Domingo Mundial de la misiones
Éxodo
17, 8-13 / Salmo 120 / 2 Timoteo 3, 14-4,2

Evangelio según
san Lucas 18,
1-8
En aquel tiempo, para enseñar a sus discípulos la necesidad de
orar siempre y sin desfallecer, Jesús les propuso esta parábola: “En cierta
ciudad había un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. Vivía en
aquella misma ciudad una viuda que acudía a él con frecuencia para decirle:
‘Hazme justicia contra mi adversario’.
Por mucho tiempo, el juez no le hizo caso, pero después se dijo:
‘Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, sin embargo, por la
insistencia de esta viuda, voy a hacerle justicia para que no me siga
molestando’.”
Dicho esto, Jesús comentó: “Si así pensaba el juez injusto, ¿creen
ustedes acaso que Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y
noche, y que los hará esperar? Yo les digo que les hará justicia sin tardar.
Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen ustedes que encontrará fe sobre
la tierra?”.
Reflexión:
¿Cómo me salva la fe en Jesús?
Dios actúa en nuestra historia cuando perseveramos – en la
oración, en la confianza y en el bien – incluso cuando el cansancio o la rutina
nos hacen dudar.
A veces la vida se parece a la escena de Moisés con los brazos
levantados, pidiendo ayuda a Dios, ante las “batallas de cada día”.
Hacemos lo que nos toca, damos lo mejor, pero llega el cansancio, la rutina o
la duda, y sentimos que las fuerzas se nos escapan. En esos momentos, Dios nos
recuerda que no caminamos solos: siempre habrá alguien que nos sostenga, como
Aarón y Jur sostuvieron los brazos de Moisés. En la vida espiritual también
necesitamos de los otros: amigos, comunidad, acompañantes… personas que nos
ayudan a mantener viva la fe cuando parece dormida.
El salmo de hoy nos invita a levantar la mirada: “¿De dónde me
vendrá el auxilio?”. No se trata de mirar al cielo para evadirnos, sino de mirar
con fe lo que tenemos delante, sabiendo que Dios está ahí, en lo que vivimos
cada día. San Ignacio lo expresaría así: “ser contemplativos en la acción”,
es decir, descubrir a Dios en medio de nuestro trabajo, de nuestras relaciones,
de las cosas simples que forman parte de la jornada, y ponernos en acción. Pedir
ayuda a Dios —o a otras personas— no es huir del mundo, sino buscar su luz para
enfrentarlo con fe y esperanza.
Pablo, en su carta a Timoteo, nos recuerda que hay que mantenernos
fieles a la Palabra y predicarla (en palabra y obras); es la
fuente de sabiduría, que nos conduce a la salvación; en la Palabra, están las
enseñanzas que nos preparan para “construir una vida plena, feliz”. Es
en la oración donde formamos nuestro el corazón, con las virtudes que nos
muestra Jesús. La insistencia y constancia en la oración nos crece
espiritualmente, aumenta nuestra fe y nos impulsa a hacer buenas obras Y entonces entendemos lo que san
Ignacio enseñaba: hacer todo lo humanamente posible, y a la vez, dejarlo
todo en manos de Dios. Eso es fe.
Finalmente, el evangelio nos muestra a la viuda insistente, que no
se cansa de pedir justicia. Esa mujer es imagen de quienes no se rinden, de
quienes confían aunque parezca que Dios tarda. Perseverar en la oración no
cambia a Dios: nos cambia a nosotros. Nos enseña a confiar, a mantenernos en
pie, a no apagar la esperanza. En un mundo que se rinde fácil, Jesús nos invita
a insistir desde la fe, a mantener viva la confianza de que, aunque no siempre
lo veamos, Dios está obrando en lo profundo de nuestro ser, de nuestra historia.
¿Qué
personas han sostenido mis “brazos cansados” cuando me faltan fuerzas?... ¿A
quiénes sostengo con mi fe y compañía?... ¿Qué tan perseverante son en mi
oracióni?
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