Evangelio según
san Lucas
6, 17.20-26
En aquel
tiempo, Jesús descendió del monte con sus discípulos y sus apóstoles y se
detuvo en un llano. Allí se encontraba mucha gente, que había venido tanto de
Judea y de Jerusalén, como de la costa de Tiro y de Sidón.
Mirando
entonces a sus discípulos, Jesús les dijo:
“Dichosos
ustedes los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios.
Dichosos
ustedes los que ahora tienen hambre, porque serán saciados. Dichosos ustedes
los que lloran ahora, porque al fin reirán.
Dichosos
serán ustedes cuando los hombres los aborrezcan y los expulsen de entre ellos,
y cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre.
Alégrense
ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo. Pues
así trataron sus padres a los profetas.
Pero,
¡ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo! ¡Ay de ustedes,
los que se hartan ahora, porque después tendrán hambre! ¡Ay de ustedes, los que
ríen ahora, porque llorarán de pena! ¡Ay de ustedes, cuando todo el mundo los
alabe, porque de ese modo trataron sus padres a los falsos profetas!”
No sé si es más difícil, hablar de las Bienaventuranzas o de las advertencias de Jesús a los ricos, a los que están satisfechos a los que ríen y a los que alaba todo el mundo... Cualquiera de las dos alternativas es muy compleja. No es fácil explicar o entender con nuestra lógica estas afirmaciones del Señor. Rompen nuestros esquemas y nos abren a una realidad a la que no se puede acceder por la razón. Nuestra sociedad, y nosotros mismos, hemos sido educados en otro esquema mental que considera exactamente lo contrario. El mundo, en este texto bíblico, parece vuelto al revés. No es cosa fácil entender por qué son dichosos los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los que son odiados, expulsados, insultados y despreciados por causa del Hijo del hombre, pero el Señor lo dice categóricamente: “Alégrense mucho, llénense de gozo en ese día, porque ustedes recibirán un gran premio en el cielo; pues también así maltrataron los antepasados de esa gente a los profetas”.Lo contrario tal vez nos lo ayude a entender un hermoso texto de un jesuita que ha vivido de cerca los dolores de Dios entre los más pobres. Benjamín González Buelta, S.J., escribe desde la realidad del pueblo sencillo de la República Dominicana; desde la cercanía de los haitianos, doblemente marginados entre los marginados; desde las celebraciones apoteósicas del quinto centenario de la llegada de los españoles a tierras americanas, para lo cual se hicieron grandes avenidas para los turistas, desalojando familias enteras y ocultándolas detrás de inmensos muros de marginación para que la pobreza no pasara, como el muro que recorre la frontera entre México y los Estados Unidos, o el que construye Israel frente a los territorios palestinos; desde esa realidad, tienen sentido estas advertencias que actualizan las de Jesús:
"¡Ay de aquellos
que saborean el dulce del azúcar en platos refinados, pero no tienen paladar para la amargura del haitiano que corta la caña;
que miran la belleza de las fachadas de los grandes edificios, pero no oyen en las piedras el grito de los obreros mal pagados;
que pasean en carros de lujo por las nuevas avenidas, pero no tienen memoria para las familias desalojadas como escombros;
que exhiben ropa elegante en cuerpos bien cuidados, pero no se preocupan de las manos que cosechan el algodón...
porque dejan resbalar sobre la vida su mirada de turistas y no contemplan detrás de las fachadas con ojos de profeta!
¡Ay de aquellos
que sólo ven en el pobre una mano que mendiga y no una dignidad indestructible que busca justicia;
que sólo ven en los numerosos niños marginados una plaga y no una esperanza para todos que hay que cultivar;
que sólo escuchan en los gritos de los pobres caos y peligros y no oyen la protesta de Dios contra los fuertes;
que sólo contemplan lo bello, lo sano y poderoso y no esperan la salvación de lo más bajo y humillado...
porque no podrán contemplar la salvación que brota en el Jesús encarnado desde abajo!"
(BENJAMÍN GONZÁLEZ BUELTA, La Transparencia del Barro, Santander, Sal Terrae, 1989, 36-37).
Acostumbrados a escuchar las «bienaventuranzas» tal como aparecen en el
evangelio de Mateo, se nos hace duro a los cristianos de los países ricos leer
el texto que nos ofrece Lucas. Al parecer, este evangelista –y no pocos de sus
lectores– pertenecía a una clase acomodada. Sin embargo, lejos de suavizar el
mensaje de Jesús, Lucas lo presenta de manera más provocativa.
Junto a las «bienaventuranzas» a los pobres, el evangelista recuerda las
«malaventuranzas» a los ricos: «Dichosos los pobres... los que ahora tenéis
hambre... los que ahora lloráis». Pero, «ay de vosotros, los ricos... los que
ahora estáis saciados... los que ahora reís». El Evangelio no puede ser
escuchado de igual manera por todos. Mientras para los pobres es una Buena
Noticia que los invita a la esperanza, para los ricos es una amenaza que los
llama a la conversión. ¿Cómo escuchar este mensaje en nuestras comunidades
cristianas?
Antes que nada, Jesús nos pone a todos ante la realidad más sangrante que
hay en el mundo, la que más le hace sufrir, la que más llega al corazón de
Dios, la que está más presente ante sus ojos. Una realidad que, desde los
países ricos, tratamos de ignorar, encubriendo de mil maneras la injusticia más
cruel, de la que en buena parte somos cómplices nosotros.
¿Queremos continuar alimentando el autoengaño o abrir los ojos a la
realidad de los pobres? ¿Tenemos voluntad de verdad? ¿Tomaremos alguna vez en
serio a esa inmensa mayoría de los que viven desnutridos y sin dignidad, los
que no tienen voz ni poder, los que no cuentan para nuestra marcha hacia el
bienestar?
Los cristianos no hemos descubierto todavía la importancia que pueden
tener los pobres en la historia del cristianismo. Ellos nos dan más luz que
nadie para vernos en nuestra propia verdad, sacuden nuestra conciencia y nos
invitan a la conversión. Ellos nos pueden ayudar a configurar la Iglesia del
futuro de manera más evangélica. Nos pueden hacer más humanos: más capaces de
austeridad, solidaridad y generosidad.
El abismo que separa a ricos y pobres sigue creciendo de manera imparable. En el futuro será cada vez más difícil presentarnos ante el mundo como Iglesia de Jesús ignorando a los más débiles e indefensos de la Tierra. O tomamos en serio a los pobres o nos olvidamos del Evangelio. En los países ricos nos resultará cada vez más difícil escuchar la advertencia de Jesús: «No podéis servir a Dios y al Dinero». Se nos hará insoportable.
Siempre que tengo que hablar de las bienaventuranzas me viene a la mente: “pase de mí este cáliz”. La verdad es que ni me entienden los pobres ni los ricos. Lo grave es que esta actitud tiene la más férrea lógica, porque trato de explicarlas racionalmente y las bienaventuranzas sobrepasan toda racionalidad. Cualquier intento de aclararlas desde la razón está abocado al rotundo fracaso. Sin experiencia profunda de lo humano, las bienaventuranzas son un sarcasmo. Ni el sentido común ni el instinto pueden aceptarlas
Es el texto más comentado del evangelio, pero también el más complicado.
Intentaré llevarte lo más lejos posible en su comprensión, sabiendo que no
tienen explicación posible. El primer problema lo encontramos en los mismos
evangelios. Lucas propone solo tres o cuatro y de la manera más breve posible:
bienaventurados los pobres, los que lloran, los que pasan hambre. Mateo narra
ocho o nueve, pero, además, añade un matiz que trata de explicar ya la
dificultad para entenderlas. Dice: pobre de espíritu, hambre y sed de justicia.
Es también muy significativo que Marcos y Juan ni siquiera las mencionen.
No tenemos ni idea de cómo las formuló Jesús, con toda seguridad en
arameo. Tampoco podemos saber el sentido que le dieron al traducirlas al
griego. Hoy estamos en condiciones de afirmar que la interpretación literal no
tiene ni pies ni cabeza. El colmo del cinismo llegó cuando se intentó convencer
al pobre de que aguantara estoicamente su pobreza, incluso diera gracias a Dios
por ella, porque se lo iba a pagar con creces en el más allá. Si para mantener
la esperanza tenemos que echar mano de un más allá, malo.
No se puede separar el primer término de cada propuesta del segundo. A
nadie se le ocurriría decir al que lleva dos días sin comer: ¡Qué suerte
tienes! Debías estar feliz y contento. Sería dar a entender que Dios está
encantado de que la gente sufra. Pero tampoco se pueden unir automáticamente.
El hecho de ser pobre no garantiza por sí la verdadera riqueza. Ni el hecho de
ser rico determina una condenación automática. Lo que determina una mayor o
menor plenitud humana es la actitud vital de cada uno.
Pero es que el nexo de unión entre las dos partes de cada propuesta
también es problemático. El “porque” no tiene ninguna connotación causal. El
pobre es dichoso, no por ser pobre, sino porque él no es causa de que otro
sufra. Dichoso porque, a pesar de todo, él puede desplegar plenamente su
humanidad. Este es el profundo mensaje de las bienaventuranzas. De la misma
manera el rico no es maldecido por ser rico sino por poner su confianza en la
riqueza y desentenderse de los demás seres humanos.
Descubiertas todas estas dificultades, yo haría una formulación distinta:
Bienaventurado el pobre, si no permite que su “pobreza” le atenace.
Bienaventurado el rico, si no se deja dominar por su “riqueza”. No sabría decir
qué es más difícil. En ningún momento debemos olvidar los dos aspectos. Ser
dichoso es ser libre de toda atadura que te impida desplegar tu humanidad. Se
proclama dichoso al pobre, no la pobreza. Se declara nefasta la riqueza no al
rico. Tanto la pobreza como la riqueza son malas si me impiden ser humano.
Tampoco quiere decir el evangelio que tenemos que renunciar a la riqueza
para asegurarnos plenitud de humanidad. Debemos renunciar a ser la causa del
sufrimiento de los demás. Las bienaventuranzas no son un “sí” de Dios a la
pobreza ni al sufrimiento, sino un rotundo “no” de Dios a las situaciones de
injusticia. Siempre que actuamos desde el egoísmo hay injusticia. Siempre que
impedimos que el otro crezca hay injusticia.
Las bienaventuranzas invierten radicalmente nuestra escala de valores. En
contra de lo que damos por supuesto, puede ser feliz el pobre, el que llora, el
que pasa hambre, el oprimido. La misma formulación nos despista porque está
hecha desde la perspectiva mítica. Solo desde la perspectiva de un Dios que
actúa desde fuera se puede entender “Dichoso los que ahora pasáis hambre porque
quedaréis saciado”. Si para mantener la esperanza tenemos que acudir a un más
allá, podemos caer en la trampa de dar por buena la injusticia que estamos
causando, esperando que un día Dios cambie las tornas.
Las bienaventuranzas quieren decir, que, aún en las peores circunstancias
que podamos imaginar, las posibilidades de ser humanos en plenitud, no nos las
puede arrebatar nadie. Recordad lo que decíamos el domingo pasado: “Rema mar
adentro”, busca en lo hondo de ti, lo que vale de veras. Si creemos que la
felicidad nos llega del consumir, no hemos descubierto la alegría de ser. Al
poner la confianza en las seguridades externas, en el hedonismo absoluto,
estamos equivocándonos y en vez de felicidad encontramos desdicha. Nunca se ha
consumido más y sin embargo nunca ha habido tanta infelicidad.
Al añadir Lucas ¡Ay de vosotros los ricos!, deja claro que no habría
pobres si no hubiera ricos. Si todos pudiéramos comer lo suficiente, nadie nos
consideraría ricos. Si todos pasáramos la misma necesidad, nadie nos
consideraría pobres. La parábola del rico Epulón lo deja claro. No se le acusa
de ningún crimen; No se dice que haya conseguido las riquezas injustamente. El
problema era no haberse enterado de que Lázaro estaba a la puerta. Sin Lázaro a
la puerta, su riqueza no tendría nada de malo. El evangelio no da valorar a la
pobreza en sí, sino a no ser causa de la pobreza de otros.
Llevamos dos mil años intentando armonizar cristianismo y riqueza;
salvación y poder. Nadie se siente responsable de los muertos de hambre.
Vivimos en el hedonismo más absoluto y no nos preocupa la suerte de los que no
tienen un pedazo de pan para evitar la muerte. Jesús nos dice que, si tal
injusticia acarrea muerte, alguien tiene la culpa. Buscar en primer lugar mis
seguridades y, si me sobra, dar a los demás, no es suficiente.
Decimos: Yo no puedo hacer nada por evitar el hambre. Tú puedes hacerlo
todo, porque no se te pide que elimines el hambre en el mundo sino de que tú
salgas de toda injusticia. No se trata de hacer un favor a otro, aunque sea
salvarles la vida, se trata de que tú salgas de toda inhumanidad. Los “ricos”
somos los que tenemos que cambiar buscando esa humanidad que nos falta. Tu
salvación está en no ser causa de opresión para nadie. Si damos de comer al
pobre le salvamos la vida. Si salgo de mi egoísmo, salvo la vida al pobre y me
libero de mi inhumanidad, que es más importante.
Las bienaventuranzas ni hacen referencia a un estado material ni
preconizan una revancha futura de los oprimidos ni pueden usarse como cebo con
la promesa de lo mejor para el más allá. Las bienaventuranzas presuponen una
actitud vital escatológica, es decir, una experiencia del Reino de Dios, que es
Dios mismo como fundamento de mi ser. El primer paso hacia esa actitud es el
superar el egoísmo que nos lleva al individualismo, dejar de creer que somos lo
que no somos y dejar de vivir de ese engaño.
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