Quinto Domingo de Pascua – Ciclo C (Juan 13, 31-33a. 34-35) – 15 de mayo de 2022
Juan 13, 31-33a. 34-35
Cuando Judas
salió del cenáculo, Jesús dijo: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y
Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también Dios
lo glorificará en sí mismo y pronto lo glorificará.
Hijitos, todavía estaré un poco con ustedes. Les doy un mandamiento nuevo: que
se amen los unos a los otros, como yo los he amado; y por este amor reconocerán
todos que ustedes son mis discípulos’’.
ReflexionesBuena Nueva
#Microhomilia
Cuando alguien se acerca al sacramento de
la reconciliación, y me pide ayuda para su examen de conciencia, propongo la
pregunta más profunda, que nos ayuda a examinarnos en nuestra tarea de
construir y recibir lo nuevo que quiere Dios: ¿Has amado? ¿en donde te faltó el
amor?
Que hoy resuene en nuestros corazones la
afirmación del Señor “La señal por la que conocerán todos que son mis
discípulos, será porque se aman”.
#FelizDomingo
“Si
se aman (...), todo el mundo se dará cuenta de que son discípulos míos”
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
Cuentan que un agricultor sembraba todos los
años maíz en sus campos. Después de muchos años, logró conseguir la mejor
semilla de maíz que se podía obtener. Mientras los cultivos de sus vecinos
deban cinco mazorcas por uno, el suyo daba cincuenta mazorcas por un grano. El
hombre se preocupaba por dejar cada año una buena cantidad de semilla para
volver a sembrar y para regalarle a todos sus vecinos, que se alegraban con
esta generosidad del agricultor. Cuando alguien le preguntó por qué hacía eso,
él respondió: «Si mis vecinos tienen también buen maíz, mis maizales serán cada
vez mejores; pero si el maíz de ellos es malo, también mi maizal empeorará».
Nadie entendió la respuesta, de modo que él añadió: «Los insectos y los vientos
que llevan el polen de unos sembrados a otros y fecundan las cosechas para que
produzcan su fruto, no tienen en cuenta si los sembrados son míos o de mis
vecinos… Mis sembrados crecerán lo que los sembrados de mis vecinos crezcan».
Cuando Jesús se despidió de sus discípulos,
les dejó un mandamiento nuevo: “Les doy este mandamiento nuevo: Que se amen los
unos a los otros. Si se aman los unos a los otros, todo el mundo se dará cuenta
de que son discípulos míos”. Esta es la señal por la que los cristianos
deberíamos ser reconocidos. No deberíamos preocuparnos tanto por las insignias
externas, por las prácticas piadosas, sino por la calidad de nuestras
relaciones. Cuando amamos a alguien, le hacemos el bien, le ayudamos a ser
mejor, a vivir en plenitud esta existencia que Dios nos ha regalado para
compartirla como hermanos.
Tal vez esta es la tarea más importante que
tenemos delante. Crear relaciones que nos ayuden a crecer. La competitividad
que nos impone una sociedad como la que hemos organizado, nos obliga
constantemente a buscar nuestro propio bienestar en detrimento del bienestar de
los demás. Parecería que la relación entre nuestro crecimiento y el crecimiento
de los demás fuera inversamente proporcional. Pero desde la lógica de Dios, las
cosas son al contrario. Cuanto más crezcan aquellos que están a nuestro lado,
más creceremos también nosotros. Si estuviéramos convencidos de esta verdad y
si la hiciéramos la norma de nuestra vida, otra cosa sería este mundo. El Señor
resucitado estaría más presente entre nosotros y nuestro testimonio se iría
extendiendo a lo largo y ancho del mundo.
Dios es como el
agricultor de la historia. El reparte sus dones a todos y quiere que todos
crezcan y lleguen a la plenitud. Y así quiere que seamos los que nos llamamos
seguidores suyos. Jesús vivió así su existencia y quiere que sus discípulos
vivamos de la misma manera. No solo con el sentido egoísta de buscar nuestro
interés ayudando a los demás, sino convencidos de que es la mejor manera de
hacerlo presente en medio de nuestras familias, de la Iglesia y de la sociedad.
UN
ESTILO DE AMAR
Los cristianos
iniciaron su expansión en una sociedad en la que había distintos términos para
expresar lo que nosotros llamamos hoy amor. La palabra más usada era filía, que
designaba el afecto hacia una persona cercana y se empleaba para hablar de la
amistad, el cariño o el amor a los parientes y amigos. Se hablaba también de
eros para designar la inclinación placentera, el amor apasionado o
sencillamente el deseo orientado hacia quien produce en nosotros goce y
satisfacción.
Los primeros
cristianos abandonaron prácticamente esta terminología y pusieron en
circulación otra palabra casi desconocida, agape, a la que dieron un contenido
nuevo y original. No querían que se confundiera con cualquier cosa el amor
inspirado en Jesús. De ahí su interés en formular bien el «mandato nuevo del
amor»: «Os doy un mandato nuevo: que os améis unos a otros como yo os he
amado».
El estilo de amar
de Jesús es inconfundible. No se acerca a las personas buscando su propio
interés o satisfacción, su seguridad o bienestar. Solo piensa en hacer el bien,
acoger, regalar lo mejor que tiene, ofrecer amistad, ayudar a vivir. Así lo
recordarán años más tarde en las primeras comunidades cristianas: «Pasó toda su
vida haciendo el bien».
Por eso su amor
tiene un carácter servicial. Jesús se pone al servicio de quienes lo pueden
necesitar más. Hace sitio en su corazón y en su vida a quienes no tienen sitio
en la sociedad ni en la preocupación de las gentes. Defiende a los débiles y
pequeños, los que no tienen poder para defenderse a sí mismos, los que no son
grandes o importantes. Se acerca a quienes están solos y desvalidos, los que no
conocen el amor o la amistad de nadie.
Lo habitual entre
nosotros es amar a quienes nos aprecian y quieren de verdad, ser cariñosos y
atentos con nuestros familiares y amigos, para después vivir indiferentes hacia
quienes sentimos como extraños y ajenos a nuestro pequeño mundo de intereses.
Sin embargo, lo que distingue al seguidor de Jesús no es cualquier «amor», sino
precisamente ese estilo de amar que consiste en acercarnos a quienes pueden
necesitarnos. No lo deberíamos olvidar.
EL AMOR
RECÍPROCO EN LA COMUNIDAD NO ES LA META
El texto de hoy
está sacado de un discurso de Jesús en el evangelio de Juan; el último y más
largo después de la última cena y el lavatorio de los pies. Es un discurso que
abarca cinco capítulos y es una verdadera catequesis que trata de resumir las
más originales enseñanzas de Jesús. Como podéis comprender, no se trata de un
discurso de Jesús, sino de una cristología elaborada por aquella comunidad a
través de muchos años de experiencia cristiana. En el momento de la cena, los
discípulos no hubieran entendido ni palabra.
El mandamiento del
amor sigue siendo tan nuevo que está aun sin estrenar. No se trata solo de algo
muy importante; se trata de lo esencial. Sin amor, no hay cristiano. Nietzsche
llegó a decir: "solo hubo un cristiano, y ese murió en la cruz";
precisamente porque nadie ha sido capaz de amar como él amó. Como decíamos el
domingo pasado, solo el que hace suya la Vida de Dios será capaz de desplegarla
en sus relaciones con los demás. La manifestación de esa Vida es el amor
efectivo a todos, sin excepción alguna.
Seguimos
presentando el amor como un precepto. Así enfocado, no puede funcionar. Amar
tiene que ser un acto libre de la voluntad, a quien solo mueve el bien; no una
obligación que viene impuesta. Esto es muy importante, porque si no descubro la
razón de bien en el objeto amado, la voluntad no puede ser motivada. Si me
limito a cumplir un mandamiento, no tengo necesidad de descubrir la razón de
bien en lo mandado, sino solo obedecer al que lo mandó. Aquí está el error. El
que una cosa esté mandada me tiene que llevar a descubrir por qué está mandada;
me tiene que llevar a ver en ella, la razón de bien. Si no doy este paso, será
para mí una programación sin consecuencias en mi vida.
En la perícopa del
evangelio que acabamos de leer, hay gato encerrado. “Que os améis unos a otros”
se ha entendido a veces como un amor a los nuestros. Eso se quedaría en egoísmo
amplificado. Algunas formulaciones del NT pueden dar pie a esta interpretación.
En Juan 17, 21 se dice: te pido que todos sean uno, lo mismo que tú estás en mí
y yo en ti. En otros textos del evangelio de Jn se apunta en la misma
dirección. Debemos tener mucho cuidado a la hora de interpretar los textos,
porque podría parecer que nos invita a amar solo a los que son de los nuestros,
cosa que iría en contra del mensaje de Jesús.
En griego el texto
dice: “agapate allelous” y en latín: “diligatis invicem”. En los dos casos se
expresa con toda claridad que se trata de un amor entre los miembros de la
comunidad. Esta interpretación está directamente en contra de lo que dice el
evangelio en Mateo 5,44 y en Lucas 6,27 amad a vuestros enemigos como vuestro
Padre del cielo, que hace salir el sol sobre buenos y malos; y manda la lluvia
sobre justos e injustos. En este texto está claro que nos manda amar como dios
nos ama. Y los remata diciendo: si amáis a los que os manan, ¿qué mérito
tendréis, no hacen eso también los gentiles?
No, desde cada
comunidad cristiana, el amor tiene que llegar a todos. No se trata de amar a
los que son amables (dignos de ser amados), sino de estar al servicio de todos
como si fueran yo mismo. Si dejo de amar a una sola persona, mi amor evangélico
es cero. No se trata de un amor humano más. Se trata de entrar en la dinámica
del amor-ágape. Esto es imposible, si primero no experimentamos ese AMOR. ¡Ojo!
Esta verdad es demoledora. No se trata de una programación sino de una vivencia
que se manifiesta en la entrega.
El “igual que yo”
nos puede ayudar a entender bien el texto, porque no se trata solo de una
comparación con Jesús sino de descubrir el amor de Jesús como originante de
nuestro propio amor. Debéis amaros porque yo os he amado, y tanto como yo os he
amado. El Amor-Dios no se puede ver, pero se manifiesta en las obras. Es la
seña de identidad del cristiano. Es el mandamiento nuevo, opuesto al antiguo,
la Ley. Queda establecida la diferencia entre las dos Alianzas. La antigua,
basada en una relación jurídica. En la nueva, lo único que importa es la
actitud de servicio a los demás. No se trata de una ley, sino de una respuesta
personal a lo que Dios es en nosotros. “Un amor que responde a su amor”.
Jesús no propone
como primer mandamiento el amar a Dios, ni el amor a él mismo. Dios es don
total y no pide nada a cambio. Ni él necesita nada de nosotros, ni nosotros le
podemos dar nada. Dios es puro don. Se trata de descubrir en nosotros ese don
incondicional de Dios que, a través nuestro, debe llegar a todos. El amor a
Dios sin entrega a los demás es pura farsa. El amor a los demás por Dios y no
por ellos mismos, es una trampa que manifiesta egoísmo. El amar para que Dios
me lo pague, no es más que una programación calculada. La exigencia de Jesús no
es con relación a Dios, sino al hombre.
Jesús se presenta
como “el Hijo de Hombre” (modelo de ser humano). Es la cumbre de las
posibilidades de plenitud humanas. Amar es la única manera de ser plenamente
hombre. Él ha desarrollado hasta el límite la capacidad de amar, hasta amar
como Dios ama. Jesús nos propone un principio teórico y después dice: tenéis
que cumplirlo todos. Jesús comienza por vivir el amor y después dice:
¡imitadme! El que le dé su adhesión quedará capacitado para ser hijo, para
actuar como el Padre, para amar como Dios ama.
En esto conocerán
que sois discípulos míos. El amor que pide Jesús tiene que manifestarse en
todos y cada uno de los aspectos de la existencia. La nueva comunidad no se
caracterizará por doctrinas, ritos, o normas. El distintivo será el amor
manifestado. La base y fundamento de la nueva comunidad será la vivencia, no la
programación. Jesús no funda un club cuyos miembros tienen que ajustarse a unos
estatutos, sino una comunidad que experimenta a Dios como Padre y cada miembro lo
imita, haciéndose hijo y hermano de todos los seres humanos sin excepción.
Hacer un gueto es lo contrario del amor.
La pregunta que
debo hacerme hoy es: ¿Amo de verdad a los demás? ¿Es el amor mi distintivo como
cristianos? No se trata de un amor teórico, sino del servicio concreto a todo
aquel que me necesita. La última frase de la lectura de hoy se acerca más a la
realidad si la formulamos al revés: La señal, por la que reconocerán que no
sois discípulos míos, será que no os amáis los unos a los otros. Hemos
insistido demasiado en lo accidental: en el cumplimiento de normas, en la
creencia en verdades y en la celebración de unos ritos. Todo esto debía ser la
consecuencia de un verdadero amor.
Después de todo lo
comentado en esta pascua, podemos hacer un resumen. La Vida, que se manifestó
en Jesús, es el mismo Dios-Vida que se le había entregado absolutamente. Ese
Dios-Vida, que también se da a cada uno de nosotros, nos lleva a la unidad con
Él, con Jesús y con todos los hombres. Esa identificación absoluta, que se
puede vivir pero que no se puede ver, se manifiesta en la entrega y la
preocupación por los demás, es decir, en el amor. El amor evangélico no es más
que la manifestación de la unidad vivida. Lo que vivió Jesús nos debe interesar
solo como ejemplo de lo que debo vivir yo.
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