Domingo XXVIII del tiempo ordinario – Ciclo B (Marcos 10, 17-30) – 10 de octubre de 2021
Marcos 10, 17-27
En aquel tiempo, cuando
salía Jesús al camino, se le acercó corriendo un hombre, se arrodilló ante él y
le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?”
Jesús le contestó: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya
sabes los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás,
no levantarás falso testimonio, no cometerás fraudes, honrarás a tu padre y a
tu madre”.
Entonces él le contestó:
“Maestro, todo eso lo he cumplido desde muy joven’’. Jesús lo miró con amor y
le dijo: “Sólo una cosa te falta: Ve y vende lo que tienes, da el dinero a los
pobres y así tendrás un tesoro en los cielos. Después, ven y sígueme”. Pero al
oír estas palabras, el hombre se entristeció y se fue apesadumbrado, porque
tenía muchos bienes.
Jesús, mirando a su
alrededor, dijo entonces a sus discípulos: “¡Qué difícil les va a ser a los
ricos entrar en el Reino de Dios!” Los discípulos quedaron sorprendidos ante
estas palabras; pero Jesús insistió: “Hijitos, ¡qué difícil es para los que
confían en las riquezas, entrar en el Reino de Dios! Más fácil le es a un
camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de
Dios”.
Ellos se asombraron todavía
más y comentaban entre sí: “Entonces, ¿quién puede salvarse?” Jesús, mirándolos
fijamente, les dijo: “Es imposible para los hombres, mas no para Dios. Para
Dios todo es posible”.
Palabra del Señor.
Hoy escuchamos uno de los Evangelios más conocidos:
"El joven rico". Quizás pensemos: -Bonito, pero yo no soy rico y no
me dice nada. Pero no es así, ya nos lo anuncia la segunda lectura, La Palabra
tiene siempre algo que decirnos.
Cada
una y cada uno de nosotros suele tener una "riqueza" en la que tiene
puesto el corazón y esa riqueza nos impide vivir libres. Un proyecto, una
persona, la propia imagen, el deseo de ser aceptado, reconocido u amado,
incluso el poder, se vuelve la "riqueza" que buscamos o que
aseguramos aferradamente, pues en ella ponemos nuestra vida y seguridad,
creemos que ahí está nuestra realización. No se trata que la cosa sea mala,
sino que el problema reside en la relación con tenemos con la cosa, dependemos
de ella y ahí hemos puesto la confianza, la realización y el corazón. Eso se
nuestra nuestra "riqueza", vivimos atados a ella, ahí está atorado el
corazón.
¿Cuál
es tu riqueza? ¿Qué posees como seguridad y atrapa tu corazón? ¿Quieres ser
libre? ¿Qué habrías de soltar?
Siente
como Jesús te mira con amor y te invita a soltarlo todo para que lo tengas
todo.
#FelizDomingo
“¿Qué debo hacer para
alcanzar la vida eterna?”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
San Antonio Abad nació en
Egipto en el año 251, y murió el 17 de enero del año 356, día en que celebramos
su memoria litúrgica actualmente. Fue el
iniciador de un amplio movimiento espiritual. Se le consideró el Abad, es
decir, el padre de los ermitaños, que a partir de mediados del siglo III
abandonan las ciudades, en número cada vez mayor, para retirarse al
desierto, en Egipto o en cualquier otro lugar, buscando un estilo de vida que
les permitiera vivir más radicalmente las exigencias del Evangelio.
Su primera biografía fue
escrita por el obispo San Atanasio. En ella, nos cuenta que San Antonio quedó
huérfano de padre y madre a los veinte años, heredando una gran fortuna. Poco
después, al entrar a una iglesia, oyó leer aquellas palabras de Jesús: "Si
quieres ser perfecto, vende lo que tienes, y dáselo a los pobres y luego ven y
sígueme". Salió de allí y vendió las 300 fanegadas de buenas tierras que
sus padres le habían dejado en herencia, y repartió el dinero a los
necesitados. Lo mismo hizo con sus casas y mobiliarios. Sólo dejó una pequeña
cantidad para vivir él y su hermana.
Pero luego oyó leer en un
templo aquella frase del Señor: "No se preocupen por el día de
mañana", y vendió el resto de los bienes que le quedaban. Aseguró en un
convento de monjas la educación y el futuro de su hermana y repartió todo lo demás
entre la gente más pobre, quedando en la más absoluta pobreza, confiado sólo en
Dios. Se fue al desierto, donde vivía de su propio trabajo en completa soledad.
Pero su fama de santidad fue creciendo y atrajo a muchos jóvenes a quienes
orientó en este estilo de vida que se constituyó en una especie de protesta
contra una sociedad opulenta que iba perdiendo los valores del Evangelio en
medio de una cultura de la abundancia.
Así como San Antonio, muchos
cristianos y cristianas a lo largo de la historia han respondido con mucha
generosidad a las palabras que Jesús le dirigió a este hombre que nos presenta
hoy el evangelio. Tal vez esta es una de las páginas más radicales de la
Escritura. Las frases que Jesús dirige a sus discípulos después de que este hombre
“se fue triste, porque era muy rico”, son de una contundencia implacable: “¡Qué
difícil va a ser para los ricos entrar en el reino de Dios! (...) Es más fácil
para un camello pasar por el ojo de una aguja, que para un rico entrar en el
reino de Dios”. Frases tan exigentes hicieron que los discípulos, asombrados se
preguntaran: “¿Y quién podrá salvarse?” A lo que Jesús respondió “Para los
hombres es imposible, pero no para Dios, porque para él no hay nada imposible”.
Este Encuentro
con la Palabra nos pude dejar una sensación de frustración. No sé cuántos,
al oír el domingo estas palabras de Jesús salgan de la Iglesia y vayan a vender
todo lo que tienen para dárselo a los pobres. Supongo que no muchos. Pero no
podemos perder de vista que para Dios no hay nada imposible. Así como San
Antonio recibió la fuerza de Dios para dar este salto que cambió la historia
del mundo antiguo, Dios puede mover nuestros corazones para descubrir la
respuesta que podemos darle al Señor en una sociedad como la nuestra. Dejemos
que él tome la iniciativa.
UN
DINERO QUE NO ES NUESTRO
En
nuestras iglesias se pide dinero para los necesitados, pero ya no se expone la
doctrina cristiana que sobre el dinero predicaron con fuerza teólogos y
predicadores como Ambrosio de Tréveris, Agustín de Hipona o Bernardo de
Claraval.
Una
pregunta aparece constantemente en sus labios. Si todos somos hermanos y la
tierra es un regalo de Dios a toda la humanidad, ¿con qué derecho podemos
seguir acaparando lo que no necesitamos, si con ello estamos privando a otros
de lo que necesitan para vivir? ¿No hay que afirmar más bien que lo que le
sobra al rico pertenece al pobre?
No
hemos de olvidar que poseer algo siempre significa excluir de aquello a los
demás. Con la «propiedad privada» estamos siempre «privando» a otros de aquello
que nosotros disfrutamos.
Por
eso, cuando damos algo nuestro a los pobres, en realidad tal vez estamos
restituyendo lo que no nos corresponde totalmente. Escuchemos estas palabras de
san Ambrosio: «No le das al pobre de lo tuyo, sino que le devuelves lo suyo.
Pues lo que es común es de todos, no solo de los ricos… Pagas, pues, una deuda;
no das gratuitamente lo que no debes».
Naturalmente,
todo esto puede parecer idealismo ingenuo e inútil. Las leyes protegen de
manera inflexible la propiedad privada de los privilegiados, aunque dentro de
la sociedad haya pobres que viven en la miseria. San Bernardo reaccionaba así
en su tiempo: «Continuamente se dictan leyes en nuestros palacios; pero son
leyes de Justiniano, no del Señor».
No
nos ha de extrañar que Jesús, al encontrarse con un hombre rico que ha cumplido
desde niño todos los mandamientos, le diga que todavía le falta una cosa para
adoptar una postura auténtica de seguimiento suyo: dejar de acaparar y comenzar
a compartir lo que tiene con los necesitados.
El
rico se aleja de Jesús lleno de tristeza. El dinero lo ha empobrecido, le ha
quitado libertad y generosidad. El dinero le impide escuchar la llamada de Dios
a una vida más plena y humana. «Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el
reino de Dios». No es una suerte tener dinero, sino un verdadero problema, pues
el dinero nos impide seguir el verdadero camino hacia Jesús y hacia su proyecto
del reino de Dios.
NO SE TRATA
DE RENUNCIAR A ALGO SINO DE ELEGIR LO MEJOR
Es
un episodio entrañable, pero es muy ambiguo en la redacción y desconcertante en
el desenlace. El hombre rico no se decide a dar el paso. Aunque lo
verdaderamente importante es el motivo por el que se niega a seguir a Jesús:
las riquezas. Para los judíos, las riquezas habían sido siempre signo de la
bendición de Dios. Jesús no puede arremeter contra ellas y hacernos ver que son
la causa de todos los males. Sabemos que fue un tema muy discutido entre los
primeros cristianos. El relato nos deja ya una muestra de esta controversia.
El
llegar corriendo, indica gran interés y una urgente necesidad. El joven era
rico, pero no las tenía todas consigo. Sin duda, el rico esperaba de Jesús
algún precepto aún más difícil que los de Moisés, que estaría dispuesto a
cumplir. Jesús no añade más preceptos sino una propuesta original. En vez de
seguridades, confianza sin límites. En vez de cumplimiento de la Ley,
seguimiento. Jesús sube a Jerusalén, va a la muerte. Seguir a Jesús supone
estar dispuesto al fracaso. El arrodillarse, es un signo exagerado de respeto y
admiración.
“Heredar
vida definitiva”. No está nada claro el sentido de esa expresión. El texto dice
“zoe aionion” que es una expresión muy ambigua. Al traducirla la Vulgata por
‘vida eterna’ condicionó su sentido durante demasiado tiempo. En tiempo de
Jesús, significaba garantizar una existencia feliz más allá de la muerte. El
rico ya tenía garantizada la existencia feliz en el más acá. Lo que busca en
Jesús es asegurar la misma felicidad para el más allá.
Los
mandamientos que Jesús le recuerda son los de la segunda tabla, es decir los
que se refieren al prójimo, no los que se refieren directamente a Dios. Esta
enseñanza es original y exclusiva de Jesús. Para cualquier judío, los más
importantes eran los de la primera tabla, que se refieren a Dios. Está clara la
intención de hacernos pensar en una nueva manera de religiosidad: la humanidad
se manifiesta en la relación con los demás, no con Dios.
¿Por
qué me llamas ‘bueno’? El texto griego dice “agazos” no “kalos” que él mismo se
aplica. Jesús revela donde está la verdadera pobreza. Él se siente vacío hasta
de la misma bondad. El hombre ni es nada ni tiene nada, porque ni siquiera hay
un sujeto (ego) capaz de ser o tener. Es difícil no dejarse atrapar por las
riquezas, pero es mucho más difícil superar el sentimiento de superioridad. Lo
nefasto será creerme bueno y con derechos ante Dios.
Una
cosa te falta. Jesús no da importancia al cumplimiento de la Ley. Lo que le
falta no es vender lo que tiene sino seguirle. El desprenderse de todo es una
exigencia del seguimiento. Para ‘heredar la vida’ basta cumplir la Ley; para
entrar en el Reino hay que preocuparse de los demás. No está claro a qué se
refiere Jesús. El joven le pregunta por una vida para el más allá y el texto
sugiere que le responde con una invitación a seguir a Jesús en el grupo.
¡Qué
difícil será entrar en el Reino al que pone su confianza en las riquezas! Las
riquezas en sí ni son buenas ni son malas. Es absurdo pesar que Dios prefiere
que pasemos necesidades. El apego a las posesiones sin tener en cuenta al pobre
o, peor aún, a costa de él es lo que impide al hombre alcanzar una meta humana.
El desenlace es triste, pero el comentario que hace Jesús es más desolador. Los
discípulos quedan hundidos en la miseria.
Entonces,
¿quién podrá ‘salvarse’? Los discípulos siguen pensando que es imposible
subsistir sin seguridades. La pregunta no se refiere a quién podrá salvarse en
el más allá, tal y como entendemos hoy la salvación, sino a quién podrá
mantener una vida verdaderamente humana si se desprende de todo lo que tiene y
no asegura su futuro. Así cobra sentido la respuesta de Jesús, “para los
hombres, imposible, no para Dios.
Estamos
ante uno de los textos más difíciles de comprender de todo el evangelio.
Llevamos veinte siglos dando tumbos entre la demagogia barata y el
espiritualismo tranquilizador pero estéril. No podemos sacar una norma general
de una propuesta individual. Si vende los bienes, se supone que tiene que haber
un comprador, que estará, de entrada, condenado. Jesús no puede dar una norma,
que, para poder cumplirla, exige que otro no la cumpla. La propuesta de Jesús
es la total superación del hedonismo, es decir, satisfacción y seguridades.
Buscar
la propia salvación individual aquí abajo, o en el más allá, es la mejor señal
de no haber superado el “ego”. El objetivo último de todo ser humano es la
entrega incondicional al servicio del otro. El apego a las riquezas nace
siempre del falso yo. Mientras exista la preocupación por uno mismo, no puede
alcanzarse la meta. El obstáculo no son las riquezas sino la existencia del yo
que me lleva a buscar seguridades para más acá o para el más allá.
Pensar
que el rico está condenado y el pobre está salvado es demagogia. El hecho de
tener o no tener bienes materiales no es lo significativo. El que no tiene nada
puede estar más apegado a los bienes que ambiciona que el rico a lo que posee.
Lo difícil es mantener un equilibrio que nos permita vivir humanamente y no nos
impida darnos al otro. Tanto el pobre como el rico tendrán que dar un paso para
entrar en la dinámica del evangelio.
Otra
trampa es creer que el evangelio propone solo la pobreza de espíritu. Según
esto, no importa lo que hayas acumulado, con tal de que tengas “espíritu
cristiano”, lleves una vida “religiosa” y seas capaz de dar limosna y hacer
“obras de caridad”. La Iglesia como institución ha caído en esta trampa. Bajo
el pretexto de tener para dárselo a los pobres, no le ha importado acumular
riquezas. La Iglesia tiene que ser pobre y renunciar a las seguridades.
El
relato no ofrece un cristianismo a dos velocidades. Los ‘consejos evangélicos’
serían un plus voluntario para los más decididos. Esto ha hecho mucho daño,
porque ha dado motivo a la mayoría de cristianos para pensar que lo que dice el
evangelio no va con ellos. Ha hecho daño también a los que optan por la vida
religiosa, porque les ha hecho creer que son los perfectos y con más derechos
ante Dios porque han renunciado a las posesiones materiales.
El
fariseísmo que seguimos manteniendo en este tema es desconcertante. Seguimos
buscando mil escusas para no vernos obligados a entrar en la dinámica del
evangelio. Incluso cuando renunciamos al consumo o a las seguridades terrenas
lo hacemos esperando que me lo paguen con creces en el más allá. Es un hecho
que muchos de los puestos de la jerarquía se buscan expresamente para medrar y
tener más dinero y más poder.
La
propuesta de Jesús no conlleva ninguna renuncia. Si, al llevarla a la práctica,
tenemos la sensación de perder algo, es que no hemos comprendido nada. Se trata
de elegir el camino que me lleve a la plenitud de humanidad. Como seres
limitados, elegir un camino lleva consigo el renunciar a otro. En contra del
sentir común, el renunciar a tener más no es de tontos, sino de personas muy
despiertas. La sabiduría consistiría en la libertad de elección.
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