jueves, 5 de junio de 2025

PENTECOSTÉS – Ciclo C (Profundizar)

 PENTECOSTÉS Ciclo C (Juan 12, 3-7. 12-13) – junio 8, 2025  
Hechos 2, 1-11; Salmo 103; Corintios 12, 3-7. 12-13

 


Evangelio según san Juan 12, 3-7. 12-13

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si me aman, cumplirán mis mandamientos; yo le rogaré al Padre y él les enviará otro Consolador que esté siempre con ustedes, el Espíritu de verdad.

El que me ama, cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada.

El que no me ama, no cumplirá mis palabras. Y la palabra que están oyendo no es mía, sino del Padre, que me envió.

Les he hablado de esto ahora que estoy con ustedes; pero el Consolador, el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará toda cuanto yo les he dicho".

 

Reflexiones Buena Nueva

#Microhomilia 

 #microhomilía El miedo encerró a los discípulos. El miedo inmoviliza y oscurece, nos encierra y empobrece. Pero el Resucitado tiene la iniciativa de irrumpir nuestros encierros y liberarnos de nuestros miedos, dándonos su paz y volviéndonos valientes.

El Espíritu nos ha sido dado, nos habita y moviliza, nos une y nos envía, nos mantiene libres y valientes. Hoy en esta fiesta de Pentecostés hay que hacer un examen honesto y profundo sobre nuestros miedos y encierros, sobre nuestras cobardías cimentadas en la falta de fe. 

Miremos también nuestro mundo, amenazado por las sombras de la guerra, la injusticia y el hambre de poder. 

Invoquemos al Espíritu, sintamos cada palabra y pidamos fortalecer la fe, esa que nos hace reconocernos valiosos ante todo y todos; que disipa oscuridades y nos vuelve decididos y valientes: 


Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequia,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas,
infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.

#FelizDomingo

“Reciban el Espíritu Santo” 

He oído que la experiencia de fe en las personas tiene cuatro etapas: La primera es la que viven los niños. Ellos creen lo que les dice su mamá, su papá o su profesor. Las personas mayores son las que les dan seguridad y sentido. Solos, no se sienten capaces de afrontar los peligros que constantemente los acechan. No se imaginan la vida sin tener estas personas a su lado. Una segunda etapa en el camino de la fe es la que viven los jóvenes, que creen en lo que ven hacer a sus mayores y no en lo que les dicen. Exigen coherencia, resultados. No se fían de las palabras que se lleva el viento. Necesitan pruebas, al estilo de Tomás, que necesitaba ver las heridas en las manos, en los pies y en el costado del Señor. La tercera etapa es la de los adultos, que creen solamente en lo que ellos mismos hacen y no en lo que les dicen los demás o en lo que ven hacer a los otros. Las personas adultas se van haciendo autónomas, se rigen por sus propios principios. Un adulto sabe que lo que él mismo no hace, nadie lo hará por él. La cuarta etapa que vivimos en nuestro camino de fe es la del anciano, que cree en Dios, sin más. Ha vivido muchas experiencias y se ha ido desengañando de infinidad de seguridades pasajeras que tuvo a lo largo de su existencia. Confió en sus estudios, en su trabajo, en sus amistades, en las posesiones que tuvo. Pero, poco a poco, se ha dado cuenta de que todo esto no eran más que vanidades. Sabe que se acerca el momento definitivo del encuentro con el único Señor de su vida.

Lo que está detrás de todo esto es la experiencia del despojo que vamos viviendo cada día y que se acentúa a medida que pasan los años. Un anciano ya no tiene papá ni mamá. Ya no tiene profesores. Ya no tiene modelos de referencia en otros adultos. Ya no se tiene ni siquiera a sí mismo. Se siente sin fuerzas. No tiene otra alternativa que sentirse en las manos de Dios como el niño de pecho se siente en manos de su madre. La vida nos va despojando, poco a poco, de nuestras seguridades, hasta que nos piden entregar la misma vida. Dicen que una vez en un velorio de un señor que había sido muy rico, los que acompañaban a la familia del difunto discutían sobre lo que había dejado este señor. Hacían cuentas y no lograban calcular la herencia que había dejado a sus descendientes. Hasta que vino un hombre sabio y le dijo a los que conversaban sobre esto: «Yo sé exactamente cuánto dejó este señor». «¿Cuánto dejó?» Preguntaron todos, intrigados de que tuviera el dato exacto. Y el hombre dijo: «Lo dejó TODO. Nadie se lleva nada de este mundo».

Hay que reconocer que esta visión de las cosas es un poco pesimista. Según esto, sólo los ancianos llegan a tener una fe auténtica. Sin embargo, creo que tiene mucho de verdad. Vamos a tientas, poniendo nuestra fe en miles de cosas que no son Dios. Y muy lentamente, nos vamos abriendo a una confianza plena en la acción del Señor en nuestras vidas. La celebración de hoy es un excelente momento para preguntarnos por nuestra fe. Para preguntarnos por aquello en que hemos puesto nuestra confianza. ¿Dónde están nuestras seguridades? El resucitado sopló sobre sus discípulos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo”. La pregunta que tenemos que hacernos hoy es si creemos, efectivamente, que hemos recibido el Espíritu Santo en nuestro bautismo y si lo seguimos recibiendo cada día a través de los sacramentos, como el regalo más precioso que nos dejó el Señor. No deberíamos esperar a estar ya al borde de la muerte para vivir una fe que sea capaz de soltarse de todo para dejarse llevar por Dios. Para creer en el Espíritu Santo que el Señor nos regaló.

 

EL ARTE DE VIVIR DESDE EL ESPÍRITU DE DIOS 

Nunca los cristianos se han sentido huérfanos. El vacío dejado por la muerte de Jesús ha sido llenado por la presencia viva del Espíritu del Resucitado. Este Espíritu del Señor llena la vida del creyente. El Espíritu de la verdad que vive con nosotros está en nosotros y nos enseña el arte de vivir en la verdad.

Lo que configura la vida de un verdadero creyente no es el ansia de bienestar ni la lucha por el éxito, ni siquiera la obediencia a un ideal, sino la búsqueda gozosa de la verdad de Dios bajo el impulso del Espíritu.

El verdadero creyente no cae ni en el legalismo ni en la anarquía, sino que busca con el corazón limpio la verdad. Su vida no está programada por prohibiciones, sino que viene animada e impulsada positivamente por el Espíritu.

Cuando vive esta experiencia del Espíritu, el creyente descubre que ser cristiano no es un peso que oprime y atormenta la conciencia, sino que es dejarnos guiar por el amor creador del Espíritu que vive en nosotros y nos hace vivir con una espontaneidad que nace, no de nuestro egoísmo, sino del amor. Una espontaneidad en la que uno renuncia a sus intereses egoístas y se confía al gozo del Espíritu. Una espontaneidad que es regeneración, renacimiento y reorientación continua hacia la verdad de Dios.

Esta vida nueva en el Espíritu no significa únicamente vida interior de piedad y oración. La verdad de Dios genera en nosotros un estilo de vida nuevo, enfrentado al estilo de vida que brota de la mentira y el egoísmo. Vivimos en una sociedad donde a la mentira se le llama diplomacia; a la explotación, negocio; a la irresponsabilidad, tolerancia; a la injusticia, orden establecido; al sexo; amor; a la arbitrariedad, libertad; a la falta de respeto, sinceridad.

Difícilmente puede esta sociedad entender o aceptar una vida acuñada por el Espíritu. Pero es este Espíritu el que defiende al creyente y le hace caminar hacia la verdad, liberándolo de la mentira social, la farsa y la intolerancia de nuestros egoísmos.

 

EL ESPÍRITU NO TIENE QUE VENIR DE NINGUNA PARTE 

Pentecostés es una fiesta eminentemente pascual. Sin la presencia de Dios como Espíritu, la experiencia pascual no hubiera sido posible. La totalidad de nuestro ser está empapada de Dios-Espíritu. Siempre es el Espíritu el que nos lleva a la unidad y por lo tanto el que nos invita a superar la diversidad que es fruto de nuestro falso yo.

No tiene sentido pensar en un espectáculo de luz y sonido. Lucas nos está hablando de la experiencia de la primera comunidad, no está haciendo una crónica periodística. En el relato utiliza los símbolos que había utilizado ya el AT: Fuego, ruido, viento. Los efectos no se reducen al círculo de Jesús, salen a la calle, donde hay hombres de todo país.

El Espíritu está; no tiene que venir de ninguna parte. Lucas narra cinco venidas del Espíritu. Las lecturas que hemos leído nos dan suficientes pistas para no despistarnos. En la primera (viento, ruido, fuego), hace referencia a la teofanía del Sinaí. La fiesta de Pentecostés conmemoraba la alianza. La Ley ha sido sustituida por el Espíritu.

Hemos dicho tantas cosas sobre el Espíritu que nuestra tarea es “desdecir”, descubrir las cosas sin sentido que hemos repetido hasta la saciedad. El Espíritu no es una entidad separada. Dios Espíritu no es un personaje distinto del Padre y del Hijo, que anda por ahí haciendo de las suyas. Se trata del Dios UNO más allá de toda imagen. No es un don que nos regala el Padre o el Hijo sino Dios como DON absoluto. No es una realidad que tenemos que obtener, sino el fundamento más profundo de mi ser del que surge todo lo que soy.

Todo lo que fue Jesús, se debió al Espíritu: “Concebido por el Espíritu”; "Nacido del Espíritu"; "Desciende sobre él el Espíritu"; "Ungido con el Espíritu". Está claro que la figura de Jesús no podría entenderse sin el Espíritu. Pero no es menos cierto que no podríamos descubrir lo que es el Espíritu si no fuera por lo que Jesús nos ha revelado.

No se trata de entrar en un mundo diferente, acotado para un reducido número de personas, a las que se premia con el don del Espíritu. Es una realidad que se ofrece a todos como la más alta posibilidad de alcanzar una plenitud humana que todos debíamos tener como meta, si no, quedamos en la exclusiva valoración de la materia.

La experiencia del Espíritu es individual, pero empuja siempre a la construcción de la comunidad. El Espíritu se otorga siempre “para el bien común”. En contra de lo que nos cuentan, no se da el Espíritu a los apóstoles, sino a todos los seguidores de Jesús.

El Espíritu no produce personas uniformes como si fuesen fruto de una clonación. Es esta otra trampa para justificar toda clase de sometimientos. El Espíritu es una fuerza vital que potencia en cada uno las diferentes cualidades y aptitudes. La pretendida uniformidad es la consecuencia de nuestros miedos y falta de confianza en el Espíritu.

En la celebración de la eucaristía debíamos poner más atención a esa presencia del Espíritu. Durante siglos el momento más importante de la celebración fue la epíclesis (la invocación del Espíritu sobre el pan y el vino. Solo mucho más tarde se confirió un poder especial (que ha llegado a ser mágico) a las palabras que hoy llamamos “consagración”.

 

 


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