XXXIII Domingo de Tiempo Ordinario – Ciclo A (Mt 25, 14-15.19-21) – noviembre 19, 2023
Evangelio
según
san Mateo 25, 14-16.19-21
En
aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: "El Reino de los cielos
se parece también a un hombre que iba a salir de viaje a tierras lejanas; llamó
a sus servidores de confianza y les encargó sus bienes. A uno le dio cinco
talentos; a otro, dos; y a un tercero, uno, según la capacidad de cada uno, y
luego se fue.
Después
de mucho tiempo regresó aquel hombre y llamó a cuentas a sus servidores. Se
acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco,
diciendo: 'Señor, cinco talentos me dejaste; aquí tienes otros cinco, que con
ellos he ganado'. Su señor le dijo: 'Te felicito, siervo bueno y fiel. Puesto
que has sido fiel en cosas de poco valor, te confiaré cosas de mucho valor.
Entra a tomar parte en la alegría de tu señor'.
Todos hemos recibido del Señor talentos, bienes de Dios que están bajo nuestro cuidado. Este domingo podremos preguntarnos: ¿Cuáles son los talentos que he recibido? ¿Qué bienes el Señor me ha confiado?
Hay que responder con libertad, sin falsa modestia; reconocer lo que se nos ha confiado no debe llenarnos de soberbia, sino de responsabilidad.
Eso que el Señor nos ha confiado, no es para beneplácito de nosotros mismos, ni para llenarnos de un orgullo narcisista; tampoco es para “enterrarlo”, para guardarlo como posesión, es para mutiplicarlo y compartirlo, para entregarlo. ¿Qué cuenta daremos al Señor el último día de aquello que nos ha confiado? ¿Qué historias compartiremos con Él, de lo que hemos vivido y realizado? Vaya llamada la que nos hace la Palabra este domingo: reconocer y responsabilizarnos; multiplicar y compartir, para entregar y recibir más de nuestro Señor que nos ha confiado tanto.
#felizdomingo
“(...)
a cada uno según su capacidad”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Hace unos días me llegó este
mensaje por el correo electrónico: “Aquel día lo vi distinto. Tenía la mirada
enfocada en lo distante. Casi ausente. Pienso ahora que tal vez presentía que
ese era el último día de su vida. Me aproximé y le dije: – ¡Buen día, abuelo!
Él extendió su silencio. Me senté junto a su sillón y luego de un misterioso
instante, exclamó: – ¡Hoy es día de inventario, hijo! – ¿Inventario? – pregunté
sorprendido. – Si... ¡El inventario de las cosas perdidas! – me contestó con
cierta energía y no sé si con tristeza o alegría. Y prosiguió: – En el lugar de
donde yo vengo las montañas quiebran el cielo como monstruosas presencias
constantes. Siempre tuve deseos de escalar la más alta, nunca lo hice, no tuve
tiempo ni la voluntad suficiente para sobreponerme a mi inercia. Recuerdo
también a Mara, aquella chica que amé en silencio por cuatro años, hasta que un
día se marchó del pueblo, sin yo saberlo. ¿Sabes algo? También estuve a punto
de estudiar ingeniería, pero mis padres no pudieron pagarme los estudios.
Además, el trabajo en la carpintería de mi padre no me permitía viajar. ¡Tantas
cosas no concluidas, tantos amores no declarados, tantas oportunidades
perdidas! Luego, su mirada se hundió aún más en el vacío y se humedecieron sus
ojos. Y continuó: – En los treinta años que estuve casado con Rita, creo que
sólo cuatro o cinco veces le dije: "Te amo". Luego de un breve
silencio, regresó de su viaje mental y mirándome a los ojos me dijo: – Este es
mi inventario de cosas perdidas, la revisión de mi vida. A mí ya no me sirve. A
ti sí. Te lo dejo como regalo para que puedas hacer tu inventario a tiempo.
Y luego, con cierta alegría en
el rostro, continuó con entusiasmo y casi divertido: – ¿Sabes qué he
descubierto en estos días? – ¿Qué, abuelo? Aguardó unos segundos y no contestó.
Sólo me interrogó nuevamente: –¿Cuál es el pecado más grave en la vida de un
hombre? La pregunta me sorprendió y sólo atiné a decir con inseguridad: – No lo
había pensado. Supongo que matar a otros seres humanos, odiar al prójimo y
desearle mal. ¿Tener malos pensamientos, tal vez? Su cara reflejaba una
negativa. Me miró intensamente, como marcando el momento y en tono grave y
firme me señaló: – El pecado más grave en la vida de un ser humano es el pecado
de omisión. Y lo más doloroso es descubrir las cosas perdidas sin tener tiempo
para encontrarlas y recuperarlas.
Al día siguiente regresé
temprano a casa, luego del entierro del abuelo, para realizar en forma urgente
mi propio inventario de las cosas perdidas. El expresarnos nos deja muchas
satisfacciones, así que no tengas miedo, y procura hacer lo que sabes que es
bueno... antes de que sea demasiado tarde. Dile a ese ser: "Te amo,
perdóname, me equivoqué”. Dile a Él: “Me arrepiento, Señor, por favor
perdóname".
Muchas veces nos quedamos
mirando a los que recibieron más, o a los que recibieron menos... Las monedas
que hemos recibido, no son para guardarlas en un hoyo, sino para hacerlas
producir, en la medida de nuestras capacidades. Carpe diem, decían los
antiguos… Hay que aprovechar el día, cada día y hacer lo que tenemos que hacer.
NO ENTERRAR LA VIDA
La parábola de los talentos es seguramente una de las más
conocidas. Antes de salir de viaje, un señor confía sus bienes a tres
empleados. Los dos primeros se ponen de inmediato a trabajar. Cuando el señor
regresa, le presentan los resultados: ambos han duplicado los talentos
recibidos. Su esfuerzo es premiado con generosidad, pues han sabido responder a
las expectativas de su señor.
La actuación del tercer empleado es extraña. Lo único que
se le ocurre es «esconder bajo tierra» el talento recibido y conservarlo seguro
hasta el final. Cuando llega el señor, se lo entrega pensando que ha respondido
fielmente a sus deseos: «Aquí tienes lo tuyo». El señor lo condena. Este
empleado «negligente y holgazán» no ha entendido nada. Solo ha pensado en su
seguridad.
El mensaje de Jesús es claro. No al conservadurismo, sí a
la creatividad. No a una vida estéril, sí a la respuesta activa a Dios. No a la
obsesión por la seguridad, sí al esfuerzo arriesgado por transformar el mundo.
No a la fe enterrada bajo el conformismo, sí al seguimiento comprometido a
Jesús.
Es muy tentador vivir siempre evitando problemas y
buscando tranquilidad: no comprometernos en nada que nos pueda complicar la
vida, defender nuestro pequeño bienestar. No hay mejor forma de vivir una vida
estéril, pequeña y sin horizonte.
Lo mismo sucede en la vida cristiana. Nuestro mayor riesgo
no es salirnos de los esquemas de siempre y caer en innovaciones exageradas,
sino congelar nuestra fe y apagar la frescura del evangelio. Hemos de
preguntarnos qué estamos sembrando en la sociedad, a quiénes contagiamos
esperanza, dónde aliviamos sufrimiento.
Sería un error presentarnos ante Dios con la actitud del
tercer siervo: «Aquí tienes lo tuyo. Aquí está tu evangelio, el proyecto de tu
reino, tu mensaje de amor a los que sufren. Lo hemos conservado fielmente. No
ha servido para transformar nuestra vida ni para introducir tu reino en el
mundo. No hemos querido correr riesgos. Pero aquí lo tienes intacto».
DIOS NO TIENE NADA PARA DAR, SE DA ÉL
MISMO ABSOLUTAMENTE
Es la parábola más tergiversada de todo el evangelio. Nos llevaría varias horas desenredar todas las descabelladas interpretaciones. La interpretación que entienda el talento como riqueza es descabellada. Toda interpretación que se base en mérito y recompensa es contraria al evangelio que predica la gratuidad absoluta. Lo tenemos tan asimilado que en nuestra sociedad no se mueve un dedo sin esperar la paga. Toda interpretación que considere los talentos como cualidades de la persona es falsa.
El talento no era una moneda. En griego “tálanton”
significa el contenido de un platillo de la balanza (una pesada). Era una
cantidad desorbitada, que equivalía a 26-41 kilos de plata = 6.000 denarios; 16
años de salario de un jornalero. Para entender lo de enterrar el talento, hay
que tener en cuenta que había una norma jurídica, según la cual, el que
enterraba el dinero que tenía en custodia, no tenía responsabilidad civil si se
perdía. Enterrar el dinero se consideraba una buena práctica.
Durante mucho tiempo se ha interpretado la parábola
materialmente, creyendo que nos invitaba a producir y acaparar bienes
materiales. De esta mala interpretación nace el capitalismo salvaje en
Occidente, que nos ha llevado a desigualdades sangrantes que no hacen más que
crecer, incluso en plena crisis. Una vez más, hemos utilizado el evangelio en
contra del mensaje de Jesús. Me gusta más la versión de Lc en la que todos
reciben lo mismo; la diferencia está solo en la respuesta.
También sería insuficiente interpretar “talentos” como
cualidades de la persona. Esta interpretación es la más común y ha quedado
sancionada por nuestro lenguaje, persona con talento. Tampoco es éste el
verdadero planteamiento de la parábola. En el orden de las cualidades, estamos
obligados a desplegar todas las posibilidades, pero siempre pensando en el bien
de todos y no para acaparar más y desplumar a los menos capacitados, dando
gracias a Dios por ser más listos que los demás.
Si nos quedamos en el orden de las cualidades, podíamos
concluir que Dios es injusto. La parábola no juzga las cualidades, sino el uso
que hago de ellas. Tenga más o menos, lo que se me pide es que las ponga al
servicio de mi auténtico ser, al servicio de todos. En el orden del ser, todos
somos idénticos. Si percibimos diferencias es que estamos valorando lo
accidental. Las bienaventuranzas lo dejan muy claro: por más carencias que
sientas, puedes alcanzar la plenitud humana.
En todos los órdenes tenemos que poner los talentos a
fructificar, pero no todos los órdenes tienen la misma importancia. Como seres
humanos tenemos algo esencial, y mucho que es accidental. Lo importante es la
esencia que constituye al hombre como tal. Ese es el verdadero talento. Todo lo
que puede tener o no tener (lo accidental) no debe ser la principal
preocupación. Los talentos de que habla el evangelio hacen referencia a las
realidades que hacen al hombre más humano. Y ya sabemos que ser más humano significa
ser capaz de amar más.
Los talentos son los bienes esenciales que debemos
descubrir. La parábola del tesoro escondido es la mejor pista. Somos un tesoro
de valor incalculable. La primera obligación de un ser humano es descubrirlo.
La “buena noticia” sería que todos pusiéramos ese tesoro al servicio de todos.
En eso consistiría el Reino predicado por Jesús. El relato del domingo pasado,
el de hoy y el del próximo, terminan prácticamente igual: “Entraron al banquete
de boda...”. “Pasa al banquete de tu señor”. “Heredad el Reino...”. Banquete,
boda y Reino son símbolos de plenitud.
Algunos puntos necesitan aclaración. En primer lugar, el
que no arriesga el dinero no lo hace por holgazanería o comodidad, sino por
miedo. El siervo inútil no derrocha la fortuna; simplemente la guarda. Debía
hacernos pensar que se condene uno por no hacer nada. En nuestras comunidades
lo que hoy predomina es el miedo. No nos deja poner en marcha iniciativas que
supongan riesgo de perder seguridades. Con esa actitud, se está cercenando la
posibilidad de llevar esperanza a muchos desesperados.
En segundo lugar, la actitud del Señor no puede ser
ejemplo de lo que es Dios. En la parábola del hijo pródigo, el hijo díscolo es
tratado por el Padre de una manera muy diferente. Quitarle al que tiene menos
lo poco que tiene para dárselo al que tiene más, tomando al pie de la letra,
sería impropio del Dios de Jesús. Dios no tiene ninguna necesidad de castigar.
El que escondió el talento ya se ha dañado, haciéndolo inútil para él y para
los demás. Es algo que teníamos que aprender nosotros.
Tanto el que negocia con cinco, como el que negocia con
dos, reciben exactamente el mismo premio. Esto indica que en ningún caso se
trata de valorar los resultados del trabajo, sino la actitud de los empleados.
En una cultura en la que todo se valora por los resultados, es muy difícil
comprender esto. En un ambiente social donde nadie se mueve si no es por una
paga; donde todo lo que hace tiene que reportar algún beneficio, es casi
imposible comprender la gratuidad que nos pide el evangelio.
La parábola nos habla de progreso, de evolución constante
hacia lo no descubierto. El único pecado es negarse a caminar. El ser humano
tiene que estar volcado hacia su interior para poder desplegar todas sus
posibilidades. Todo el pasado del hombre (y de la vida) no es más que el punto
de partida, la rampa de lanzamiento hacia mayor plenitud. La tentación está en
asegurar lo que tengo, enterrar el talento. Tal actitud no demuestra más que
falta de confianza en uno mismo y en la vida, en Dios.
Lo que tenemos que hacer es tomar conciencia de la riqueza
que ya tenemos. Unos no llegamos a descubrirla y otros la escondemos. El
resultado es el mismo. No es nada fácil, porque nos han repetido hasta la
saciedad que estamos en pecado desde antes de nacer, que no valemos para nada,
que la única salvación posible tiene que venirnos de fuera. Lo malo es que nos
lo seguimos creyendo. El relato del camello que se negaba a moverse porque se
creía atado a la estaca, aunque no lo estaba. O el león que vivía con las
ovejas como un borrego son los mejores ejemplos.
Todo afán de seguridades nos aleja del mensaje de Jesús.
Todo intento de alcanzar verdades absolutas y normas de conducta inmutables,
que nos dejen tranquilos, carecen de sentido cristiano. Ninguna
conceptualización de Dios puede ser definitiva. Estamos aquí para evolucionar,
para que la vida nos atraviese y salga de nosotros enriquecida. Nuestro
objetivo debía ser que, al abandonar este mundo, lo dejáramos un poquito mejor
que cuando llegamos a él, haciéndolo más humano.
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