Pentecostés – Ciclo A (Juan 20,19-23) 28 de mayo de 2023
Evangelio según san Juan
20,19-23
Al
anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa
donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en
medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Dicho esto, les mostró
las manos y el costado.
Cuando
los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo
Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los
envío yo”.
Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.
Reflexiones Buena Nueva
#Microhomilia
Son tiempos en que podemos vivir con
"puertas y ventanas" cerradas por miedo; nos podemos sentir
"huesos secos", "desiertos". El Resucitado irrumpe nuestra
cerrazón y nuestros miedos, nos da la paz y nos envía, nos da el Espíritu Santo
que no uniforma, sino une; Nuestra diversidad la hace riqueza en cuerpo. Hace
que de nuestro corazón broten ríos de agua viva capaz de volver vivo lo muerto,
fértil lo seco, fuerte lo débil; nos hace capaces de la esperanza.
Hoy #Pentecostes recordamos
que Espíritu ya está en cada una y en cada uno de nosotros. Es momento de
darnos cuenta y dejar que actúe, que nos regale sus dones.
Hoy quiero compartir esta fotografía que tomé
en una capilla de la catedral de Liverpool, me pareció que expresa el sentido
de pentecostés. ¿Qué te provoca? #FelizDomingo
“Paz a ustedes”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Fray Timothy Radcliffe, antiguo Maestro
General de la Orden de Predicadores, comentaba hace algún tiempo el texto
bíblico que nos propone la liturgia del domingo de Pentecostés. En su
libro, El oso y la monja (Salamanca, San Esteban, 2000, 89-92),
llamaba la atención sobre el abismo que existe entre la paz que buscamos nosotros,
y la paz que el Señor nos regala. Cuando los once discípulos estaban encerrados
en una casa por miedo a los que habían matado al Profeta de Galilea, el
Resucitado vino hasta ellos y les dijo: “¡La paz sea con ustedes!” y ellos “se
alegraron de ver al Señor”. Pero la paz que les traía los iba a sacar de la paz
del encierro y la soledad... En seguida les dijo: “Como el Padre me envió,
también yo los envío”. El Resucitado los desinstala, los saca de su escondite,
de su búsqueda egoísta de seguridad. La paz que el Señor nos trae, no siempre
se parece a la nuestra...
Casi siempre buscamos la paz encerrándonos en
nosotros mismos y evitando todos los riesgos de la construcción colectiva de
nuestras comunidades y de nuestra sociedad. En esto nos parecemos a los
discípulos. Tenemos miedo a ser heridos y salir lastimados... Hay que reconocer
que este miedo no es puro invento. Efectivamente, tenemos experiencia de haber
sido heridos muchas veces en nuestras relaciones con los demás y procuramos
evitar el dolor y el sufrimiento que produce este choque. Pero también sabemos
que cuando nos encerramos y nos aislamos de los demás y del mundo, gozamos
apenas de una paz a medias; es una paz frágil que en cualquier momento se
desvanece en nuestras manos.
Nos encerramos en una paz frágil porque
tenemos miedo al cambio, miedo a los demás, miedo a ser sacados de nuestro
nido. El miedo nos paraliza, nos bloquea, nos confunde. Hemos desarrollado una
serie de tácticas para cerrar nuestras vidas a ese Dios que quiere sacarnos de nuestro
encierro. Echamos llave, literalmente, a nuestros conventos, a nuestras casas,
a nuestra habitación, de modo que nadie pueda acercarse a perturbar nuestras
vidas con sus insistencias, con sus invitaciones, con sus interpelaciones.
Podemos encerrarnos también en el exceso de trabajo... Paradójicamente,
llegamos incluso a utilizar la oración para mantener a Dios fuera. Podemos
dedicar horas y horas a la oración, recitando palabras y repitiendo frases, sin
ofrecer a Dios un momento de silencio porque cabe la posibilidad de que nos
diga algo que altere nuestra aparente paz y nuestra tranquilidad acomodada.
Pero el Señor se las arregla para irrumpir en
nuestro interior con el soplo de su Espíritu y, aun teniendo las puertas
cerradas, como los discípulos en el cenáculo, viene a inquietarnos y a
salvarnos de nuestra aparente paz. Esa es la Buena nueva de hoy. Que el Señor
no se cansa de entrar en nuestras vidas para ofrecernos SU paz. Una paz que nos
abre a los demás con el riesgo de ser heridos. Las heridas de las manos y el
costado es lo primero que les enseña el Resucitado a los discípulos cuando les
anuncia su paz... Se trata, entonces, de una paz conflictiva, ‘agónica’, como
diría don Miguel de Unamuno... Es una paz que abre desde fuera nuestros
sepulcros para que no sigamos viviendo como muertos, sino para que vivamos una
vida plena y auténtica, es decir, llena de preguntas y de problemas, pero
iluminada por Dios que es el que nos ofrece la auténtica vida en abundancia.
NUEVO INICIO
Aterrados por la ejecución de Jesús, los
discípulos se refugian en una casa conocida. De nuevo están reunidos, pero ya
no está Jesús con ellos. En la comunidad hay un vacío que nadie puede llenar.
Les falta Jesús. No pueden escuchar sus palabras llenas de fuego. No pueden
verlo bendiciendo con ternura a los desgraciados. ¿A quién seguirán ahora?
Está anocheciendo en Jerusalén y también en su
corazón. Nadie los puede consolar de su tristeza. Poco a poco, el miedo se va
apoderando de todos, pero no tienen a Jesús para que fortalezca su ánimo. Lo
único que les da cierta seguridad es «cerrar las puertas». Ya nadie piensa en
salir por los caminos a anunciar el reino de Dios y curar la vida. Sin Jesús,
¿cómo van a contagiar su Buena Noticia?
El evangelista Juan describe de manera insuperable
la transformación que se produce en los discípulos cuando Jesús, lleno de vida,
se hace presente en medio de ellos. El Resucitado está de nuevo en el centro de
su comunidad. Asi ha de ser para siempre. Con él todo es posible: liberarnos
del miedo, abrir las puertas y poner en marcha la evangelización.
Según el relato, lo primero que infunde Jesús
a su comunidad es su paz. Ningún reproche por haberlo abandonado, ninguna queja
ni reprobación. Solo paz y alegría. Los discípulos sienten su aliento creador.
Todo comienza de nuevo. Impulsados por su Espíritu, seguirán colaborando a lo
largo de los siglos en el mismo proyecto salvador que el Padre ha encomendado a
Jesús.
Lo que necesita hoy la Iglesia no es solo
reformas religiosas y llamadas a la comunión. Necesitamos experimentar en
nuestras comunidades un «nuevo inicio» a partir de la presencia viva de Jesús
en medio de nosotros. Solo él ha de ocupar el centro de la Iglesia. Solo él
puede impulsar la comunión. Solo él puede renovar nuestros corazones.
No bastan nuestros esfuerzos y trabajos. Es
Jesús quien puede desencadenar el cambio de horizonte, la liberación del miedo
y los recelos, el clima nuevo de paz y serenidad que tanto necesitamos para
abrir las puertas y ser capaz de compartir el evangelio con los hombres y
mujeres de nuestro tiempo.
Pero hemos de aprender a acoger con fe su
presencia en medio de nosotros. Cuando Jesús vuelve a presentarse a los ocho
días, el narrador nos dice que todavía las puertas siguen cerradas. No es solo
Tomás quien ha de aprender a creer con confianza en el Resucitado. También los
demás discípulos han de ir superando poco a poco las dudas y miedos que todavía
les hacen vivir con las puertas cerradas a la evangelización.
DIOS ES ESPÍRITU, IMAGINARLO DE OTRA MANERA NOS LLEVA A LA
IDOLATRÍA
Espíritu es el concepto más escurridizo de la teología. La Escritura no es de gran ayuda en este caso, porque las numerosas referencias al Espíritu, tanto en el AT como en el NT no se pueden entender al pie de la letra. Apenas podremos encontrar dos pasajes en los que tengan el mismo significado. El valor teológico lo debemos descubrir en cada caso, más allá de la literalidad del discurso. Algo está claro: en ningún caso en toda la Biblia podemos entenderlo como una entidad separada que actúa por su cuenta.
Pablo aporta una idea genial al hablar de los distintos
órganos. Hoy podemos apreciar mejor la profundidad del ejemplo porque sabemos
que el cuerpo se mantiene unido a billones de células que vibran con la única
vida. Todos formamos una unidad mayor y más fuerte aún que la que expresa en la
vida biológica. El evangelio de Juan escenifica también otra venida del
Espíritu, pero mucho más sencilla que la de Lucas. Esas distintas “venidas”
indican que Dios-Espíritu-Vida no tiene que venir de ninguna parte.
No estamos celebrando una fiesta en honor del Espíritu
Santo ni recordando un hecho que aconteció en el pasado. Estamos tratando de
descubrir y vivir una realidad que está tan presente hoy como hace dos mil
años. La fiesta de Pentecostés es la expresión más completa de la experiencia
pascual. Los primeros cristianos tenían muy claro que todo lo que estaba
pasando en ellos era obra de Dios: Padre, Hijo y Espíritu. Vivieron la
presencia de Jesús de una manera más real que su presencia física. Ahora, era
cuando Jesús estaba de verdad realizando su obra de salvación en cada uno de
los fieles y en la comunidad.
Pablo dijo: sin el Espíritu no podemos decir: Jesús es el
Señor (1 Cor 12,3)”. Ni decir: “Abba” (Gal 4,6). Pero con la misma rotundidad
hay que decir que nunca podrá faltarnos el Espíritu, porque no puede faltarnos
Dios en ningún momento. El Espíritu no es un privilegio ni siquiera para los
que creen. Todos tenemos como fundamento de nuestro ser a Dios-Espíritu, aunque
no seamos conscientes de ello. El Espíritu no tiene dones que dar. Es Dios
mismo el que se da, para que yo pueda ser lo que soy.
Cada uno de nosotros estamos impregnados de ese
Espíritu-Dios que Jesús prometió (dio) a los discípulos. Solo cada persona es
sujeto de habitacion. Los entes de razón, como instituciones y comunidades,
participan del Espíritu en la medida en que lo viven los seres humanos que las
forman. Por eso vamos a tratar de esa presencia del Espíritu en las personas.
Por fortuna estamos volviendo a descubrir la presencia del Espíritu en todos y
cada uno de los cristianos. Somos conscientes de que, sin él, nada somos.
Ser cristiano consiste en alcanzar una vivencia personal
de la realidad de Dios-Espíritu que nos empuja desde dentro a la plenitud de
ser. Es lo que Jesús realizó. El evangelio no deja ninguna duda sobre la
relación de Jesús con Dios-Espíritu: fue una relación “supra personal”. Lo
llama papá, cosa inusitada en su época y en la nuestra; hace su voluntad; le
escuche siempre. Todo el mensaje de Jesús se reduce a manifestar esa
experiencia de Dios. Toda su predicación estuvo encaminada a hacer ver a los
que le siguieron que tenían que vivir esa misma experiencia para alcanzar la
plenitud de la humanidad que le alcanzaron.
El Espíritu nos hace libres. “No hemos recibido un
espíritu de esclavos, sino de hijos que nos hace clamar Abba, Padre”. El
Espíritu tiene como misión hacernos ser nosotros mismos. Eso supone no dejarnos
atrapar por cualquier clase de sometimiento alienante. El Espíritu es la
energía que tiene que luchar contra las fuerzas desintegradoras de la persona
humana: “demonios”, pecado, ley, ritos, teologías, intereses, miedos. El
Espíritu es la energía integradora de cada persona y también la integradora de
la comunidad.
A veces hemos pretendido que el Espíritu nos lleva en
volandas desde fuera. Otras veces hemos entendido la acción del Espíritu como
coacción externa que podría privarnos de libertad. Hay que tener en cuenta que
estamos hablando de Dios, que obra desde lo hondo del ser y acomodándose
totalmente a la manera de ser de cada uno, por lo tanto, esa acción no se puede
equipar, ni sumar, ni contraponer a nuestra acción; se trata de una moción que
en ningún caso violenta ni el ser ni la voluntad del hombre.
Si Dios está en cada uno de nosotros, no puede haber
privilegiados. Dios no se parte. Si tenemos claro que todos los miembros de la
comunidad son una cosa con Dios, ninguna estructura de poder o dominio puede
justificarse apelando a Él. Por el contrario, Jesús dijo que la única
autoridad, que permaneció sancionada por él, era la de servicio. "El que
quiera ser primero sea el servidor de todos". O, "no llaméis a nadie
padre, no llaméis a nadie Señor, no llaméis a nadie maestro, porque uno sólo es
vuestro Padre, Maestro y Señor."
El Espíritu es la fuerza que mantiene unida la comunidad.
En el relato de los Hechos, las personas de distinta lengua se entienden,
porque la lengua del Espíritu es el amor, que todos entienden. Es lo contrario
de lo que pasó en Babel. Este es el mensaje teológico del relato. Dios hace de
todos los pueblos uno, “destruyendo el muro que los separaba, el odio”. El
Espíritu fue el alma de la primera comunidad. Se sintieron guiados por él y se
dieron por supuesto que todo el mundo tenía experiencia de su acción.
Jesús promueve una fraternidad cuyo lazo de unidad es el
Espíritu-Dios. Para las primeras comunidades, Pentecostés es el fundamento de
la Iglesia naciente. Está claro que para ellas la única fuerza de cohesión era
la fe en Jesús que seguía presente en ellos por el Espíritu. No apareció mucha
vivencia generalizada y pronto dejó de ser comunidad de Espíritu para
convertirse en estructura jurídica. Cuando faltó la cohesión interna, hubo
necesidad de buscar la fuerza de la ley para subsistir como comunidad.
“Obediencia” fue la palabra escogida por la primera
comunidad para caracterizar la vida y obra de Jesús en su totalidad. Pero
cuando nos acercamos a la persona de Jesús con el concepto equivocado de
obediencia, quedamos desconcertados, porque descubrimos que no fue obediente en
absoluto, ni a su familia ni a los sacerdotes ni a la Ley ni a las autoridades
civiles. Pero se atrevió a decir: “mi alimento es hacer la voluntad del Padre”.
La voluntad de Dios no viene de fuera, sino que es nuestro verdadero ser.
Para salir de una falsa obediencia debemos entrar en la
dinámica de la escucha del Espíritu que todos poseemos y nos posee por igual.
Tanto el superior como el inferior, tienen que abrirse al Espíritu y dejarse
guiar por él. Conscientes de nuestras limitaciones, no solo debemos
experimentar la presencia de Espíritu, sino que tenemos que estar también
atentos a las experiencias de los demás. Creernos privilegiados o superiores
con relación a los demás, anulará una verdadera escucha del Espíritu.
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