sábado, 9 de septiembre de 2023

XXIII Domingo de Tiempo Ordinario – Ciclo A

 XXIII Domingo de Tiempo Ordinario – Ciclo A (Mt 18, 15-20) – septiembre 10, 2023



Evangelio según san Mateo 18, 15-20

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si tu hermano comete un pecado, ve y amonéstalo a solas. Si te escucha, habrás salvado a tu hermano. Si no te hace caso, hazte acompañar de una o dos personas, para que todo lo que se diga conste por boca de dos o tres testigos. Pero si ni así te hace caso, díselo a la comunidad; y si ni a la comunidad le hace caso, apártate de él como de un pagano o de un publicano.

Yo les aseguro que todo lo que aten en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo.

Yo les aseguro también, que si dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir algo, sea lo que fuere, mi Padre celestial se lo concederá; pues donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos''.

Reflexiones Buena Nueva

#Microhomilia

Hernán Quezada, SJ 

La Palabra nos recuerda que nuestra ley se resume en el amor. La llamada al amor se ha de vivir en lo cotidiano de nuestras vidas, en cada momento, en cada encuentro. El Evangelio nos muestra otro aspecto de esta llamada, la responsabilidad ante quien no vive en el amor. ¿Qué hacemos cuando consideramos que nuestro prójimo va por la ruta de las rupturas? La tentación es seguir de largo; Jesús hoy nos llama a la acción, a la desafiante corrección fraterna, que contiene conflicto, compromiso y disposición a amar-amonestar a quien consideramos rompe con la llamada al amor. Es llamada a renunciar a murmuraciones y escarnios públicos, a juicios sin diálogo, sin lugar para la conversión. Es llamada a ejercer la caridad a través de la amonestación a quien puede resultarnos difícil verlo con amor.

¿Qué suscita la Palabra hoy en tu corazón? Pidamos con el salmista: "Señor, que no seamos sordos a tu voz".

#FelizDomingo

 

“Si tu hermano te hace algo malo (...)”

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

Había una señora a la que le tenían mucha envidia. Casi todos los días, cuando salía a la puerta de su casa para barrer, encontraba estiércol que las vecinas le dejaban en señal de desprecio. La señora no protestaba nunca. Hasta que un buen día, sabiendo que sus vecinas eran las que le dejaban porquerías delante de su puerta todas las noches, decidió colocar un arreglo floral delante de la puerta de cada una de ellas. En cada uno de los arreglos, las vecinas encontraron un letrero que decía: “Cada uno da de lo que tiene”.

El Evangelio propone, en distintos momentos, formas diferentes de responder a las ofensas y daños que los otros nos hacen. La más conocida es la invitación de Jesús que dice: “Si alguien te pega en una mejilla, ofrécele también la otra. Si alguien te demanda y te quiere quitar la camisa, déjale que se lleve también tu capa. Si te obligan a llevar carga una milla, llévala dos” (Mateo 5, 39-41). En otra momento, cuando Jesús respondió a una de las preguntas del interrogatorio del sumo sacerdote, “uno de los guardianes del templo le dio una bofetada, diciéndole: ¿Así contestas al sumo sacerdote?” Esta vez Jesús no ofreció la otra mejilla... Sencillamente le preguntó al agresor: “Si he dicho algo malo, dime en qué ha consistido; y si lo que he dicho está bien, ¿por qué me pegas?” (Juan 18, 22-23). Otras veces Jesús sencillamente guardó silencio ante la agresión y la violencia que otros ejercieron contra él, como queda patente en todo el proceso de la Pasión.

Este domingo el Evangelio nos presenta otra alternativa para responder al mal que los otros nos pueden causar: “Si tu hermano te hace algo malo, habla con él a solas y hazle reconocer su falta. Si te hace caso, ya has ganado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a una o dos personas más, para que toda acusación se base en el testimonio de dos o tres testigos. Si tampoco les hace caso a ellos, díselo a la congregación; y si tampoco hace caso a la congregación, entonces habrás de considerarlo como un pagano o como uno de esos que cobran impuestos para Roma”.

Se trata de todo un plan de acción ante las agresiones que podemos sufrir. La invitación es a conversar con el que nos hace daño y tratar de ayudarlo a caer en la cuenta de su error; si no hiciera caso a nuestro reclamo, Jesús invita a buscar a otros que apoyen nuestra solicitud de cambio... Y si esto tampoco tuviera efecto positivo, pues habría que comentarlo con toda la comunidad. Pero queda aún una última alternativa: “habrás de considerarlo como un pagano o como uno de esos que cobran impuestos para Roma”.

A simple vista, esto podría significar desprecio, rechazo total, renuncia a buscar su transformación; sin embargo, el modo como Jesús trató a los ‘paganos’ y a los ‘publicanos’, hace pensar que la invitación es a tener con ellos una paciencia aún mayor y una delicadeza extrema. ¿Cuál es nuestra actitud ante las ofensas o daños que recibimos de los demás? ¿De verdad nos hemos dejado impregnar por las actitudes de Jesús? Tal vez la creatividad de la señora de la historia con la que comenzamos pueda ayudarnos a buscar alternativas más evangélicas ante el dolor que los otros nos pueden causar.

UNA IGLESIA REUNIDA EN EL NOMBRE DE JESÚS

José Antonio Pagola

Cuando uno vive distanciado de la religión o se ha visto decepcionado por la actuación de los cristianos, es fácil que la Iglesia se le presente solo como una gran organización. Una especie de «multinacional» ocupada en defender y sacar adelante sus propios intereses. Estas personas, por lo general, solo conocen a la Iglesia desde fuera. Hablan del Vaticano, critican las intervenciones de la jerarquía, se irritan ante ciertas actuaciones del papa. La Iglesia es para ellas una institución anacrónica de la que viven lejos.

No es esta la experiencia de quienes se sienten miembros de una comunidad creyente. Para estos, el rostro concreto de la Iglesia es casi siempre su propia parroquia. Ese grupo de personas amigas que se reúnen cada domingo para celebrar la eucaristía. Ese lugar de encuentro donde celebran la fe y rezan todos juntos a Dios. Esa comunidad donde se bautiza a los hijos o se despide a los seres queridos hasta el encuentro final en la otra vida.

Para quien vive en la Iglesia buscando en ella la comunidad de Jesús, la Iglesia es casi siempre fuente de alegría y motivo de sufrimiento. Por una parte, la Iglesia es estímulo y gozo; Podemos experimentar dentro de ella el recuerdo de Jesús, escuchar su mensaje, rastrear su espíritu, alimentar nuestra fe en el Dios vivo. Por otra, la Iglesia hace sufrir, porque observamos en ella incoherencias y rutina; con frecuencia es demasiado grande la distancia entre lo que se predica y lo que se vive; falta vitalidad evangélica; en muchas cosas se ha ido perdiendo el estilo de Jesús.

Esta es la mayor tragedia de la Iglesia. Jesús ya no es amado ni venerado como en las primeras comunidades. No se conoce ni se comprende su originalidad. Bastantes no llegarán ni siquiera a sospechar la experiencia salvadora que vivieron los primeros que se encontraron con él. Hemos hecho una Iglesia donde no pocos cristianos se imaginan que, por el hecho de aceptar unas doctrinas y de cumplir unas prácticas religiosas, están siguiendo a Cristo como los primeros discípulos.

Y, sin embargo, en esto consiste el núcleo esencial de la Iglesia. En vivir la adhesión a Cristo en comunidad, reactualizando la experiencia de quienes encontraron en él la cercanía, el amor y el perdón de Dios. Por eso, tal vez, el texto eclesiológico más fundamental son estas palabras de Jesús que leemos en el evangelio: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».

El primer quehacer de la Iglesia es aprender a «reunirse en el nombre de Jesús». Alimentar su recuerdo, vivir de su presencia, reactualizar su fe en Dios, abrir hoy nuevos caminos a su Espíritu. Cuando esto falta, todo corre el riesgo de quedar desvirtuado por nuestra mediocridad.

SIN COMUNIDAD NO PUEDE HABER PERSONA HUMANA

Fray Marcos

Del capítulo 16 hemos pasado al 18. Mateo comienza una serie de discursos sobre la comunidad. Es la primera vez que se emplea el término “hermano” para designar a los miembros de la comunidad. Hay que notar que este texto está a continuación de la parábola de la oveja perdida, que termina con la frase: “Así tu Padre no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”. El tema de hoy no es el perdón. Los textos lo dan por supuesto y van mucho más allá al tratar de ganar al hermano que ha fallado.

Lo que nos relata el evangelio de hoy es lo que se venía practicando en la comunidad de Mateo. Se trata de prácticas que ya se llevaban a cabo en la sinagoga. En este evangelio es muy relevante la preocupación por la vida interna de la comunidad (Iglesia). El evangelio nos advierte que no se parte de una comunidad de perfectos, sino de una comunidad de hermanos, que reconocen sus limitaciones y necesitan el apoyo de los demás para superar sus fallos. Los conflictos pueden surgir en cualquier momento, pero lo importante es estar preparado para superarlos sin violencia.

En la primera frase tenemos un problema en el mismo texto, porque han llegado a nosotros distintas versiones: 'si tu hermano peca', 'si tu hermano peca contra ti', 'si tu hermano te ofende'. Lo que está claro es que ninguna de estas versiones se puede remontar a Jesús. Los evangelios ponen en boca de Jesús lo que era práctica de la comunidad para darle valor definitivo. Al fallo debía responder perdón y corrección. El próximo domingo, Jesús le dirá a Pedro que tiene que perdonar 'setenta veces siete'.

“Si tu hermano peca” no debemos entenderlo con el concepto que tenemos hoy de pecado. La práctica penitencial de los primeros siglos se fue desarrollando solo en torno a los pecados contra la comunidad, no se tenía en cuenta ni se juzgaba la actitud personal con relación a Dios sino el daño que se hacía a la comunidad. La respuesta de la comunidad no juzgaría la situación personal del que ha fallado sino el daño que había hecho a la comunidad, que tiene que velar por el bien de todos sus miembros.

La corrección fraterna no es tarea fácil, porque el ser humano tiende a manifestar su superioridad. En este caso puede suceder por partida doble. El que corrige puede humillar al corregido queriendo hacer ver su superioridad moral. Aquí tenemos que recordar las palabras de Jesús: ¿Cómo pretende sacar la mota del ojo de tu hermano, teniendo una viga en el tuyo? El corregido puede rechazar la corrección por falta de humildad. Por ambas partes se necesita un grado de madurez humana no fácil de alcanzar. Hoy tenemos la dificultad añadida de que no existe una verdadera comunidad.

Tendemos a esperar que los otros sean perfectos y en cuanto algún miembro de la comunidad falla ponemos el grito en el cielo. La verdad es que ninguna comunidad es posible sin aceptar y comprender que todos somos imperfectos y que antes o después saldrán a relucir esas carencias. Es muy difícil advertir al otro de sus fallos sin acusarle y humillarle, pero es más difícil todavía aceptar que me corrija otro que es pecador como yo.

Partiendo de que todo pecado es un error, lo que falla en realidad es la capacidad de los cristianos para convencer al otro de su equivocación, y que siguiendo por ese camino se está apartando de la meta que él mismo pretende conseguir. Una buena corrección tiene que dejar muy claro que buscamos el bien del corregido y no nuestra vanagloria. Debemos ser capaces de demostrarle que no solo se aleja él de la plenitud humana, sino que impide o dificulta a los demás caminar hacia esa meta. Radicalmente apartado de los demás, ningún ser humano conseguiría el más mínimo grado de humanidad.

“Atar y desatar”. Es una imagen del AT muy utilizada por los rabinos de la época. Se refiere a la capacidad de aceptar a uno en la comunidad o excluirlo. Así lo entendieron también las primeras comunidades, cuyos miembros eran todos judíos. El concepto de pecado, como ofensa a Dios que necesita también el perdón de Dios, tal como lo entendemos hoy, no fue objeto de reflexión en la primera comunidad. No se trata de un poder conferido por Dios para perdonar los pecados entendidos como ofensas contra Él.

“Todo lo que atéis en la tierra...” Hace dos domingos, el mismo Mateo ponía en boca de Jesús exactamente las mismas palabras referidas a Pedro. El poder de decidir ¿lo tiene Pedro o lo tiene la comunidad? Solo hay una solución: Pedro actúa como cabeza de la comunidad. En el evangelio de Mateo no se encuentra una autoridad que toma decisiones. En el contexto, podemos concluir que son las personas individuales las que tienen que acatar el parecer de la comunidad y no al revés, como se nos ha querido hacer ver.

“Donde dos están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Dios está identificado con cada una de sus criaturas, pero solo se manifiesta (está en medio) cuando hay por lo menos dos (comunidad). La relación de amor es el único marco idóneo para que Dios se haga presente. Se trata de estar identificados con la actitud de Jesús, es decir, buscando únicamente el bien del hombre, de todos los seres humanos, también de los que no pertenecen al grupo. Esto lo hemos olvidado por completo.

Es imposible cumplir hoy ese encargo de la corrección fraterna porque está pensado para una comunidad donde se han desarrollado lazos de fraternidad y todos se conocen y se preocupan los unos de los otros. Lo que hoy falta es precisamente esa comunidad. No obstante, lo importante no es la norma concreta, que responde a una práctica de las comunidades de entonces, sino el espíritu que la ha inspirado y debe inspirarnos a nosotros la manera de superar los enfrentamientos a la hora de hacer comunidad.

La comunidad es la última instancia de nuestras relaciones con Dios. Es absurdo pretender una relación directa con Dios para solucionar mis fallos. El texto evangélico insiste en que hay que agotar todos los cauces para hacer salir al otro de su error, pero una vez agotados todos los cauces, la solución no es la eliminación del otro, sino la de apartarlo, con el fin de que no siga haciendo daño al resto de los miembros de la comunidad. La solución final manifiesta la incapacidad de la comunidad para convencer al otro de su error. Si la comunidad tiene que apartarlo es que no tiene capacidad de integrarlo.

El objetivo de la comunidad es la ayuda mutua en la consecución de la plenitud humana. La Iglesia debe ser sacramento (signo) de salvación para todos. Hoy día no tenemos conciencia de esa responsabilidad. Pasamos olímpicamente de los demás. Seguimos encerrados en nuestro egoísmo incluso dentro del ámbito de lo religioso. El fallo más letal de nuestro tiempo es la indiferencia. Martín Descalzo la llamó “la perfección del egoísmo”. Otra definición que me ha gustado es esta: “es un homicidio virtual”.

 

 

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