Evangelio según
san Juan 12,
3-7. 12-13
En
aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si me aman, cumplirán mis
mandamientos; yo le rogaré al Padre y él les enviará otro Consolador que esté
siempre con ustedes, el Espíritu de verdad.
El
que me ama, cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos
en él nuestra morada.
El
que no me ama, no cumplirá mis palabras. Y la palabra que están oyendo no es
mía, sino del Padre, que me envió.
Les
he hablado de esto ahora que estoy con ustedes; pero el Consolador, el Espíritu
Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les
recordará toda cuanto yo les he dicho".
He oído que la experiencia de fe en las personas tiene
cuatro etapas: La primera es la que viven los niños. Ellos creen lo que les
dice su mamá, su papá o su profesor. Las personas mayores son las que les dan
seguridad y sentido. Solos, no se sienten capaces de afrontar los peligros que
constantemente los acechan. No se imaginan la vida sin tener estas personas a
su lado. Una segunda etapa en el camino de la fe es la que viven los jóvenes,
que creen en lo que ven hacer a sus mayores y no en lo que les dicen. Exigen
coherencia, resultados. No se fían de las palabras que se lleva el viento.
Necesitan pruebas, al estilo de Tomás, que necesitaba ver las heridas en las
manos, en los pies y en el costado del Señor. La tercera etapa es la de los
adultos, que creen solamente en lo que ellos mismos hacen y no en lo que les
dicen los demás o en lo que ven hacer a los otros. Las personas adultas se van
haciendo autónomas, se rigen por sus propios principios. Un adulto sabe que lo
que él mismo no hace, nadie lo hará por él. La cuarta etapa que vivimos en
nuestro camino de fe es la del anciano, que cree en Dios, sin más. Ha vivido
muchas experiencias y se ha ido desengañando de infinidad de seguridades
pasajeras que tuvo a lo largo de su existencia. Confió en sus estudios, en su
trabajo, en sus amistades, en las posesiones que tuvo. Pero, poco a poco, se ha
dado cuenta de que todo esto no eran más que vanidades. Sabe que se
acerca el momento definitivo del encuentro con el único Señor de su vida.
Lo que está detrás de todo esto es la experiencia del
despojo que vamos viviendo cada día y que se acentúa a medida que pasan los
años. Un anciano ya no tiene papá ni mamá. Ya no tiene profesores. Ya no tiene
modelos de referencia en otros adultos. Ya no se tiene ni siquiera a sí mismo.
Se siente sin fuerzas. No tiene otra alternativa que sentirse en las manos de
Dios como el niño de pecho se siente en manos de su madre. La vida nos va
despojando, poco a poco, de nuestras seguridades, hasta que nos piden entregar
la misma vida. Dicen que una vez en un velorio de un señor que había sido muy
rico, los que acompañaban a la familia del difunto discutían sobre lo que había
dejado este señor. Hacían cuentas y no lograban calcular la herencia que había
dejado a sus descendientes. Hasta que vino un hombre sabio y le dijo a los que
conversaban sobre esto: «Yo sé exactamente cuánto dejó este
señor». «¿Cuánto dejó?» Preguntaron todos, intrigados de que tuviera
el dato exacto. Y el hombre dijo: «Lo dejó TODO. Nadie se lleva nada de
este mundo».
Hay que reconocer que esta visión de las cosas es un poco
pesimista. Según esto, sólo los ancianos llegan a tener una fe auténtica. Sin
embargo, creo que tiene mucho de verdad. Vamos a tientas, poniendo nuestra fe
en miles de cosas que no son Dios. Y muy lentamente, nos vamos abriendo a una
confianza plena en la acción del Señor en nuestras vidas. La celebración de hoy
es un excelente momento para preguntarnos por nuestra fe. Para preguntarnos por
aquello en que hemos puesto nuestra confianza. ¿Dónde están nuestras
seguridades? El resucitado sopló sobre sus discípulos y les dijo: “Reciban el
Espíritu Santo”. La pregunta que tenemos que hacernos hoy es si creemos,
efectivamente, que hemos recibido el Espíritu Santo en nuestro bautismo y si lo
seguimos recibiendo cada día a través de los sacramentos, como el regalo más
precioso que nos dejó el Señor. No deberíamos esperar a estar ya al borde de la
muerte para vivir una fe que sea capaz de soltarse de todo para dejarse llevar
por Dios. Para creer en el Espíritu Santo que el Señor nos regaló.
Nunca los cristianos
se han sentido huérfanos. El vacío dejado por la muerte de Jesús ha sido
llenado por la presencia viva del Espíritu del Resucitado. Este Espíritu del
Señor llena la vida del creyente. El Espíritu de la verdad que vive con
nosotros está en nosotros y nos enseña el arte de vivir en la verdad.
Lo que configura la
vida de un verdadero creyente no es el ansia de bienestar ni la lucha por el
éxito, ni siquiera la obediencia a un ideal, sino la búsqueda gozosa de la
verdad de Dios bajo el impulso del Espíritu.
El verdadero
creyente no cae ni en el legalismo ni en la anarquía, sino que busca con el
corazón limpio la verdad. Su vida no está programada por prohibiciones, sino
que viene animada e impulsada positivamente por el Espíritu.
Cuando vive esta
experiencia del Espíritu, el creyente descubre que ser cristiano no es un peso
que oprime y atormenta la conciencia, sino que es dejarnos guiar por el amor
creador del Espíritu que vive en nosotros y nos hace vivir con una
espontaneidad que nace, no de nuestro egoísmo, sino del amor. Una espontaneidad
en la que uno renuncia a sus intereses egoístas y se confía al gozo del
Espíritu. Una espontaneidad que es regeneración, renacimiento y reorientación
continua hacia la verdad de Dios.
Esta vida nueva en
el Espíritu no significa únicamente vida interior de piedad y oración. La
verdad de Dios genera en nosotros un estilo de vida nuevo, enfrentado al estilo
de vida que brota de la mentira y el egoísmo. Vivimos en una sociedad donde a
la mentira se le llama diplomacia; a la explotación, negocio; a la
irresponsabilidad, tolerancia; a la injusticia, orden establecido; al sexo;
amor; a la arbitrariedad, libertad; a la falta de respeto, sinceridad.
Difícilmente puede
esta sociedad entender o aceptar una vida acuñada por el Espíritu. Pero es este
Espíritu el que defiende al creyente y le hace caminar hacia la verdad,
liberándolo de la mentira social, la farsa y la intolerancia de nuestros
egoísmos.
Pentecostés es una fiesta eminentemente pascual. Sin la presencia de Dios como Espíritu, la experiencia pascual no hubiera sido posible. La totalidad de nuestro ser está empapada de Dios-Espíritu. Siempre es el Espíritu el que nos lleva a la unidad y por lo tanto el que nos invita a superar la diversidad que es fruto de nuestro falso yo.
No tiene sentido
pensar en un espectáculo de luz y sonido. Lucas nos está hablando de la
experiencia de la primera comunidad, no está haciendo una crónica periodística.
En el relato utiliza los símbolos que había utilizado ya el AT: Fuego, ruido,
viento. Los efectos no se reducen al círculo de Jesús, salen a la calle, donde
hay hombres de todo país.
El Espíritu está; no
tiene que venir de ninguna parte. Lucas narra cinco venidas del Espíritu. Las
lecturas que hemos leído nos dan suficientes pistas para no despistarnos. En la
primera (viento, ruido, fuego), hace referencia a la teofanía del Sinaí. La
fiesta de Pentecostés conmemoraba la alianza. La Ley ha sido sustituida por el
Espíritu.
Hemos dicho tantas
cosas sobre el Espíritu que nuestra tarea es “desdecir”, descubrir las cosas
sin sentido que hemos repetido hasta la saciedad. El Espíritu no es una entidad
separada. Dios Espíritu no es un personaje distinto del Padre y del Hijo, que anda
por ahí haciendo de las suyas. Se trata del Dios UNO más allá de toda imagen.
No es un don que nos regala el Padre o el Hijo sino Dios como DON absoluto. No
es una realidad que tenemos que obtener, sino el fundamento más profundo de mi
ser del que surge todo lo que soy.
Todo lo que fue
Jesús, se debió al Espíritu: “Concebido por el Espíritu”; "Nacido del
Espíritu"; "Desciende sobre él el Espíritu"; "Ungido con el
Espíritu". Está claro que la figura de Jesús no podría entenderse sin el
Espíritu. Pero no es menos cierto que no podríamos descubrir lo que es el
Espíritu si no fuera por lo que Jesús nos ha revelado.
No se trata de
entrar en un mundo diferente, acotado para un reducido número de personas, a
las que se premia con el don del Espíritu. Es una realidad que se ofrece a
todos como la más alta posibilidad de alcanzar una plenitud humana que todos
debíamos tener como meta, si no, quedamos en la exclusiva valoración de la
materia.
La experiencia del
Espíritu es individual, pero empuja siempre a la construcción de la comunidad.
El Espíritu se otorga siempre “para el bien común”. En contra de lo que nos
cuentan, no se da el Espíritu a los apóstoles, sino a todos los seguidores de
Jesús.
El Espíritu no
produce personas uniformes como si fuesen fruto de una clonación. Es esta otra
trampa para justificar toda clase de sometimientos. El Espíritu es una fuerza
vital que potencia en cada uno las diferentes cualidades y aptitudes. La
pretendida uniformidad es la consecuencia de nuestros miedos y falta de
confianza en el Espíritu.
En la celebración de
la eucaristía debíamos poner más atención a esa presencia del Espíritu. Durante
siglos el momento más importante de la celebración fue la epíclesis (la
invocación del Espíritu sobre el pan y el vino. Solo mucho más tarde se
confirió un poder especial (que ha llegado a ser mágico) a las palabras que hoy
llamamos “consagración”.
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