Quinto Domingo de Cuaresma – Ciclo C (Juan 8, 1-11) – 3 de abril de 2022
Juan 8, 1-11
Jesús se dirigió al Monte de los
Olivos, y al día siguiente, al amanecer, volvió al templo. La gente se le
acercó, y él se sentó y comenzó a enseñarles.
Los maestros de la ley y los fariseos
llevaron entonces a una mujer, a la que habían sorprendido cometiendo
adulterio. La pusieron en medio de todos los presentes, y dijeron a Jesús:
—Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en
el acto mismo de cometer adulterio. En la ley, Moisés nos ordenó que se
matara a pedradas a esta clase de mujeres. ¿Tú qué dices?
Ellos preguntaron esto para ponerlo a prueba,
y tener así de qué acusarlo. Pero Jesús se inclinó y comenzó a escribir en la
tierra con el dedo. Luego, como seguían preguntándole, se enderezó y les
dijo:
—Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le
tire la primera piedra.
Y volvió a inclinarse y siguió escribiendo en
la tierra. Al oír esto, uno tras otro comenzaron a irse, y los primeros en
hacerlo fueron los más viejos. Cuando Jesús se encontró solo con la mujer, que
se había quedado allí, se enderezó y le preguntó:
—Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha
condenado?
Ella le contestó: —Ninguno, Señor.
Jesús le dijo: —Tampoco yo te condeno; ahora, vete y no vuelvas a pecar.
Palabra del Señor.
Reflexiones Buena Nueva
PALABRAS DEL SANTO PADRE
Se
quedaron allí solos la mujer y Jesús: la miseria y la misericordia, una frente a la otra. Y esto cuántas veces nos
sucede a nosotros cuando nos detenemos ante el confesionario, con vergüenza,
para hacer ver nuestra miseria y pedir el perdón. Mujer, ¿dónde están?», le
dice Jesús. Y basta esta constatación, y su mirada llena de misericordia y
llena de amor, para hacer sentir a esa persona —quizás por primera vez— que
tiene una dignidad, que ella no es su pecado, que ella tiene una dignidad de
persona, que puede cambiar de vida, puede salir de sus esclavitudes y caminar
por una senda nueva. (Ángelus, 13 de marzo de 2016)
#microhomilía
Una
imagen distorsionada de Dios, puede hacernos vivir la vida con mucho
infelicidad y provocar la infelicidad de quienes están cerca de nosotros.
Solemos tener un dios a nuestra imagen y semejanza que nos sirve para atacar a
lo demás, defendernos o justificar nuestra frustración; para imponer lo que
hemos declarado “verdad” y apedrear a los demás. Con un dios falso es difícil
pues, vivir en plenitud.
Hoy
la Palabra nos anuncia como es Dios: Dios rescata, auxilia, libera, abre los
caminos para sacarnos de nuestras cautividades. Dios no es un “facilitón”; Dios
nos perdona, nos defiende de quienes ya están listos para lapidarnos, pero nos
llama a la conversión y a hacer lo mismo: soltar la piedra de nuestra mano y
ser de esas y de esos que abren caminos, que liberan, que rescatan y saben
perdonar. Nos llama a dejar de apedrearnos a nosotros mismos, a creer que somos
sujeto de perdón, de redención.
Miremos
hoy nuestras manos, soltemos las piedras y en medio de tantas calamidades
pasadas escuchemos a Dios decirnos: “miren que realizó algo nuevo; ya está
brotando, ¿no lo notan?”. Que esa promesa de novedad para el mundo y para
nosotros mismos, alegre nuestro corazón y nos llene de esperanza. #FelizDomingo
“Aquel de
ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
Cuentan
que una vez un sacerdote con cierta experiencia pastoral se iba de paseo un fin
de semana y encargó todos los detalles al joven vicario parroquial: “–Tenga en
cuenta que el sábado hay dos misas; la de seis y la de siete en la que habrá un
matrimonio. El domingo recuerde tocar las campanas, aunque los vecinos se
quejen. No se olvide de la misa de niños a las once. Por la tarde, deje las
limosnas sobre el escritorio...” Y así, el párroco se fue tranquilo a su paseo.
Al
regresar, el lunes por la tarde, recibió un completo informe de lo sucedido el
fin de semana. Aparentemente, no hubo nada raro. Pero llegando al final del
relato, el joven vicario dijo: “–¡Ah, se me olvidaba comentarle! Resulta que el
sábado vino mucha gente al matrimonio. Llegó más gente que a la misa de las
seis”. “–Hasta ahí, nada raro”, replicó el párroco. El vicario continuó: “–Pues
resulta que vino una señora evangélica. Todo el mundo sabe que ella es
evangélica; yo mismo la he visto entrar en un templo que hay cerca de aquí. Es
muy amiga de la novia y por eso estaba allí”. “–Hasta ahí, nada raro”, continuó el párroco,
ya un poco molesto por los rodeos. “–Pues lo raro fue que en el momento de la
comunión la señora se puso en la fila y yo no sabía qué hacer. Mientras iba
repartiendo la comunión a los fieles, me iba preguntando interiormente: ¿qué
hago, Señor? ¡Ilumíname! Cuando llegó frente a mí, lo único que se me ocurrió
preguntarme fue: ¿Qué hubiera hecho Jesús en un caso como este?” Entonces, el
párroco, casi gritando, dijo: “¡No me diga que hizo eso! Hoy mismo hablaré con
el obispo para que lo sancione por lo que ha hecho. Habrá una ceremonia de
desagravio en la que estén presentes los feligreses de la parroquia”.
No
sé qué final le ha puesto cada uno de los lectores a esta historia.
Propiamente, la historia no cuenta lo que hizo el vicario. Lo único que deja
claro es que pensó el joven sacerdote que hubiera hecho Jesús, escandalizó al
párroco. Pero ni siquiera éste supo qué hizo el vicario. Se supone que hizo lo
que Jesús hubiera hecho en un caso similar. No conozco una mejor forma de
explicar lo que es el discernimiento espiritual. La gente se imagina que el
discernimiento es una técnica determinada para buscar la voluntad de Dios.
Desde luego, hay técnicas que nos pueden ayudar a adelantar un proceso de
discernimiento personal o comunitario. Pero, estrictamente hablando, estas
técnicas no son el discernimiento. Por eso, prefiero decir que el
discernimiento espiritual es una forma de vida que, sin mayores complicaciones,
se hace cada día y ante cada situación particular y cotidiana, la pregunta del
vicario parroquial: ¿Qué hubiera hecho Jesús en un caso como este? Y no sólo se
hace la pregunta, sino que acierta en la respuesta y la realiza sin titubeos.
Si nos hemos impregnado de la manera de obrar de Jesús, no debería ser tan complicado
saber cómo obraría él en una determinada situación. Lo complicado, normalmente,
no es saber qué haría el Señor. Lo difícil es hacerlo... Sobre todo,
porque las consecuencias para la propia vida son impredecibles, como fue
impredecible la reacción del párroco de la historia, que se escandalizó, no de
lo que hizo el vicario, sino de lo que él mismo pensó que hubiera hecho Jesús
ante una situación como esa...
La escena que nos presenta el evangelio de san
Juan este domingo también debió escandalizar a más de uno en su momento.
Incluso hoy, no faltará quien piense que Jesús se pasó de bueno, porque una
cosa es tener misericordia y otra dejar pasar estos pecados tan monumentales
sin una sanción ejemplar para todos los creyentes. Jesús no condena a una mujer
sorprendida en flagrante adulterio. Una persona sensata, con criterios
morales, no habría tenido la menor duda de que a esta mujer había que
apedrearla, como lo mandaba la ley de Moisés. Pero Jesús no dejará nunca de
sorprendernos con su bendita forma de pensar y sobre todo con su más bendita
forma de actuar. Lo primero es salvar a la persona humana... a cada ser humano
en particular. Y este es el criterio fundamental para discernir su voluntad
hoy. Ese fue el criterio del vicario de la historia, y ese debería ser el
criterio que nos guíe hoy en nuestros propios discernimientos.
NO LANZAR
PIEDRAS
En toda sociedad hay modelos de conducta que,
limpios o implicados, configuran el comportamiento de las personas. Son modelos
que determinan en gran parte nuestra manera de pensar, actuar y vivir.
Pensamos en la ordenación jurídica de nuestra
sociedad. La convivencia social está regulada por una estructura legal que
depende de una determinada concepción del ser humano. Por eso, aunque la ley
sea justa, su aplicación puede ser injusta si no se atiende a cada hombre y
cada mujer en su situación personal única e irrepetible.
Incluso en nuestra sociedad pluralista es
necesario llegar a un consenso que haga posible la convivencia. Por eso se ha
ido configurando un ideal jurídico de ciudadano, portador de unos derechos y
sujeto de unas obligaciones. Y es este ideal jurídico el que se va a imponer
con fuerza de ley en la sociedad.
Pero esta ordenación legal, necesaria sin duda
para la convivencia social, no puede llegar a comprender de manera adecuada la
vida concreta de cada persona en toda su complejidad, su fragilidad y su
misterio.
La ley tratará de medir con justicia a cada
persona, pero difícilmente puede tratarla en cada situación como un ser
concreto que vive y padece su propia existencia de una manera única y original.
Qué cómodo es juzgar a las personas desde
criterios seguros. Qué fácil y qué injusto apelar al peso de la ley para
condenar a tantas personas marginadas, incapacitadas para vivir integradas en
nuestra sociedad, conforme a la «ley del ciudadano ideal»: hijos sin verdadero
hogar, jóvenes delincuentes, vagabundos analfabetos, drogadictos sin remedio , ladrones
sin posibilidad de trabajo, prostitutas sin amor alguno, esposos fracasados
en su amor matrimonial...
Frente a tantas condenas fáciles, Jesús nos
invita a no condenar fríamente a los demás desde la pura objetividad de una
ley, sino a comprenderlos desde nuestra propia conducta personal. Antes de
arrojar piedras contra nadie, hemos de saber juzgar nuestro propio pecado.
Quizá descubramos entonces que lo que muchas personas necesitan no es la
condena de la ley, sino que alguien las ayude y les ofrezca una posibilidad de
rehabilitación. Lo que la mujer adúltera necesitaba no eran piedras, sino una
mano amiga que le ayudara a levantarse. Jesús la entendió.
DIOS NO JUZGA, JESÚS NO CONDENA
La principal característica de las tres
lecturas de hoy es que nos invitan a mirar hacia adelante. Isaías desde la
opresión del destierro, promete algo nuevo para su pueblo. Pablo quiere
olvidarse de lo que queda atrás y sigue corriendo hacia la meta. Jesús abre a
la adúltera un futuro que los fariseos estaban dispuestos a cercenar. El
encuentro con el verdadero Dios nos empuja siempre hacia lo nuevo. En nombre de
Dios nunca podemos mirar hacia atrás. A Dios no le interesa para nada nuestro
pasado.
El texto que acabamos de leer, está en un
contexto artificial. No se encuentra en ningún otro evangelista y, seguramente
ha sido agregado al evangelio de Juan. No aparece en los textos griegos más
antiguos y ninguno de los Santos Padres lo comenta. Está más de acuerdo con la
manera de redactar de Lucas; aparece incluso incorporado a este evangelio en
algunos códices. Está garantizado que es un relato muy antiguo y su mensaje
está muy de acuerdo con los evangelios, incluido el de Juan. Tal vez la
supresión y los cambios se deban a su mensaje de tolerancia, que se podía
interpretar como lasitud o permisividad.
En el relato, se destaca de manera clara el
“fariseísmo” de los acusadores que se creían intachables. No aceptan las
enseñanzas de Jesús, pero con ironía le llaman “Maestro”. El texto nos dice
expresamente que le estaban tendiendo una trampa. En efecto, si Jesús consentía
en apedrearla, perdería su fama de bondad había e iría contra el poder civil,
que desde el año treinta retiró al Sanedrín la facultad de ejecutar a nadie. Si
decía que no, se declaraba en contra de la Ley, que lo prescribía expresamente.
Si los pescaron “in fraganti”, ¿dónde estaba el
hombre? (La Ley mandaba matar a ambos). Se cree adulterio la relación de un
hombre con una mujer casada, no con una soltera. Se trató de un pecado contra
la propiedad, porque la mujer se convenció de la propiedad del marido. Cuando
el marido era infiel a su mujer con una soltera, su mujer no tenía ningún
derecho a sentirse ofendida. Hoy seguimos midiendo con distinto rasero la
infidelidad del hombre y de la mujer. Qué pocas veces se tiene esto en cuenta.
No se trata, pues, de un pecado sexual sino de
un pecado contra la propiedad privada. Llevamos dos milenios tergiversando los
textos con la mayor naturalidad. Decimos “palabra de Dios” pero no tenemos
empacho alguno a la hora de distorsionarla. La Biblia apenas habla de la
sexualidad, no era para ellos un problema. La obsesión enfermiza que nos ha
inoculado la Iglesia no tiene nada que ver con el mensaje de la Biblia. Ni el
AT ni el NT hacen hincapié en un tema, que nos ha traumatizado a todos.
Aparentemente Jesús está dispuesto a que se
cumpla la Ley, pero pone una simple condición: que tire la primera piedra el
que no tenga pecado. El tirar la primera piedra era obligación o “privilegio”
del testigo. De ese modo se quería implicar de una manera rotunda en la
ejecución y evitar que se acusara a la ligera a personas inocentes. Tirar la
primera piedra era responsable de la ejecución. Está diciendo que aquellos
hombres todos acusaban, pero nadie quería hacerse responsable de la muerte de
la mujer.
En contra de lo que nos repetirán hasta la
saciedad durante estos días, Jesús perdona a la mujer, antes de que se lo pida;
no exige ninguna condición. No es el arrepentimiento ni la penitencia lo que
consigue el perdón. Por el contrario, es el descubrimiento del amor
incondicional, lo que debe llevar a la adúltera al cambio de vida. Tenemos aquí
otro tema para la reflexión. El “perdón” por parte de Dios es lo primero.
Cambiar de perspectiva será la consecuencia de haber tomado conciencia de que
Dios es Amor y está en mí.
Es incomprensible e inaceptable que después de
veinte siglos, siga habiendo cristianos que se identifiquen con la postura de
los fariseos. Sigue habiendo “cristianos” que ponen el cumplimiento de la “Ley”
por encima de las personas. La base y fundamento del mensaje de Jesús es
precisamente que, para Dios, el valor primero es la persona de carne y hueso,
no la institución ni la “Ley”. El PADRE estará siempre con los brazos abiertos
para el hermano menor y para el mayor. El Padre no puede dejar de considerar
hijo a nadie.
La cercanía que manifestó Jesús hacia los
pecadores, no podía ser comprendida por los jefes religiosos de su tiempo
porque se habían hecho un Dios a su medida, justiciero y distante. Para ellos
el cumplimiento de la Ley era el valor supremo. La persona estaba sometida al
imperio de la Ley. Por eso no tienen ningún reparo en sacrificar a la mujer en
nombre de ese Dios. Jesús nos dice que la persona es el valor supremo y no
puede ser utilizada como medio para conseguir nada. Todo tiene que estar al
servicio del individuo.
Ni siquiera debemos estar mirando a lo negativo
que ha habido en nosotros. El pecado es siempre cosa del pasado. No habría
pecado ni arrepentimiento si no tuviéramos conciencia de que podemos hacer las
cosas mejor. Con demasiada frecuencia la religión nos invita a revolver en
nuestra propia mierda sin hacernos ver la posibilidad de lo nuevo, que sigue
estando ahí a pesar de nuestros fallos. Dios es plenitud y nos está siempre
atrayendo hacia Él. Esa plenitud hacia la que tendemos, estará más allá pero
siempre alcanzable.
En la relación con el Dios de Jesús tampoco
tiene cabida el miedo. El miedo es la consecuencia de la inseguridad. Cuando
buscamos seguridades, tenemos asegurado el miedo. Miedo a no conseguir lo que
deseamos, o miedo a perder lo que tenemos. Una y otra vez Jesús repite en el
evangelio: "no tengáis miedo". El miedo paraliza nuestra vida
espiritual, metiéndonos en un callejón sin salida. El descubrimiento al
verdadero Dios tiene que ser siempre liberador. La mejor prueba de que nos
relacionamos con un ídolo, creado por nosotros y no con el verdadero Dios, es
que nuestra religiosidad produce miedos.
El evangelio nos descubre la posibilidad que
tiene el ser humano de enfocar su vida de una manera distinta. La “buena
noticia” consiste en que el amor de Dios es incondicional, no depende de nada
ni de nadie. Dios no es un ser que ama sino el amor. Su esencia es amor y no
puede dejar de amar sin destruirse. Nosotros seguimos empeñados en mantener la
línea divisoria entre el bueno y el malo. Lo que hace Jesús es destruir esa
línea divisoria. ¿Quién es el bueno y quien es el malo? ¿Puedo yo dar respuesta
a esta pregunta? ¿Quién puede sentirse capacitado para acusar a otro? El
fariseísmo sigue arraigado en nosotros.
Recordemos el evangelio del domingo pasado. La
adúltera ha desplegado la conciencia del hermano menor y se cree digna de condena.
Los fariseos actúan desde la perspectiva del hermano mayor y se creen con
derecho a condenar. Jesús está ya identificado con el Padre y unifica los tres.
Tanto el hermano menor como el mayor tienen que ser superados. Una vez más
descubrimos que el menor está dispuesto a cambiar con más facilidad que el
mayor. Seguimos empeñados en echar la culpa al otro, y en consecuencia, siempre
será el otro el que tiene que cambiar. Esa es la causa de que sigamos en
nuestros errores.
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