Domingo XXXII del tiempo ordinario – Ciclo B (Marcos 12, 38-44) – 7 de noviembre de 2021
Marcos 12, 38-44
Jesús decía en su
enseñanza: «Cuídense de los maestros de la ley, pues les gusta andar con ropas
largas y que los saluden con todo respeto en las plazas. Buscan los
asientos de honor en las sinagogas y los mejores lugares en las comidas; y
despojan de sus bienes a las viudas, y para disimularlo hacen largas oraciones.
Ellos recibirán mayor castigo.»
Jesús estaba una vez
sentado frente a los cofres de las ofrendas, mirando cómo la gente echaba
dinero en ellos. Muchos ricos echaban mucho dinero. En esto llegó una
viuda pobre, y echó en uno de los cofres dos moneditas de cobre, de muy poco
valor. Entonces Jesús llamó a sus discípulos, y les dijo:
—Les aseguro que esta viuda pobre ha dado más que todos los otros que echan dinero en los cofres; pues todos dan de lo que les sobra, pero ella, en su pobreza, ha dado todo lo que tenía para vivir.
Palabra del
Señor.
#microhomilía
HernanQuezdaSJ
Hoy la Palabra nos anuncia que compartir es
propio y fundamental de las y los cristianos. No se trata de dar de lo que nos
sobra o de lo que ya no necesitamos, sino de compartir de lo que somos y
tenemos, de lo que amamos e incluso nos hará falta, con aquellas personas que
están necesitadas.
Compartir es un antídoto para el vacío y la
desesperanza; es una posibilidad de trascender y reflejar el amor de Dios.
Compartir es recibir.
¿Qué tienes de bueno y valioso para
compartir? ¿Dónde y a quiénes estás compartiendo tus dones y talentos? ¿A qué te
sientes invitado, invitada? #FelizDomingo
“(...) ella, en su pobreza ha dado todo lo que tenía para vivir”
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
En la revista Vida
Nueva – España, se publicó
hace algunos años, una historia parecida a la siguiente: Ocurrió en un restaurante de autoservicio de
Suiza. Una señora de unos 75 años coge un tazón y le pide al camarero que se lo
llene de caldo. A continuación, se sienta en una de las mesas del local. Apenas
sentada se da cuenta que ha olvidado el pan. Se levanta, se dirige a coger un
pan para comerlo con el caldo y vuelve a su sitio. ¡Sorpresa! Delante del tazón
de caldo se encuentra, sin inmutarse, un hombre de color. Un negro comiendo
tranquilamente.
"¡Esto es el colmo, – piensa la señora
–, pero no me dejaré robar!" Dicho y hecho. Se sienta al lado del negro,
parte el pan en pedazos, los mete en el tazón que está delante del negro y
coloca la cuchara en el recipiente. El negro, complaciente, sonríe. Toman una cucharada
cada uno hasta terminar la sopa, todo ello en silencio. Terminada la sopa, el
hombre de color se levanta, se acerca a la barra y vuelve poco después con un
abundante plato de espagueti y... dos tenedores. Comen los dos del mismo plato,
en silencio, turnándose. Al final se despiden. "¡Hasta la vista!",
dice el hombre, reflejando una sonrisa en sus ojos. Parece satisfecho por haber
realizado una buena acción. "¡Hasta la vista!", responde la mujer,
mientras ve que el hombre se aleja.
La mujer le sigue con una mirada reflexiva.
"¡Qué situación más rara! El hombre no se inmutó". Una vez vencido su
estupor, busca con su mano el bolso que había colgado en el respaldo de la
silla. Pero ¡sorpresa!, el bolso ha desaparecido. Entonces... aquel negro...
Iba a gritar "¡Al ladrón!" cuando, al mirar hacia atrás, para pedir
ayuda, ve su bolso colgado de una silla, dos mesas más allá de donde estaba
ella. Y, sobre la mesa, una bandeja con un tazón de caldo ya frío...
Cuántas veces hemos juzgado mal a personas que consideramos
peligrosas. Este hombre no tuvo ningún reparo en compartir su alimento con una
señora mayor que se empeñó en que ese era su tazón de caldo. Y no sólo
compartió con ella el caldo, sino también el plato de espagueti. A lo mejor era
‘todo lo que tenía para vivir’ y, sin embargo, lo comparte con toda
naturalidad, convencido de que la señora está pasando un mal momento y no tiene
nada para comer.
Llama la atención en este texto del evangelio de san
Marcos, que Jesús tiene una mirada contemplativa sobre la realidad, y de la
entraña de esta misma realidad, va extrayendo su sabiduría. No está en otra
parte el saber de Dios. “Jesús estaba una vez sentado frente a los cofres de
las ofrendas, mirando cómo la gente echaba dinero en ellos”. San Marcos no dice
que Jesús pasaba por allí o que estaba orando y vio esta escena... Dice
explícitamente que Jesús estaba allí mirando cómo la gente echaba dinero en los
cofres de las ofrendas. Seguramente ninguno de nosotros ha hecho esto nunca. Y
buena falta que nos haría. Mirar la vida, mirar lo que pasa a nuestro
alrededor, sería la mejor manera de aprender sobre los secretos del reino que
están ocultos para los sabios y entendidos, pero se revelan, de una manera
sorprendente, a los de corazón sencillo.
Por eso el Señor advertía contra las enseñanzas de los
sabios de su tiempo: “Cuídense de los maestros de la ley, pues les gusta andar
con ropas largas y que los saluden con todo respeto en las plazas. Buscan los asientos
de honor en las sinagogas y los mejores lugares en las comidas; y despojan de
sus bienes a las viudas, y para disimularlo hacen largas oraciones. Ellos
recibirán mayor castigo”. La sabiduría del Señor era completamente distinta. No
para recibir honores y alabanzas de la gente, sino para desentrañar los secretos
del reino que están escondidos entre la vida de la gente sencilla. Pidamos al
Señor que sepamos descubrir sus secretos en medio de la vida de los pobres que
son capaces de compartir aún lo poco que tienen para vivir.
EL AMOR SE APRENDE
Casi nadie piensa que el amor es algo que hay que ir
aprendiendo poco a poco a lo largo de la vida. La mayoría da por supuesto que
el ser humano sabe amar espontáneamente. Por eso se pueden detectar tantos
errores y tanta ambigüedad en ese mundo misterioso y atractivo del amor.
Hay quienes piensan que el amor consiste
fundamentalmente en ser amado y no en amar. Por eso se pasan la vida
esforzándose por lograr que alguien los ame. Para estas personas, lo importante
es ser atractivo, resultar agradable, tener una conversación interesante,
hacerse querer. En general terminan siendo bastante desdichados.
Otros están convencidos de que amar es algo sencillo,
y que lo difícil es encontrar personas agradables a las que se les pueda
querer. Estos solo se acercan a quien les cae simpático. En cuanto no
encuentran la respuesta apetecida, su «amor» se desvanece.
Hay quienes confunden el amor con el deseo. Todo lo
reducen a encontrar a alguien que satisfaga su deseo de compañía, afecto o
placer. Cuando dicen «te quiero», en realidad están diciendo «te deseo», «me
apeteces».
Cuando Jesús habla del amor a Dios y al prójimo como
lo más importante y decisivo de la vida, está pensando en otra cosa. Para
Jesús, el amor es la fuerza que mueve y hace crecer la vida, pues nos puede
liberar de la soledad y la separación para hacernos entrar en la comunión con
Dios y con los otros.
Pero, concretamente, ese «amar al prójimo como a uno
mismo» requiere un verdadero aprendizaje, siempre posible para quien tiene a
Jesús como Maestro.
La primera tarea es aprender a escuchar al otro.
Tratar de comprender lo que vive. Sin esa escucha sincera de sus sufrimientos,
necesidades y aspiraciones no es posible el verdadero amor.
Lo segundo es aprender a dar. No hay amor donde no hay
entrega generosa, donación desinteresada, regalo. El amor es todo lo contrario
a acaparar, apropiarse del otro, utilizarlo, aprovecharse de él.
Por último, amar exige aprender a perdonar. Aceptar al
otro con sus debilidades y su mediocridad. No retirar rápidamente la amistad o
el amor. Ofrecer una y otra vez la posibilidad del reencuentro. Devolver bien
por mal.
DIOS NO ES UN SER QUE AMA, SINO EL AMOR
Hoy cambiamos de escenario. Jesús lleva ya unos días
en Jerusalén. Ha realizado ya la purificación del templo; ha discutido con los
jefes de los sacerdotes, maestros de la ley y ancianos sobre su autoridad para
hacer tales cosas; con los fariseos y herodianos sobre el pago del tributo al
césar; con los saduceos sobre la resurrección. El letrado que se acerca hoy a
Jesús, no demuestra ninguna agresividad, sino interés por la opinión del Rabí.
La pregunta tiene sentido, porque la Torá contiene 613
preceptos. Para muchos rabinos todos los mandamientos tenían la misma
importancia, porque eran mandatos de Dios y había que cumplirlos solo por eso.
Para algunos el mandamiento más importante era el sábado. Para otros el amor a
Dios era lo primero. Aunque Jesús responde recitando la “shemá”, da un salto en
la interpretación, uniendo ese texto, que hablaba solo del amor a Dios, con
otro en (Lv 19,18) que habla del amor al prójimo.
El amor a Dios fue un salto de gigante sobre el temor
al Dios amo poderoso y dueño de todo. En el AT el amor a Dios era absoluto,
“sobre todas las cosas”. El amor al prójimo era relativo, “como a ti mismo”.
Según la Torá, era perfectamente compatible un amor a Dios y un desprecio
absoluto, no solo a los extranjeros sino también a amplios sectores de la
propia sociedad judía a quienes creían rechazados por el mismo Dios.
Según Jesús la palabra mandamiento tiene que dar un
cambio radical y significar algo distinto cuando la aplicamos a Dios. Dios no
manda nada. Dios no hace leyes sino que pone en la esencia de cada criatura el
plano, la hoja de ruta, para llegar a su plenitud. Dios no “quiere” nada de
nosotros ni para nosotros. Su “voluntad” es la más alta posibilidad que se
encuentra en cada criatura, no algo añadido desde fuera después de haberla
creado.
En Juan los dos mandamientos se convierten en uno
solo: “que os améis unos a otros como yo os he amado”. Jesús no dice que le
amemos a él ni que amemos a Dios ni que ames al prójimo como a ti mismo, sino
que ames a los demás como él te ha amado a ti. El cambio es radical. Aún no nos
hemos dado cuenta de esta novedad. Dios no es un ser separado de mí, al que
debo amar, sino el amor que me permite sentirme uno con el otro.
En nosotros el amor es una cualidad que puedo tener o
no tener. En Dios el amor es su esencia. Si dejara de amar dejaría de ser. Lo
que queremos decir cuando hablamos del amor a Dios o del amor de Dios no tiene
nada que ver con lo que queremos significar cuando hablamos del amor humano. El
amor humano es siempre una relación entre dos. El amor de Dios es la
identificación de dos. De este amor es del que habla el evangelio.
Se trata de una posibilidad específicamente humana. El
amor-Dios y nuestro amor no son grados distintos de la misma realidad, sino
realidades sustancialmente distintas. Dios no se puede relacionar con las
criaturas como lo hacemos nosotros, porque no está fuera de ninguna de ellas.
Nosotros podemos relacionarnos con las demás criaturas pero no con Dios porque
es nuestro ser. Vivir esto nos permite identificarnos con los demás, amarlos.
Una vez más el lenguaje nos juega una mala pasada. La
palabra “amor” es una de las más manoseadas del lenguaje. Hablar con propiedad
de Dios-Amor-Unidad, es imposible. Nuestro lenguaje es para andar por casa. Al
emplearlo para hablar de lo divino se convierte en trampa que pretende ir más
allá de lo que puede expresar. Intentar llegar a Dios con nuestros conceptos es
inútil. La manera de trascender el lenguaje es la vivencia. Solo la intuición
puede llevarnos más allá del discurso. Solo amando sabrás lo que es el amor.
En realidad, el camino hacia el amor empezó en las
primeras millonésimas de segundo después del Big-Bang; cuando las partículas
primigenias se unieron para formar unidades superiores. Esta tendencia de la
materia a formar entidades más complejas, lleva en sí la posibilidad de
perfección casi infinita. La aparición de la vida, que consigue integrar
billones de células, fue un gran salto hacia esa capacidad de unidad. No
sabemos qué es la vida biológica, pero conocemos sus efectos sorprendentes.
Dios es la Vida que unifica todo.
Llegada la inteligencia y superada la pura
racionalidad el ser humano está capacitado para alcanzar una unidad que no es
la del egoísmo individual. Un conocimiento más profundo y una voluntad que se
adhiere a lo mejor, hacen posible una nueva forma de acercamiento entre seres
que pueden llegar a un grado increíble de unidad, aunque no sea física.
Descubierta esa unidad, surge lo específicamente humano. Esta capacidad de
salir de la individualidad, e identificarme con Dios y con el otro, es lo que
llamamos amor.
Este amor es consecuencia de un conocimiento, pero no
racional. Es inútil que nos empeñemos en explicar por qué debemos amar a los
demás. Este amor solo llegará después de haber experimentado la presencia en
nosotros del Amor que es Dios. Lo mismo que llamamos vida a la fuerza que
mantiene unidas a todas las células de un viviente, podemos llamar AMOR a la
energía que mantiene unidos a todos los seres de la creación. Si descubro que
la base de todo ser es lo divino, descubriré la “razón” del verdadero amor.
Todos los místicos de todas las religiones, de todos
los tiempos, han llegado a la misma vivencia y nos hablan de la indecible
felicidad de sentirse uno con el Todo y fuera del tiempo. Esa sensación de
integración total es la máxima experiencia que puede tener un ser humano. Una
vez llegado a ese estado, el ser humano no tiene nada que esperar. Fijaos hasta
qué punto demostramos nuestro despiste, cuando seguimos llamando “buen
cristiano” al que va a misa, confiesa y comulga, solo porque tiene asegurada la
otra vida. Ser cristiano no es el objetivo último del hombre, solo un medio
para llegar a amar.
No debo comerme el coco tratando de averiguar si amo a
Dios. Lo que tengo que examinar es hasta qué punto estoy dispuesto a darme a
los demás. Solo eso cuenta a la hora de la verdad. El amor teórico, el amor que
no se manifiesta en obras y actitudes concretas, es una falacia. Ya lo decía
Juan en su primera carta: “Si alguno dice que ama a Dios, a quien no ve, y no
ama a su prójimo, a quien ve, es un embustero y la verdad no está en él”. Pero
es imprescindible que nos examinemos bien. No debemos confundir amor con
instinto. Si apartamos de nuestro amor a una sola persona todo lo demás es
egoísmo.
Meditación
El amor planteado desde la razón no tiene
sentido,
Tampoco entendido como mandamiento que
obliga.
Aprender a amar es la tarea más
importante para todo ser humano.
Ser más humano es ser capaz de amar más.
Todo esfuerzo que no te lleve a esa meta
será tarea inútil.
Fray Marcos
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