes y crea una nueva atmósfera de igualdad y de paz. “Jesucristo vive”, gritaban a una y yo experimenté, sin saber por qué, un nudo en la garganta. Ciertamente, no puedo gritar lo mismo respecto de Carlos Marx; y de Lenin apenas si tenemos un cadáver embalsamado y yerto allá en Moscú. Pero ¿de qué me sirve todo esto si son incapaces de vivirlo con la intensidad de la mística que exige un verdadero testimonio? Da rabia contemplar su mediocridad como creyentes. Si aplicaran a su fe una centésima parte del interés que ponen en sus negocios, su empuje sería arrollador; nada ni nadie los detendría. Transformarían el mundo. Cristianos, ¡cómo los envidio y cómo los desprecio!”
Siempre que leo este documento, me cuestiona y me golpea. Tenemos un tesoro que no sabemos aprovechar suficientemente y que no alcanza a ser transparente para los que nos ven actuar y vivir. El Espíritu de Jesús sigue presente entre nosotros, según su promesa: “Pero cuando venga el Defensor, el Espíritu de la verdad, que yo voy a enviar de parte del Padre, él será mi testigo. Y ustedes también serán mis testigos, porque han estado conmigo desde el principio”. ¿Seguimos siendo testigos creíbles de la Buena Nueva del Reino que anunció Jesús?
Los hebreos se hacían una idea muy bella y real del
misterio de la vida. Así describe la creación del hombre un viejo relato,
muchos siglos anterior a Cristo: «El Señor Dios modeló al hombre del barro de
la tierra.
Luego sopló en su nariz aliento de vida. Y así el hombre
se convirtió en un [ser] viviente».
Es lo que dice la experiencia. El ser humano es
barro. En cualquier momento se puede desmoronar. ¿Cómo caminar con pies de
barro? ¿Cómo mirar la vida con ojos de barro? ¿Cómo amar con corazón de barro?
Sin embargo, este barro ¡vive! En su interior hay un aliento que le hace vivir.
Es el Aliento de Dios. Su Espíritu vivificador.
Al final de su evangelio, Juan ha descrito una escena
grandiosa. Es el momento culminante de Jesús resucitado. Según su relato, el
nacimiento de la Iglesia es una «nueva creación». Al enviar a sus discípulos,
Jesús «sopla su aliento sobre ellos y les dice: Recibid el Espíritu Santo».
Sin el Espíritu de Jesús, la Iglesia es barro sin vida:
una comunidad incapaz de introducir esperanza, consuelo y vida en el mundo.
Puede pronunciar palabras sublimes sin comunicar el aliento de Dios a los
corazones. Puede hablar con seguridad y firmeza sin afianzar la fe de las
personas. ¿De dónde va a sacar esperanza si no es del aliento de Jesús? ¿Cómo
va a defenderse de la muerte sin el Espíritu del Resucitado?
Sin el Espíritu creador de Jesús podemos terminar viviendo
en una Iglesia que se cierra a toda renovación: no está permitido soñar en
grandes novedades; lo más seguro es una religión estática y controlada, que
cambie lo menos posible; lo que hemos recibido de otros tiempos es también lo
mejor para los nuestros; nuestras generaciones han de celebrar su fe vacilante
con el lenguaje y los ritos de hace muchos siglos. Los caminos están marcados.
No hay que preguntarse por qué.
¿Cómo no gritar con fuerza: «¡Ven, Espíritu Santo! Ven
a tu Iglesia. Ven a liberarnos del miedo, la mediocridad y la falta de fe en tu
fuerza creadora»? No hemos de mirar a otros. Hemos de abrir cada uno
nuestro propio corazón.
Para entender hoy lo que celebramos, debemos mirar a la Trinidad. Lo que digamos lo tenemos adelantado para el próximo domingo. Que yo sepa, la teología oficial nunca ha dicho que el Padre, el Hijo o el Espíritu actuaran por separado. La distinción de las personas en la Trinidad, solo se manifiesta en sus relaciones “ad intra”, es decir, cuando se relacionan una con otra. En sus relaciones “ad extra”, es decir, en sus relaciones con las criaturas, se comportan siempre como uno.
La fiesta de Pentecostés es la culminación de todo el
tiempo pascual. Las primeras comunidades tenían claro que todo lo que estaba
pasando en ellas era obra del Espíritu. Todo lo que había realizado el Espíritu
en Jesús, lo estaba realizando ahora en cada uno de ellos y queda reflejado en
la idea de Pentecostés. Es el símbolo de la acción del Espíritu a través de
Jesús. También para cada uno de nosotros, celebrar la Pascua significa
descubrir la presencia en nosotros de Dios-Espíritu.
Según lo que acabamos de decir, siempre que hablamos del
Espíritu, hablamos de Dios. Y siempre que hablamos de Dios, hablamos del
Espíritu, porque Dios es Espíritu. Pentecostés era una fiesta judía que
conmemoraba la alianza del Sinaí a los cincuenta días de Pascua. Nosotros
celebramos hoy la venida del Espíritu, también a los cincuenta días de la
Pascua, pero sabiendo que no tiene que venir de ninguna parte. Para nosotros el
fundamento de la nueva comunidad no es la Ley sino el Espíritu.
Tanto la “ruah” hebrea como el “pneuma” griego, significan
viento. La raíz de esta palabra en las lenguas semíticas es rwh, que significa
el espacio entre cielo tierra, que puede estar en calma o en movimiento. Sería
el ámbito del que los seres vivos beben la vida. En estas culturas el signo de
vida era la respiración. Ruah vino a significar soplo vital. Cuando Dios modela
al hombre de barro, le sopla en la nariz el hálito de vida. En el evangelio que
hemos leído hoy, Jesús exhala su aliento para comunicar el Espíritu. La misma
tierra era concebida como un ser vivo, el viento era su respiración. No
es tan corriente como suele creerse el uso específicamente teológico del
término "ruah" (espíritu).
Solamente en 20 pasajes del las 389 veces que aparece en
el AT, podemos encontrar este sentido. En los textos más antiguos se habla del
espíritu de Dios que capacita a alguien para llevar a cabo una misión que salva
al pueblo. Con la monarquía el Espíritu se convierte en un don permanente para
el monarca (ungido). De aquí se pasa a hablar del Mesías como portador del
Espíritu. Solo después del exilio, se habla también del don del espíritu al
pueblo en su conjunto.
En el NT, "espíritu" tiene un significado
fluctuante, hasta cierto punto todavía judío. El mismo término "ruah"
se presta a un significado simbólico. Solamente en algunos textos de Juan
parece tener el significado de una persona. El NT no determina con precisión la
relación de la obra salvífica de Jesús con la del E. S. No está claro si el
Pneuma es una entidad personal o si por el contrario significa un aspecto de
Dios.
Es una pena que incluso hayamos materializado al Espíritu.
Pensamos en él como un ser individual que anda por ahí haciendo de la suyas
separado del Padre y del Hijo. La devoción al Espíritu Santo o las innumerables
oraciones que le dirigimos dan cuenta de ello. Como nos pasa con el Padre y el
Hijo estamos incapacitados para no hacernos ninguna imagen individual de ellos.
Querer comprenderlos racionalmente se convierte en un nudo gordiano que nos
tiene atados y no sabemos ni deshacer ni cortar.
Jesús es concebido por el Espíritu, baja sobre él en el
bautismo, es conducido por él al desierto, etc. No podemos pensar en un Jesús
teledirigido por otra entidad desde fuera de él. Según el NT, Cristo y el
Espíritu desempeñan la misma función. Dios es llamado Pneuma; y el mismo Cristo
en algunas ocasiones. En unos relatos lo promete, en otros lo comunica. Unas
veces les dice que la fuerza del E. S. está con ellos, en otros dice que no les
dejará desamparados, que él mismo estará siempre con ellos.
Hoy sabemos que el Espíritu Santo es un aspecto del mismo
Dios. Por lo tanto, forma parte de nosotros mismos y no tiene que venir de
ninguna parte. Está en mí, antes de que yo mismo empezara a existir. Es el
fundamento de mi ser y la causa de todas mis posibilidades de ser en el orden
espiritual. Nada puedo ser ni hacer sin él, pero tampoco estaré nunca privado
de su presencia. Todas las oraciones que piden la venida del E. S. nacen de la
ignorancia de lo que queremos significar con ese nombre.
Está siempre en cada uno de nosotros, pero no siempre
somos conscientes de ello y como Dios no puede violentar ninguna naturaleza,
porque actúa siempre conforme a ella, podemos pasar toda la vida sin descubrir
su presencia. Dios-Espíritu es el mismo en todos y nos empuja hacia la misma
meta. Pero como cada uno estamos en un “lugar” diferente, el camino que nos
obliga a recorrer, será siempre distinto.
No es la meta la que distinguen a los que se dejan
mover por el Espíritu, sino los caminos que llevan a ella. El labrador, el
médico, el sacerdote tienen que tener el mismo objetivo vital si están movidos
por el mismo Espíritu, pero su tarea es distinta. Una mayor humanidad será la
manifestación de su presencia. La mayor preocupación por los demás, es la mejor
muestra de que uno se está dejando llevar por él.
Si Dios está en cada uno de nosotros como Absoluto, no hay
manera de imaginar que pueda darse más a uno que a otro. En toda criatura se ha
derramado todo el Espíritu. Esgrimir el Espíritu como garantía de autoridad es
la mejor prueba de que uno no se ha enterado de lo que tiene dentro. Porque
tiene la fuerza del Espíritu, el campesino será responsable y solícito en su
trabajo y con su familia. En nombre del mismo Espíritu, el obispo desempeñará
las tareas propias de su cargo. Siempre que queremos imponernos a los demás con
cualquier clase de autoridad, estamos dejándonos llevar de nuestro espíritu
raquítico, no del Espíritu.
La presencia de Dios en nosotros nos mueve a parecernos a
Él. Pero, si tenemos una idea masculina de Dios como poder, señorío y mando,
que premia y castiga, repetiremos esas cualidades en nosotros. El intento de
ser como Dios, en el relato de la torre de Babel, queda contrarrestado en este
relato que nos habla de reunir y unificar lo que era diverso. El único lenguaje
que todo el mundo entiende es el amor. Si descubrimos el Dios de Jesús que es
amor total, intentaremos repetir en nosotros ese Dios, amando, reconciliando y
sirviendo a los demás. Esta es la diferencia abismal entre seguir al
Dios-Espíritu o a nuestro espíritu.
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