Tercer Domingo de Cuaresma – Ciclo C (Lucas 13, 1-9) – 20 de marzo de 2022
Lucas
13, 1-9
En aquel tiempo, algunos hombres fueron a ver a Jesús y le contaron que
Pilato había mandado matar a unos galileos, mientras estaban ofreciendo sus
sacrificios. Jesús les hizo este comentario: “¿Piensan ustedes que aquellos
galileos, porque les sucedió esto, eran más pecadores que todos los demás
galileos? Ciertamente que no; y si ustedes no se arrepienten, perecerán de
manera semejante. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de
Siloé, ¿piensan acaso que eran más culpables que todos los demás habitantes de
Jerusalén? Ciertamente que no; y si ustedes no se arrepienten, perecerán de
manera semejante”.
Entonces les dijo
esta parábola: “Un hombre tenía una higuera plantada en su viñedo; fue a buscar
higos y no los encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Mira, durante tres años
seguidos he venido a buscar higos en esta higuera y no los he encontrado.
Córtala. ¿Para qué ocupa la tierra inútilmente?’ El viñador le contestó:
‘Señor, déjala todavía este año; voy a aflojar la tierra alrededor y a echarle
abono, para ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortaré’ ”.
Palabra del Señor
Reflexiones Buena Nueva
PALABRAS DEL SANTO PADRE
La
higuera de la parábola que el dueño quiere erradicar representa una existencia
estéril, incapaz de dar, incapaz de hacer el bien. La higuera de la
parábola que el dueño quiere erradicar representa una existencia estéril,
incapaz de dar, incapaz de hacer el bien. A pesar de la esterilidad, que a
veces marca nuestra existencia, Dios tiene paciencia y nos ofrece la
posibilidad de cambiar y avanzar por el camino del bien. Pero la prórroga
implorada y concedida mientras se espera que el árbol finalmente fructifique,
también indica la urgencia de la conversión. (Ángelus, 24 de marzo de 2019)
Dios
ve la opresión de su pueblo, escucha sus clamores y conoce bien sus
sufrimientos, Dios quiere liberarlos de toda opresión. Dios no permaneces ajeno
al sufrimiento de la humanidad, ante el sufrimiento nos llama. Todas y todos
tenemos una vocación; ésta no se queda en nosotros mismos, sino que nos lanza a
participar con Dios en su respuesta al clamor de su pueblo. Tenemos un
"para qué", un "sentido", una llamada que es misión. Cuando
dejamos de escuchar a Dios u olvidamos que somos llamados, perdemos sentido y
nos convertimos en higueras estériles, sin frutos y experimentamos
"enfermedad espiritual", no nos alcanzarán cosas, personas y
proyectos para tratar de llenar nuestro vacío existencial. Hoy la Palabra nos
da una buena noticia: Jesús es el viñador que nos mira en nuestra esterilidad
existencial y dice -voy a aflojar la tierra alrededor y a echarle abono, para
ver si da fruto...- Él cree en nosotros, sabe que seremos capaces de volver a
florecer y a dar fruto. ¿Cuál es la llamada de tu vida? ¿Cuál tu sentido hoy?
¿Estás dispuesta, dispuesto a participar de la respuesta de Dios al clamor de
su pueblo? ¿Qué hay que cambiar en tu vida?
“Señor,
déjala todavía este año...”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Un
hombre se fue a jugar cartas un viernes santo y perdió todo lo que tenía;
volvió triste a su casa y le contó a su mujer lo que le había pasado. La mujer
le dijo: «Eso te pasa por jugar en viernes santo; ¿no sabes que es pecado jugar
en viernes santo? ¡Dios te castigó y bien merecido que lo tienes!» El hombre se
volvió hacia su señora y con aire desafiante le dijo: «Y qué piensas tu, que el
que me ganó jugó en lunes de pascua, ¿o qué?»
Generalmente
no vemos las cosas como son, sino que vemos lo que suponemos que debemos ver.
Estamos llenos de prejuicios y aplicamos nuestros esquemas para leer la
realidad. Es imposible desprenderse totalmente de los prejuicios, pero por lo
menos vale la pena estar atentos frente a ellos. La historia con la que
comenzamos revela un prejuicio religioso, pero, así como éste, hay miles de
prejuicios políticos, raciales, culturales... Un prejuicio muy extendido es el
que supone que detrás de lo que nos pasa está Dios castigándonos o premiándonos
por nuestro comportamiento moral. ¿Quién no ha pensado alguna vez que lo que le
ha pasado, bueno o malo, tenía que ver con algún comportamiento suyo anterior?
Dios no anda por ahí castigando y premiando a la gente. No podemos echarle la
culpa a Dios de todos los males ni pensar que nos está premiando por portarnos
bien.
Hace
varios años en el atentado en el que fue asesinado el líder de izquierda José
Antequera, Ernesto Samper también cayó gravemente herido. Samper comentaba, un
tiempo después que, aunque pasó varias semanas al borde de la muerte, siempre
supo que no podía morir así; que el que era un hombre creyente y pacífico,
sabía que Dios no lo dejaría morir violentamente. A los pocos días salió un
artículo de la esposa del periodista Guillermo Cano, director del periódico El
Espectador, y que fue asesinado unos meses antes por sus críticas a las mafias
del narcotráfico. La señora le preguntaba al futuro presidente Samper: «Si lo
que usted dice es cierto, entonces mi esposo, que murió asesinado
violentamente, ¿era un hombre violento que merecía esa muerte?» No se diga nada
sobre lo que se podría interpretar con respecto a la muerte de José Antequera,
líder de izquierda, en el mismo atentado...
Y
así podríamos poner muchos otros ejemplos: los que se salvan de la muerte al
caer un avión y atribuyen el milagro a la medallita que llevaban o a la oración
que hicieron; y los otros que llevaban la medallita y rezaron también su
oración, ¿qué? El caso más claro es el mismo Jesús; el hombre más bueno que ha
producido la tierra; el hombre más santo, el hombre que vivió fielmente según
la voluntad de Dios, ¿por qué murió como murió? Murió solo, abandonado de sus
amigos, sintiéndose abandonado del mismo Dios...
Esto es lo que Jesús quiere explicarle a sus
discípulos: “¿Piensan ustedes que esto les pasó a esos hombres de Galilea por
ser más pecadores que los otros de su país? Les digo que no; y si ustedes no se
vuelven a Dios, también morirán. ¿O creen que aquellos dieciocho que murieron
cuando la torre de Siloé les cayó encima eran más culpables que los otros que
vivían en Jerusalén? Les digo que no; y si ustedes mismos no se vuelve a Dios
también morirán”. Cuando nos va mal no es porque hayamos jugado cartas en
viernes santo; y cuando nos va bien no es porque hayamos jugado en lunes de
Pascua. Lo que nos pasa es siempre una llamada para volvernos a Dios... De eso
se trata la Cuaresma…
VIDA ESTÉRIL
El
riesgo más grave que nos amenaza a todos es terminar viviendo una vida estéril.
Sin darnos cuenta vamos reduciendo la vida a lo que nos parece importante:
ganar dinero, no tener problemas, comprar cosas, saber divertirnos... Pasados
unos años nos podemos encontrar viviendo sin más horizonte ni proyecto.
Es
lo más fácil. Poco a poco vamos sustituyendo los valores que podrían alentar
nuestra vida por pequeños intereses que nos ayudan a «ir tirando». No es mucho,
pero nos basta con «sobrevivir» sin más aspiraciones. Lo importante es
«sentirnos bien».
Nos
estamos instalando en una cultura que los expertos llaman «cultura de la
intrascendencia». Confundimos lo valioso con lo útil, lo bueno con lo que nos
apetece, la felicidad con el bienestar. Ya sabemos que eso no es todo, pero
tratamos de convencernos de que nos basta.
Sin
embargo, no es fácil vivir así, repitiéndonos una y otra vez, alimentándonos
siempre de lo mismo, sin creatividad ni compromiso alguno, con esa sensación
extraña de estancamiento, incapaces de hacernos cargo de nuestra vida de manera
más responsable.
La
razón última de esa insatisfacción es profunda. Vivir de manera estéril
significa no entrar en el proceso creador de Dios, permanecer como espectadores
pasivos, no entender lo que es el misterio de la vida, negar en nosotros lo que
nos hace más semejantes al Creador: el amor creativo y la entrega generosa.
Jesús
compara la vida estéril de una persona con una «higuera que no da fruto». ¿Para
qué va a ocupar un terreno en balde? La pregunta de Jesús es inquietante. ¿Qué
sentido tiene vivir ocupando un lugar en el conjunto de la creación si nuestra
vida no contribuye a construir un mundo mejor? ¿Nos contentamos con pasar por
esta vida sin hacerla un poco más humana?
Criar
un hijo, construir una familia, cuidar a los padres ancianos, cultivar la
amistad o acompañar de cerca a una persona necesitada... no es «desaprovechar
la vida», sino vivirla desde su verdad más plena.
DIOS NO CASTIGA, PERO
TAMPOCO PREMIA
El
mensaje de hoy es muy sencillo de formular, pero muy difícil de asimilar. Con
demasiada frecuencia seguimos oyendo la fatídica expresión: ¡Castigo de Dios!
El domingo pasado decíamos que no teníamos que esperar ningún premio de Dios.
Hoy se nos aclara que no tenemos que temer ningún castigo. Premio y castigo son
dos realidades correlativas, si se da una, se da la otra. Si Dios es el que
manda la lluvia, la sequía es necesariamente un castigo. Es difícil superar la
idea de “el Dios que premia a los buenos y castiga a los malos”. Esta dinámica
aplicada a Dios es un callejón sin salida, para Él y para nosotros.
La
gran teofanía de Yahvé a Moisés indica el principio de la liberación. Debemos
tener mucho cuidado al leer estos textos. No son relatos históricos tal como
entendemos hoy la historia. Hacen referencia a acontecimientos del s. XIII a.
de C. y se escribieron entre el VII y el IV. Los primeros relatos fueron
orales. La última fijación de la Biblia se produjo en el siglo V a. de C. en
tiempos de Esdras y Nehemías. Su objetivo era afianzar la fe del pueblo.
Dios
salva a su pueblo y en esa salvación, se reconoce como elegido por Dios. Fíjate
bien, Dios responde a las quejas del pueblo. No es un Dios impasible
trascendente que le importa muy poco la suerte de los seres humanos. Es un Dios
que interviene en la historia a favor del pueblo oprimido. Así lo creían ellos,
desde una visión mítica de la historia. Dios se sirve de los seres humanos para
llevar a cabo la obra de salvación. Esto es muy importante a la hora de pensar
la liberación. Somos nosotros los responsables de que la humanidad camine hacia
una liberación o que siga hundiendo en la miseria a la mayoría de los seres
humanos.
“Yo
soy el que soy”. Estamos ante la intuición más sublime de toda la Biblia y
seguramente de todo el pensamiento religioso: Dios no tiene nombre,
simplemente, ES. El nombre de Dios es una expresión verbal: “El que es y será”.
En aquella cultura, conocer el nombre de alguien era dominarlo. Pero Dios es
inabarcable y nadie puede conocerle ni manipularle. Es una pena que hayamos
intentado durante dos mil años, meterlo en conceptos y explicarlo. Todos
sabemos que el discurso sobre Dios es siempre analógico, es decir:
sencillamente inadecuado y solo “sequndum quid” acertado. Pero a la hora de la
verdad, lo olvidamos y defendemos esos conceptos como si fueran la realidad de
Dios.
Partiendo
de la experiencia de Israel, Pablo advierte a los cristianos de Corinto que no
basta pertenecer a una comunidad para estar seguro. Nada podrá suplir la
respuesta personal a las exigencias de tu ser. El ampararse en seguridades de
grupo puede ser una trampa. Esta recomendación de Pablo está muy de acuerdo con
el evangelio. Pablo dice: “El que se cree seguro, ¡cuidado! no caiga.” El
evangelio dice por dos veces: “si no cambiáis de mentalidad, todos pereceréis”.
La vida humana es camino hacia la plenitud, que necesita de constantes
rectificaciones. Si no corregimos el rumbo equivocado, caeremos al abismo.
El
evangelio de hoy nos plantea el eterno problema. ¿Es el mal consecuencia del un
pecado? Así lo creían los judíos del tiempo de Jesús y así lo siguen creyendo
la mayoría de los cristianos de hoy. Desde una visión mágica de Dios, se creía
que todo lo que sucedía era fruto de su voluntad. Los males se consideraban
castigos y los bienes premios. Incluso la lectura de Pablo que acabamos de leer
se pude interpretar en esa dirección. Jesús se declara completamente en contra
de esa manera de pensar. Está claro en el evangelio de hoy, pero lo encontramos
en otros muchos pasajes; el más claro, el del ciego de nacimiento en el
evangelio de Juan, donde preguntan a Jesús, ¿Quién pecó, éste o sus padres?
Debemos
dejar de interpretar como actuación de Dios lo que no son más que fuerzas de la
naturaleza o consecuencia de atropellos humanos. Ninguna desgracia que nos
pueda alcanzar, debemos atribuirla a un castigo de Dios; de la misma manera que
no podemos creer que somos buenos porque las cosas nos salen bien. El evangelio
de hoy no puede estar más claro, pero como decíamos el domingo pasado, estamos
incapacitados para oír lo que nos dice. Solo oímos lo que nos permiten escuchar
nuestros prejuicios.
Insisto,
debemos salir de esa idea de Dios Señor o patrón soberano que desde fuera nos
vigila y exige su tributo. De nada sirve camuflarla con sutilezas. Por ejemplo:
Dios, puede que no castigue aquí abajo, pero castiga en la otra vida... O, Dios
nos castiga, pero es por amor y para salvarnos... O Dios castiga solo a los
malos... O merecemos castigo, pero Cristo, con su muerte, nos libró de él.
Pensar que Dios nos trata como tratamos nosotros al asno, que solo funciona a
base de palo o zanahoria, es ridiculizar a Dios y al ser humano
Estamos
en manos de Dios, pero su acción no tiene nada que ver con la nuestra, es de
distinta naturaleza; por eso la acción de Dios, ni se suma ni se resta, ni se
interfiere con la acción de las causas segundas. Desde el Paleolítico, se ha
creído que todos los acontecimientos eran queridos por un dios todopoderoso.
Pero resulta que Dios, por estar haciéndolo todo en todo instante, no puede
hacer nada en concreto. No puede empezar a hacer nada, porque una acción es
enriquecimiento del ser que actúa, y si Dios pudiera ser más, antes no sería
Dios. No puede dejar de hacer nada, porque dejaría de ser Dios.
Si
no os convertís, todos pereceréis. La expresión no traduce adecuadamente el
griego metanohte, que significa cambiar de mentalidad, ver la realidad desde
otra perspectiva. Perecer no es desaparecer sino malograr la existencia. No
dice Jesús que los que murieron no eran pecadores, sino que todos somos
pecadores y tenemos que cambiar de rumbo. Sin una toma de conciencia de que el
camino que llevamos termina en el abismo, nunca estaremos motivados para evitar
el desastre. Si soy yo el que voy caminando hacia el abismo, solo yo puedo
cambiar de rumbo. Cada uno es responsable de sus actos. No somos marionetas,
sino personas autónomas que debemos apechugar con nuestra responsabilidad.
La
parábola de la higuera es esclarecedora. La higuera era símbolo del pueblo de
Israel. El número tres es símbolo de plenitud. Es como si dijera: Dios me da
todo el tiempo del mundo y un año más. Pero el tiempo para dar fruto es
limitado. Dios es don incondicional, pero no puede suplir lo que tengo que
hacer yo. Soy único, irrepetible. Tengo una tarea asignada; si no la llevo a
cabo, esa tarea se quedará sin realizar y la culpa será solo mía. No tiene que
venir nadie a premiarme o castigarme. El cumplir la tarea y alcanzar mi
plenitud, es el premio, no alcanzarla el castigo. La tarea del ser humano no es
hacer cosas sino hacerse, es decir, tomar conciencia de su verdadero ser y
vivir esa realidad a tope.
¿Qué
significa dar fruto? ¿En qué consistiría la salvación para nosotros aquí y
ahora? Tal vez sea esta la cuestión más importante que nos debemos plantear. No
se trata de hacer, o dejar de hacer, esto o aquello para alcanzar la salvación.
Se trata de alcanzar una liberación interior que me lleve a hacer esto, o dejar
de hacer lo otro, porque me lo pide mi auténtico ser. La salvación no es
alcanzar nada ni conseguir nada. Es tu verdadero ser, estar identificado con
Dios. Descubrir y vivir esa realidad es tu verdadera salvación.
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