Una caricatura de Justo y Franco, dos
personajes de las tiras cómicas publicadas en un periódico colombiano, traía
alguna vez cinco escenas que me impactaron. En el primer cuadro aparecen dos
hombres de las cavernas en lo alto de un barranco tallando una enorme rueda de
piedra. El segundo cuadro muestra cómo, en medio de su trabajo, se les suelta
la rueda, que cae al vacío; al fondo del barranco hay otro hombre que va
saliendo de una de las cavernas, justo debajo del barranco por donde cae la
enorme rueda de piedra. En el tercer cuadro la piedra cae encima del hombre que
salía de la caverna. Los dos personajes contemplan la escena desde lo alto del
barranco. El cuarto cuadro muestra cómo el hombre que es golpeado insulta a los
dos cavernícolas que están en lo alto del barranco contemplando el daño que han
hecho sin querer... Por último, en el cuadro final, mientras la víctima se
aleja y sigue insultando a sus agresores, los dos hombres en lo alto comentan:
“Esta moda del idioma es una linda invención, pero las palabras nunca
reemplazarán a los palos y las rocas”.
Efectivamente, esta moda del idioma,
como llaman estos cavernícolas a los insultos del afectado por el accidente
de trabajo, nunca reemplazará la contundencia de las acciones. Comúnmente se
dice que las palabras lo aguantan todo, y es verdad. Hablar, prometer, jurar,
asegurar, y aún orar, si no se traducen en acciones muy concretas que sirvan
de autenticación de lo que se ha hablado, prometido, jurado,
asegurado o, incluso, orado, nos quedamos a la mitad del camino.
Conozco a muchas personas a quienes les
gusta conversar sobre sus dificultades para vivir la fe; tienen serias dudas
sobre muchos de los dogmas de nuestro credo, no comparten muchas de las
orientaciones disciplinarias de la Iglesia, les cuesta mucho vivir una práctica
ritual sin acabar de entender del todo su contenido... Sin embargo, viven con
bastante coherencia su propia existencia. Tratan de ser fieles a su propia
conciencia que les va indicando el camino que deben tomar en circunstancias
complejas y confusas. Conozco también, y sobre todo porque me conozco a
mi, a personas que afirman todos y cada uno de los dogmas, hacen gala de seguir
milimétricamente las orientaciones disciplinarias de la Iglesia y se ufanan de
ser fieles a los ritos y prácticas religiosas a los que obliga la fe; sin
embargo, a la hora de las definiciones, nos quedamos cortos en nuestra
respuesta generosa y entregada.
“¿Cuál de los dos hizo lo que su padre
quería?” Es la pregunta que Jesús le lanza a los Jefes de los sacerdotes y a
los ancianos de los judíos en pleno templo de Jerusalén, después de contarles
la parábola de los dos hijos; uno que dice “¡No quiero ir! Pero después cambió
de parecer, y fue”. Y el otro que dice “Si, señor, yo iré. Pero no fue”. Desde luego,
sus interlocutores no podían quedar tranquilos. De alguna forma se explica la
pasión y muerte del Señor. Porque decirle a los Jefes que “los
publicanos y las prostitutas entrarán antes que ustedes en el reino de Dios” es
una manera de utilizar esa moda del idioma de la que se burlaban los
cavernícolas de la tira cómica.
LOS LLEVAN LA DELANTERA
José Antonio Pagola
La parábola es tan simple que parece poco digna de un
gran profeta como Jesús. Sin embargo, no está dirigida al grupo de niños que
corretea a su alrededor, sino a «los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo»,
que lo acosan cuando se acerca al templo.
Según el relato, un padre pide a dos de sus hijos que
vayan a trabajar a su viña. El primero le responde bruscamente: «No quiero»,
pero no se olvida de la llamada del padre y termina trabajando en la viña. El
segundo reacciona con una disponibilidad admirable: «Por supuesto que voy,
señor», pero todo se queda en palabras. Nadie lo verá trabajando en la viña.
El mensaje de la parábola es claro. También los
dirigentes religiosos que escuchan a Jesús están de acuerdo. Ante Dios, lo
importante no es «hablar», sino «hacer». Para cumplir la voluntad del Padre del
cielo, lo decisivo no son las palabras, promesas y rezos, sino los hechos y la
vida cotidiana.
Lo sorprendente es la aplicación de Jesús. Sus
palabras no pueden ser más duras. Solo las recoge el evangelista Mateo, pero no
hay duda de que provienen de Jesús. Solo él tenía esa libertad frente a los
dirigentes religiosos: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os
llevan la delantera en el camino del reino de Dios».
Jesús está hablando desde su propia experiencia. Los
dirigentes religiosos han dicho «sí» a Dios. Son los primeros en hablar de él,
de su ley y de su templo. Pero, cuando Jesús los llama a «buscar el reino de
Dios y su justicia», se cierran a su mensaje y no entran por ese camino. Dicen
«no» a Dios con su resistencia a Jesús.
Los recaudadores y prostitutas han dicho «no» a Dios.
Viven fuera de la ley, están excluidos del templo. Sin embargo, cuando Jesús
les ofrece la amistad de Dios, escuchan su llamada y dan pasos hacia la
conversión. Para Jesús no hay duda: el publicano Zaqueo, la prostituta que ha
regado con lágrimas sus pies y tantos otros… van por delante en «el camino del
reino de Dios».
En este camino van por delante no quienes hacen
solemnes profesiones de fe, sino los que se abren a Jesús dando pasos concretos
de conversión al proyecto del Padre.
LOS HECHOS SON LOS QUE VAN A MISA,
LAS PALABRAS SE LAS LLEVA EL VIENTO
Fray
Marcos
Es muy peligroso creerse perfecto. Lo importante es
descubrir los fallos y rectificar lo que se ha hecho mal. La pura teoría no
sirve para nada, solo la vida salva. Lo que digamos o lo que proclamamos son
solo palabras vacías, mientras no vayan acompañados por una actitud vital, que
inevitablemente se manifestará en las obras. En el evangelio de Juan, Jesús
pone como instancia definitiva sus obras. “Si no me creéis a mí, creed a las
obras”.
El domingo pasado nos hablaba de periodistas. Hoy nos
habla de hijos. En el AT, el pueblo, en su conjunto, se consideraba hijo de
Dios. Jesús distingue ahora dos hijos: los que se consideran verdaderos
israelitas y los que los jefes religiosos consideran pecadores. Recordemos que
ser hijo significaba hacer siempre la voluntad del padre. Un buen hijo era el
que salía al padre. El que dejaba de hacer la voluntad del padre, dejaba de ser
hijo. ¿Quién hizo la voluntad del padre? quiere decir: ¿Quién es verdadero
Hijo?
Jesús se enfrenta a los jefes religiosos, como respuesta a
la oposición que los evangelios manifiestan. Todos los evangelios dejan clara
esa lucha a muerte de las instancias religiosas contra Jesús. Sin embargo, no
podemos sacar de estas parábolas argumentos antisemitas. Las prostitutas y los
recaudadores de impuestos, que Jesús pone por delante de los jefes religiosos,
eran también judíos; y los primeros cristianos eran todos judíos.
Los fariseos no tenían nada de qué arrepentirse, eran
perfectos, porque decían “sí” a todos los mandamientos. Consideraban que tenían
derecho al favor de Dios, por eso rechazan de plano el cambio que les propone
Jesús. Como los de primera hora del domingo pasado exigen mayor paga por su
trabajo. Para ellos es intolerable que Dios pague lo mismo al que no ha
trabajado. No se dan cuenta de que su respuesta es solamente formal, sin
compromiso vital alguno. El espíritu de la Ley no les importaba.
El escándalo está solucionado: Para Jesús no hay duda, los
que se consideran buenos son los malos, y los malos son los buenos. Los
primeros eran lo estrictos cumplidores de la Ley, los segundos ni la conocían
ni podían cumplirla. Los primeros ponían su empeño en el cumplimiento externo
de las normas. Los otros buscaban una posibilidad de hacerse más humanos,
porque se sabían pecadores. Jesús deja claro cual es la voluntad de Dios, y
quién la cumple, pero también deja claro que tanto los unos como los otros son
hijos.
Los recaudadores y las prostitutas os llevan la delantera
en el Reino. Es una de las frases más hirientes que pudo decir Jesús a los jerifaltes
religiosos. Eran las dos clases de personas más denigradas y odiadas por las
instancias religiosas. Pero Jesús sabía muy bien lo que decía. El organigrama
religioso-social de su tiempo era represivo e injusto. Que esa situación se
mantuviera en nombre de Dios no podía aguantarlo quien había descubierto un
Dios que quiere el bien de todos los seres humanos.
No se alude en el relato a las otras dos situaciones que
se pueden dar: El hijo que dice sí y va a trabajar a la viña; y el hijo que
dice no, y no va. En estos dos casos no hay posibilidad de equivocarse ni cabe
la pregunta de quién cumple la voluntad del padre. Lo que pretende el relato es
advertir sobre el engaño en que puede caer el que interpreta superficialmente
ya la ligera la situación del que dice “sí” y del que dice “no”.
No debemos engañarnos. La simplicidad del relato esconde
una enseñanza fundamental. Como conclusión general tenemos que decir que los
hechos son lo importante, y que las palabras sirven de muy poco. La praxis
prevalece siempre sobre la teoría. El evangelio no nos invita a decir primero
no y después sí. El ideal sería decir sí y hacer; pero lo maravilloso del
mensaje está precisamente ahí: Dios comprende nuestra limitación radical y
admite la posibilidad de rectificación, después de “recapacitar”, dice el
texto.
Nuestras actitudes religiosas son incoherentes. Llevamos
muchos siglos haciendo una religión de ritos, doctrinas y preceptos. Desde el
bautismo decimos “sí voy”, pero nos quedamos siempre en donde estamos. No hay
más que ver lo que se entiende por “practicante” para darse cuenta de que no
tiene nada que ver con las exigencias del evangelio. Ser cristiano es descubrir
la voluntad del Padre y cumplirla siempre y en todo. Nos estamos yendo cada vez
más por las ramas y alejándonos de la raíz del evangelio.
Se nos llena la boca proclamando pomposamente que somos
cristianos, pero hay muchos que, sin serlo, cumplen el evangelio mucho mejor
que nosotros. El fariseísmo se ha convertido en moneda corriente entre
nosotros, y damos por hecho que basta hablar del evangelio u oír hablar de él y
aceptar su mensaje para tranquilizar nuestra conciencia. Hay un refrán que lo
expresa muy bien: “Obras son amores y no buenas razones”.
En la primera lectura ya se nos dice que ni siquiera los
mayores fallos son definitivos. Podemos en cualquier momento rectificar la
trayectoria equivocada. Los errores cometidos pueden ayudarnos a encontrar el
camino verdadero. Nuestro conocimiento es limitado y tenemos que aceptar esta
condición porque es parte de nuestra naturaleza. No podemos pretender, ni para
nosotros ni para los demás, la perfección. Cuando exigimos a un ser humano ser
pluscuamperfecto estamos exigiéndole que deje de ser humano.
Solo la experiencia me dice qué es lo que me deteriora y
qué es lo que me enriquece como ser humano. Cuando damos por absoluta una
norma, nos negamos a progresar. El gran peligro es creer que Dios nos ha dado
directamente esa norma. Desde esa perspectiva se siguen cometiendo verdaderas
barbaridades en contra del ser humano. El Dios de Jesús nunca puede ir en
contra del hombre; las normas que hemos promulgado en su nombre, sí. Entender
la religión como verdades absolutas, es fundamentalismo.
También hoy podemos ir más allá de la parábola. Ni
siquiera las obras tienen valor absoluto. Las obras pueden ser la manifestación
de una actitud vital, pero pueden ser fruto de una programación desconectada de
nuestro verdadero ser. Los fariseos cumplían todas las normas, pero lo hacían
mecánicamente, sin ninguna sinceridad de corazón. No pierda el tiempo tratando
de situarse en una de las partes. Todos estamos diciendo “no” cada tres por
cuatro, y todos estamos diciendo “sí” con una pasmosa ligereza.
Quiero resaltar el paralelismo de esta parábola con la del
hijo pródigo. En ambas la actitud del padre es decisiva, aunque no se suele
tener en cuenta. En aquella cultura (ser hijo significaba por encima de todo
obedecer al padre) resalta su actitud ante los dos. Confía en las palabras del
segundo, pero no toma represalias contra el primero rebelde. Mantiene la
esperanza y crea un ámbito que hace posible la recapacitación del primero. El
hijo deja de ser hijo, pero el padre sigue siendo padre y sigue confiando en el
hijo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario