XIII Domingo de Tiempo Ordinario – Ciclo A (Mateo 10, 37-42) – 2 de julio de 2023
Evangelio según san Mateo 10, 37-42
En
aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: 37 »El que quiere a
su padre o a su madre más que a mí, no merece ser mío; el que quiere a su hijo
o a su hija más que a mí, no merece ser mío; 38 y el que no toma su cruz y me sigue, no merece
ser mío. 39 El
que trate de salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por causa
mía, la salvará.
40 »El
que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe al
que me envió. 41 El que recibe a un profeta por ser profeta, recibirá igual premio que el profeta;
y el que recibe a un justo por ser justo, recibirá el mismo premio que el
justo. 42 Y
cualquiera que le da siquiera un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser seguidor mío, les aseguro que tendrá su
premio.»
Reflexiones Buena Nueva
#Microhomilia
La Palabra hoy, no es ni siquiera una insinuación a no amar a quienes amamos, sino una llamada a una jerarquía de amores. Se trata de una llamada a AMAR MÁS; como centro, como fundamento a Dios. Dios como amor fundamental nos dota de la capacidad de amar en libertad y servicio, con la capacidad de compartir lo que somos y tenemos, y de recibir lo que los otros tienen y quieren compartirnos.
Quien "ama más a Dios" puede asumir la dimensión de crisis y dificultad, la cruz de su vida, sin detenerse en el seguimiento y fidelidad a ese que nos ha amado primero.
Sin Dios como centro, nuestros amores pueden ser pobres, dependientes, posesivos o llenos de inseguridades. Para "amar a Dios más", hay que recordar las experiencias de sentirnos por Él amados, perdonados, levantados.
Demos gracias a Dios por nuestros amores y hagamos memoria de la experiencia de amor en nuestras vidas.¿A qué nos llama hoy Dios, nuestro amor fundamental? #FelizDomingo
“(…) el que pierda
su vida por causa mía, la salvará”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Alguna vez mi maestro de novicios me contó la
historia de uno de los Padres del desierto al que acudían muchos discípulos en
busca de una guía para recorrer el camino de la santidad. Uno de los jóvenes
buscadores estaba particularmente preocupado por el secreto de la
perseverancia; veía que eran muchos los llamados y pocos los que,
efectivamente, se mantenían firmes hasta el final de sus días en el camino
comenzado. El Abba, como se les solía llamar a estos Padres durante los
primeros siglos de la Iglesia, le dijo al joven novicio:
Cuando un hombre sale con su jauría de perros
a cazar, va buscando un venado o una liebre entre los montes y los valles. En
un momento determinado uno de los perros reconoce con su olfato la presencia de
la presa a lo lejos. Sin perder un instante, comienza a correr y a ladrar,
señalando el rumbo a los demás perros y al cazador. Los demás perros también
corren y ladran, pero no saben, propiamente hablando, detrás de qué van... por
eso, cuando aparecen los obstáculos en el camino, los matorrales cerrados, las
quebradas profundas, las cimas infranqueables, se llenan de miedo y dejan de
correr. No tienen la culpa, porque, sencillamente, no saben a dónde van, ni qué
buscan. Pero el perro que logró olfatear la presa, no tiene inconveniente en
superar todas las dificultades que se le puedan presentar en su camino, hasta
que llega a atrapar a su presa en compañía de su Señor.
Algo parecido nos pasa en la vida a todos los
cristianos. Si no tenemos claro detrás de quién vamos, si nos enredamos
haciendo relativo lo absoluto y absoluto lo relativo, terminamos perdiendo el
rumbo y olvidando para dónde vamos y qué es lo que buscamos. Esto mismo es lo
que pretende San Ignacio de Loyola al proponerle a la persona que quiere hacer
los Ejercicios Espirituales, una reflexión que se conoce como el ‘Principio
y Fundamento’. Les recuerda que el fin último del ser humano es Dios mismo y
que “todas las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el
hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es creado” (Ejercicios
Espirituales 23).
La conclusión a la que llega San Ignacio de
Loyola es que debemos hacernos “indiferentes a todas las cosas creadas (...) en
tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza
que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en
todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el
fin que somos creados” (Ibíd.). La palabra indiferentes no significa
aquí que no nos importen las cosas, sino que no queramos escoger sino aquello
que nos conduce al fin para el que hemos sido creados. Todo está coloreado por
este amor absoluto y último de nuestra vida.
Allí es donde está señalando Jesús cuando dice: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no merece ser mío; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no merece ser mío”. Jesús no nos dice que no queramos a nuestros padres o hijos; no faltaba más. Lo que dice es que no se puede querer nada ni a nadie, más que a él. El absoluto es él. Es más, ni siquiera es posible quererse a sí mismo más que a él. Para ser discípulos de Jesús tenemos que estar dispuestos a tomar nuestra cruz y seguirlo cada día... tomar nuestra cruz, no la suya, porque la suya ya la llevó él, como bien recuerda don Miguel de Unamuno. Como el perro cazador, debemos tener claro detrás de qué vamos en nuestra vida, para llegar a alcanzar el fin último para el que fuimos creados. Haber experimentado el amor absoluto que le da sentido a todos nuestros amores, sea en el sacerdocio, en la vida religiosa o en la vida matrimonial, es lo único que garantiza que llevemos a feliz término el plan de Dios en nosotros.
EL PELIGRO DE UN CRISTIANISMO SIN CRUZ
Uno de los mayores riesgos del cristianismo
actual es ir pasando poco a poco de la «religión de la cruz» a una «religión
del bienestar». Hace unos años tomé nota de unas palabras de Reinhold Niebuhr,
que me hicieron pensar mucho. Hablaba el teólogo norteamericano del peligro de
una «religión sin aguijón» que terminara predicando «un Dios sin cólera que
conduce a unos hombres sin pecado hacia un reino sin juicio por medio de un
Cristo sin cruz». El peligro es real y hemos de evitarlo.
Insistir en el amor incondicional de un Dios
Amigo no ha de significar nunca fabricarnos un Dios a nuestra conveniencia, el
Dios permisivo que legitime una «religión burguesa» (Johann Baptist Metz). Ser
cristiano no es buscar el Dios que me conviene y me dice «sí» a todo, sino encontrarme
con el Dios que, precisamente por ser Amigo, despierta mi responsabilidad y,
por eso mismo, más de una vez me hace sufrir, gritar y llamar.
Descubrir el evangelio como fuente de vida y
estímulo de crecimiento sano no significa vivir «inmunizado» frente al
sufrimiento. El evangelio no es un tranquilizante para una vida organizada al
servicio de nuestros fantasmas de placer y bienestar. Cristo hace gozar y hace
sufrir, consuela e inquieta, apoya y contradice. Solo así es camino, verdad y
vida.
Creer en un Dios Salvador que, ya desde ahora
y sin esperar al más allá, busca liberarnos de lo que nos hace daño no ha de
llevarnos a entender la fe cristiana como una religión de uso privado al
servicio exclusivo de nuestros problemas y sufrimientos. El Dios de Jesucristo
nos pone siempre mirando al que sufre. El evangelio no se centra a la persona
en su propio sufrimiento, sino en el de los otros. Solo así se vive la fe como
experiencia de salvación.
En la fe como en el amor todo suele andar muy
mezclado: la entrega confiada y el deseo de posesión, la generosidad y el
egoísmo. Por eso no hemos de borrar del evangelio esas palabras de Jesús que,
por duras que parecen, nos ponen ante la verdad de nuestra fe: «El que no toma
su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá, y
el que pierda su vida por mí la encontrar».
EL AMOR A DIOS Y AL PADRE NO SE PUEDEN COMPARAR PORQUE SON DE
NATURALEZA DISTINTA
La manera de hablar semita, por contrastes excluyentes, nos puede jugar una mala pasada si entendemos las frases literalmente. Lo que es bueno para el cuerpo, es bueno también para el espíritu. La lucha maniquea que nos han inculcado no tiene nada que ver con la experiencia de Jesús. El evangelio de hoy propone, en fórmulas concisas, varios temas esenciales para el seguimiento de Jesús. Todos tienen mucho más alcance del que podemos sospechar a primera vista.
El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es
digno de mí. El problema del amor al padre ya Jesús no se puede comprar porque
son realidades de naturaleza distinta ni se pueden comparar ni se puede decir
que uno es “más” que otro. El amor a Dios no puede entrar nunca en conflicto
con el amor a las criaturas, mucho menos con el amor a una madre. Jesús nunca
pudo decir esas palabras con el significado que tienen para nosotros hoy. Solo
un falso Dios puede plantear sus propias exigencias frente a otras instancias
que requieren las suyas.
Ese Dios es un ídolo, y todos los ídolos llevan al hombre
a la esclavitud, no a la libertad de ser él mismo. Hay que tener mucho cuidado
al hablar del amor a Dios oa Jesús. En el evangelio de Juan está muy claro: “Un
mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros”. Creer que puedo
amar directamente a Dios es una quimera. Solo puedo amar a Dios amando a los
demás, como Dios manda. Jesús no pudo decir: tienes que amarme a mí más que a
tu Hijo. Recordad: porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve ser y me
disteis de beber...
El evangelio nos habla siempre del amor al “próximo”. Lo
cual quiere decir que el amor en abstracto es otra quimera. No existe más amor
que el que llega a un ser concreto. Ahora bien, lo más próximo a cada ser
humano son los miembros de su propia familia. La advertencia del evangelio está
encaminada a hacernos ver que, desplegar a tope esos impulsos instintivos no
garantiza el más mínimo grado de calidad humana. Pero sería un error aún mayor
el creer que pueden estar en contra de mi humanidad. Se ha tergiversado el
evangelio, haciéndole decir lo que no dice.
El evangelio no quiere decir que el amor a los hijos oa
los padres sea malo y que debemos olvidarlo para amar a Jesús oa Dios. Pero nos
advierte de que ese amor puede ser un egoísmo camuflado que busca la seguridad
mayor para el ego, sin tener en cuenta a los demás. El “amor” familiar se
convierte entonces en un obstáculo para crecer un verdaderamente humano. Ese
“amor” no es verdadero amor, sino egoísmo amplificado. No es bueno para el que
ama, pero tampoco es bueno para el que es amado, de esa manera. El verdadero
amor solo puede surgir de nuestra categoría humana, es decir, de lo más hondo
del ser.
Lo instintivo va contra la persona cuando el hombre
utiliza su mente para potenciar su ser biológico a costa de lo humano. El
hombre puede poner como objetivo de su existencia el uso exclusivo de su
animalidad, cercenando así sus posibilidades humanas. Esto es degradarse en su
ser especifico humano. Cuando estamos en esa dinámica y metemos a los demás en
ella, estamos “amando” mal, y ese amor se convierte en veneno. Esto es lo que
quiere evitar el evangelio. Nada que no sea humano puede ser evangélico. No
amar a los hijos o a los padres no sería humano.
Un verdadero amor nunca puede oponerse a otro amor
auténtico. Cuando un marido se encuentra atrapado entre el amor a su madre y el
amor a su esposa, algo no está funcionando bien. Habrá que analizar bien la
situación, porque uno de esos amores (o los dos) está viciado. Si el amor a
Dios está en contradicción con el amor al padre oa la madre, o no tiene idea de
lo que es amar a Dios o no tiene idea de lo que es amar al hombre. Sería la
hora de ir a psiquiatra. ¡Nos han metido en la esquizofrenia, haciéndonos creer
que, lo que Dios pedía era odiar a nuestros padres!
El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que la
pierda por mí, la encontrará. En griego hay tres palabras para decir vida:
“Zoe”, “bios” y “psiques”. El texto no dice zoe ni bios, sino psiques. No se
trata de la vida biológica, sino de la vida psicológica, es decir, de la
capacidad de relaciones interpersonales. No se trataría de dejarse matar, sino
de poner tu humanidad al servicio de los demás. Esto no sería perder sino
ganar. Quien pretenda reservarse para sí mismo su ego malogrará su existencia,
porque pasará por ella sin desplegar su verdadera humanidad.
El que dé a beber un vaso de agua fresca… El ofrecer un
vaso de agua a un desconocido puede ser la manifestación de una profunda
humanidad. El dar, sin esperar nada a cambio, es el fundamento de una relación
verdaderamente humana. En nuestra sociedad de consumo nos estamos alejando cada
vez más de esta postura. No hay absolutamente nada que no tenga un precio, todo
se compra y se vende. Nuestra sociedad está montada sobre el 'toma y da acá',
que dejaría de funcionar si la sacáramos de esa dinámica y nos decidiésemos a
vivir el evangelio.
La misma institución religiosa está montada como un gran
negocio económico, en contra de lo que dice el evangelio: “Gratis han recibido,
papá gratis”. Hoy todos estamos de acuerdo con Lutero, en su protesta contra
toda compraventa de bienes espirituales (bulas, indulgencias etc.). Pero
seguimos cobrando un precio por decir una misa de difuntos. Es verdad que
debemos insistir en la colaboración de todos para la buena marcha de la
comunidad, pero no podemos convertir las celebraciones litúrgicas en
instrumentos de recaudación de impuestos con apariencia de caridad.
El objetivo instintivo de todo ser vivo, es estabilizar en
el ser. Casi cuatro mil millones de años de evolución han sido posibles gracias
a esta norma absoluta. Pero la misma evolución ha permitido al ser humano ir
más allá de los instintos y alcanzar conscientemente una meta más alta que no
está en contradicción con la biología. Todo lo que le acerca a ese objetivo
último le puede causar más felicidad que satisfacer sus instintos. La raíz
última de todo acto bueno está en la misma biología, no es contrario a ella.
Nada más falso que una lucha entre lo biológico y lo espiritual.
La trampa que quiere evitar el evangelio es quedarnos en
el placer inmediato que nos proporciona nuestra biologia y perder de vista el
bien total del ser humano. Ahí está la causa de tanto desajuste en la conducta
humana. Debemos tomar conciencia de que lo que es malo para nuestro verdadero
ser, no puede ser bueno bajo ningún aspecto del ser humano. Todo egoísmo
personal o amplificado que busca el bien material del individuo o la familia,
nos lleva a la deshumanización.
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