Domingo XXX Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 18, 9-14) – octubre 26,
2025
Eclesiástico
(Sirácide) 35, 15b-17. 20-22a / Salmo 33 / 2 Timoteo 4, 6-8. 16-18
Evangelio según
san Lucas 18, 9-14
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se
tenían por justos y despreciaban a los demás: “Dos hombres subieron al templo
para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así
en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres:
ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces
por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias’.
El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar
los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios
mío, apiádate de mí, que soy un pecador’. Pues bien, yo les aseguro que éste
bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será
humillado y el que se humilla será enaltecido”.
Para
profundizar:
Reflexiones Buena Nueva
#Microhomilia
Hernán
Quezada, SJ
Dios es un juez justo, pero no justiciero, nos recuerda la Palabra hoy.
No pocas veces, creamos dioses a nuestra imagen y semejanza, y esta imagen del dios justiciero, que ajusticia en nuestro nombre, es de nuestras favoritas. Cuando servimos al dios justiciero, somos también jueces sin misericordia obsesionados con condenar, en nombre de Dios, a todos aquellos a quienes no consideramos dignos; y como aquel fariseo del evangelio, damos gracias a Dios porque nosotros sí que somos dignos, no como los otros. El corazón del "justiciero" es duro, porque en esa dureza esconde su propia fragilidad, teme reconocer sus faltas y vive la soledad de quien no se cree necesitado de misericordia, y por eso quiere ir por todos lados ajusticiando.
Dios es justo, ama, busca y nos llama a la justicia; pero esa que "ajusta" lo desajustado. Creer que Dios es juez misericordioso, nos da la confianza para acercarnos a Él y reconocer nuestra fragilidad en medio de nuestras aflicciones; nos permite estar dispuestos a recibir su perdón y gracia, y nos hace misericordiosos para con los demás.
Quien se sabe amado, puede amar; quien ha experimentado la misericordia, puede ser misericordioso; y se dispone al encuentro final con "el Señor, juez justo", lleno de paz.
#FelizDomingo
“(...) por considerarse justos, despreciaban a los demás”
Cuentan que un hombre que iba creciendo en su vida espiritual, llegó un momento en el que se dio cuenta de que era santo... En ese mismo instante, retrocedió todo el camino que había recorrido y tuvo que volver a comenzar desde cero. Cuando una persona va trabajando intensamente en su proceso de crecimiento espiritual, tiene que cuidarse de dos amenazas: la primera es perder la esperanza y pensar que nunca va a alcanzar la meta. La segunda, no menos peligrosa, es pensar que ya llegó. Las dos situaciones son igualmente nocivas. Ambas producen un estancamiento en el camino espiritual.
La parábola que Jesús nos cuenta este domingo, fue dicha para “algunos que, seguros de sí mismos por considerarse justos, despreciaban a los demás”. Dice Jesús que “dos hombres fueron al templo a orar: el uno era fariseo, y el otro era uno de esos que cobran impuestos para Roma. El fariseo, de pie, oraba así: ‘Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás, que son ladrones, malvados y adúlteros, ni como ese cobrador de impuestos. Yo ayuno dos veces a la semana y te doy la décima parte de todo lo que gano’. Pero el cobrador de impuestos se quedó a cierta distancia, y ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: ‘¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!” Dos actitudes que representan formas distintas de presentarse ante Dios. La primera, del que se siente justificado y seguro; cree que su comportamiento corresponde al plan de Dios; esta persona piensa que no necesita crecer más; tal como está, merece el premio para el cual ha venido trabajando intensamente. La segunda, del que se siente en camino, con muchas cosas por mejorar; se sabe necesitado de Dios y de su gracia; se sabe incompleto, en construcción.
La conclusión de Jesús es que el “cobrador de impuestos volvió a su casa ya justo, pero el fariseo, no. Porque el que a sí mismo se engrandece, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido”. Esta es la lógica del reino de Dios. Una lógica que contradice nuestra manera de pensar. Hay que reconocer que es bueno ser conscientes de nuestros avances y logros; ciertamente, es sano saber que nos comportamos bien y que nuestra manera de obrar está de acuerdo con el plan de Dios. Todo esto coincide con una sana autoestima, tan valorada recientemente por algunas corrientes psicológicas. Pero no debemos olvidar que esta actitud puede llevarnos a perder de vista lo que nos falta por avanzar en el propio camino espiritual; y, por otro lado, puede producir una actitud de desprecio por aquellos que, por lo menos aparentemente, van un poco más atrás.
Por otra parte, si vivimos en la verdad, reconociendo nuestros propios límites, sabiendo que no estamos terminados, tendremos siempre la alternativa del crecimiento; podremos avanzar siempre más adelante. Cuando acogemos nuestra frágil humanidad, en toda su complejidad de luces y sombras, y somos conscientes de nuestros defectos, comienza en ese mismo momento a generarse el proceso de la sanación interior. No hay sanación que no pase por el propio reconocimiento del límite. Esto supone mantener siempre activa la esperanza para seguir caminando, aunque todavía sintamos que nos falta mucho para llegar al final de nuestro crecimiento espiritual. Tan peligroso para nuestra vida es dejar de caminar, como pensar, antes de tiempo, que ya llegamos.
PARA
INACEPTABLES
La
parábola Hay una frase de Jesús que sin duda refleja una convicción y un estilo
de actuar que sorprendieron y escandalizaron a sus contemporáneos: «No tienen
necesidad de médico los sanos, sino los enfermos… Yo no he venido a llamar a
los justos, sino a los pecadores». El dato es histórico: Jesús no se dirigió a
los sectores piadosos, sino a los indignos e indeseables.
La
razón es sencilla. Jesús capta rápidamente que su mensaje es superfluo para
quienes viven seguros y satisfechos en su propia religión. Los «justos» apenas
tienen sensación de estar necesitados de «salvación». Les basta la tranquilidad
que proporciona sentirse dignos ante Dios y ante la consideración de los demás.
Lo
dice gráficamente Jesús: a un individuo lleno de salud y fortaleza no se le
ocurre acudir al médico. ¿Para qué necesitan el perdón de Dios los que, en el
fondo de su ser, se sienten inocentes?, ¿cómo van a agradecer su amor inmenso y
su comprensión inagotable quienes se sienten «protegidos» ante él por la
observancia escrupulosa de sus leyes?
El
que se siente pecador vive una experiencia diferente. Tiene conciencia clara de
su miseria. Sabe que no puede presentarse con suficiente dignidad ante nadie;
tampoco ante Dios; ni siquiera ante sí mismo. ¿Qué puede hacer sino esperarlo
todo del perdón de Dios? ¿Dónde va a encontrar salvación si no es abandonándose
confiadamente a su amor infinito?
Yo
no sé quién puede llegar a leer estas líneas. En estos momentos pienso en los
que os sentís incapaces de vivir de acuerdo con las normas que impone la
sociedad; los que no tenéis fuerzas para vivir el ideal moral que establece la
religión; los que estáis atrapados en una vida indigna; los que no os atrevéis
a mirar a los ojos a vuestra esposa ni a vuestros hijos; los que salís de la
cárcel para volver de nuevo a ella; las que no podéis escapar de la
prostitución… No lo olvidéis nunca: Jesús ha venido para vosotros.
Cuando
os veáis juzgados por la Ley, sentíos comprendidos por Dios; cuando os veáis
rechazados por la sociedad, sabed que Dios os acoge; cuando nadie os perdone
vuestra indignidad, sentid el perdón inagotable de Dios. No lo merecéis. No lo
merecemos nadie. Pero Dios es así: amor y perdón. Vosotros lo podéis disfrutar
y agradecer. No lo olvidéis nunca: según Jesús, solo salió limpio del templo
aquel publicano que se golpeaba el pecho diciendo: «¡Oh, Dios!, ten compasión
de este pecador».
EL
FARISEO DESPRECIABA AL PUBLICANO
El
fariseo despreciaba al publicano. Pero el publicano se despreciaba a sí mismo. Las
dos actitudes son destructivas.
El
relato de hoy nos invita a ponernos de parte del publicano y en contra del
fariseo. La verdad es que el fariseo tiene muchas cosas buenas que pasamos por
alto y el publicano tiene muchas cosas malas que olvidamos. Todos somos
fariseos y publicanos a la vez. Ni la soberbia ni la falsa humildad pueden
llevar a una espiritualidad auténtica.
Lucas
en la introducción a la parábola lo deja claro: “por algunos que, teniéndose
por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás” El
fariseo se siente excelente y falla en su apreciación. El publicano se cree
indigno y también falla. Las dos posturas son falsas porque están hechas desde
el falso yo, no desde el verdadero ser.
El
publicano se siente pecador y falla al despreciarse a sí mismo, por eso tiene
que insistir en pedir un perdón que ya le han concedido. Lo más normal del
mundo sería alabar al que era bueno y criticar al malo, pero a los ojos de Dios
todo es diferente. Dios es el mismo para los dos. Uno suplica que le acepte a
pesar de sus fallos, pero no tiene confianza total. El otro cree tener a Dios
de su parte porque lo merecen sus obras.
Dios
está cerca de los dos, pero el publicano reconoce que la cercanía de Dios es
debida solo al amor incondicional. El fariseo cree que Dios tiene la obligación
de amarle porque se lo ha ganado. El publicano está más cerca de Dios a pesar
de sus pecados, porque todo lo espera de Él, pero falla porque su confianza es
muy limitada y tiene miedo.
Tomar
conciencia de que lo que soy de verdad no depende de mí, es la clave para una
total seguridad. Dios me está aportando lo que soy desde antes de empezar a
existir, es ridículo pensar que pueda merecerlo. Lo que sí puedo y debo hacer
es responder conscientemente a ese don y tratar de agradecerlo, desplegándolo
en mi vida.
Esto
tendría consecuencias para mi relación con los demás. Amar al que se porta bien
no demuestra nada. Es lo que hacemos todos, pero tenemos que superar esa
actitud. Si me porto humanamente con aquel que no se lo merece, daré un salto
de gigante en mi evolución hacia la plenitud humana. Ser más humanos me hace a
la vez, más divinos.
Cada
oración manifiesta la idea de Dios que tiene uno y otro. Para uno se trata de
un Dios justo, que me da lo que merezco. Para el otro, Dios es amor que puede
llegar a mí sin merecerlo. Ojo al dato, porque todos estamos más cerca del
fariseo que del publicano. ¿Podemos imaginar a Jesús haciendo la oración del
publicano o del fariseo?
El
desaliento que a veces nos invade es un desenfoque espiritual. Nada tienes que
conseguir. Dios ya te lo ha dado todo. No tengas miedo a fallar. Tu ser
profundo no lo puede malear nadie, ni siquiera tú mismo. Tus fallos solo
demuestran que no has descubierto lo que eres. Las limitaciones no pueden
malograr tus posibilidades de ser.
Cuando
te sientas abrumado por tus fallos, tienes que descubrir que para Dios eres
siempre el mismo, único, irrepetible, necesario para el mundo y para Dios. La
autoestima es imprescindible para poder desarrollar lo que verdaderamente eres
en lo más profundo de tu ser, pero nunca puede apoyarse en las cualidades que
puedes tener o no tener, que son accidentales, porque te llevarán a una rotunda
ansiedad.