La Sagrada Familia – Ciclo B (Lucas 2, 22.39-40) – 26 de diciembre de 2021
Lucas 2, 41-52
Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén
para las festividades de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, fueron a
la fiesta, según la costumbre. Pasados aquellos días, se volvieron, pero el
niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo supieran. Creyendo que
iba en la caravana, hicieron un día de camino; entonces lo buscaron, y al no
encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su busca.
Al tercer día lo encontraron en el templo, sentado
en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que
lo oían se admiraban de su inteligencia y de sus respuestas. Al verlo, sus padres
se quedaron atónitos y su madre le dijo: “Hijo mío, ¿por qué te has portado así
con nosotros? Tu padre y yo te hemos estado buscando llenos de angustia”. Él
les respondió: “¿Por qué me andaban buscando? ¿No sabían que debo ocuparme en
las cosas de mi Padre?” Ellos no entendieron la respuesta que les dio. Entonces
volvió con ellos a Nazaret y siguió sujeto a su autoridad. Su madre conservaba
en su corazón todas aquellas cosas.
Jesús iba creciendo en saber, en estatura y en el
favor de Dios y de los hombres.
Palabra de Dios.
#microhomilía
Dios ha querido ser con nosotros. Su “ser
con nosotros” pasa por la elección de cada una y cada uno de acogerlo y
seguirlo, como lo hicieron María y José, o de no hacerlo. Su deseo de ser con
nosotros no pasará por encima de la libertad que el mismo nos regaló. Pero
elegirlo a Él no es un asunto de una vez en la vida sino de todos lo días, pues
elegirlo implica seguirlo y cumplir sus mandamientos en cada situación de
nuestra vida. Para saber si estamos acogiendo a Jesús en la vida tenemos el mecanismo
del “remordimiento de conciencia” que cuando se acciona, volvemos y volvemos a
un asunto, a un momento, y no tenemos paz. Si no hay remordimientos es que
estamos cumpliendo su mandamiento: creer en él y amar. Cuando hay un
remordimiento tenemos que preguntarnos en dónde nos ha faltado el amor, ese
amor al modo Jesucristo: incluyente, sanador, gratuito, abundante y capaz de
perdonar.
“Estaba
lleno de sabiduría y gozaba del favor de Dios”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Un matrimonio de
profesionales jóvenes, con dos hijos pequeños, fue asaltado un día por un
familiar cercano con una pregunta que nunca se habían esperado: –¿Estarían
ustedes dispuestos a prestarle el carro nuevo a la empleada del servicio
durante todo un día? Ellos, sin entender para dónde iba el interrogatorio,
respondieron casi al tiempo y sin dudar ni un momento: “Ni de riesgos. ¡Cómo
se le ocurre! ¡No faltaba más!” El familiar, dejando escapar una sonrisa de
satisfacción al ver cómo habían caído redonditos, les dijo: “Y, entonces, ¿cómo
es que dejan todo el día a sus dos hijos en manos de la misma empleada del
servicio?”
No se trata de juzgar la
forma de ejercer la paternidad o la maternidad en los tiempos modernos. Ni soy
yo el más indicado para decir qué está bien y qué está mal en la educación de
los hijos, puesto que no los tengo; pero cuando escuché esta historia me
conmoví interiormente y pensé mucho en la forma como se van levantando
actualmente los hijos de matrimonios conocidos.
La familia es el núcleo
primordial en el que crecemos y nos vamos desarrollando como personas. Lo que
aprendemos en la casa nos estructura interiormente para afrontar los retos que
nos plantea la vida. Lo que no se aprende en el seno del hogar es muy difícil
que luego se adquiera en el camino de la vida. Los primeros años de nuestro desarrollo
son fundamentales y tal vez a veces lo olvidamos.
Es muy poco lo que los
Evangelistas nos cuentan sobre la vida familiar de Jesús, José y María; sin
embrago, por lo poco que se sabe, ellos tres constituyeron un hogar lleno de
amor y cariño en el que se fue formando el corazón del niño Jesús. Y, a juzgar
por los resultados, ciertamente, tenemos que reconocer que debió ser una vida
familiar que le permitió al Niño crecer hasta la plenitud de sus capacidades:
“Y el niño crecía y se hacía más fuerte, estaba lleno de sabiduría y gozaba del
favor de Dios”.
Que nuestros niños
crezcan también fuertes y llenos de sabiduría, gozando del favor de Dios, de
tal manera que no tengan que rezar a Dios con las palabras que leí alguna vez
en una revista:
"Señor, tu que eres
bueno y proteges a todos los niños de la tierra,
quiero pedirte un gran
favor: transfórmame en un televisor.
Para que mis padres me
cuiden como lo cuidan a él,
para que me miren con el
mismo interés
con que mi mamá mira su
telenovela preferida o papá el noticiero.
Quiero hablar como algunos
animadores que cuando lo hacen,
toda la familia calla para
escucharlos con atención y sin interrumpirlos.
Quiero sentir sobre mí la
preocupación que tienen mis padres
cuando el televisor se
rompe y rápidamente llaman al técnico.
Quiero ser televisor para ser el mejor amigo de mis
padres y su héroe favorito.
Señor, por favor, déjame ser televisor, aunque
sea por un día".
PAUTAS PARA EDUCAR EN LA FE EN FAMILIA
No descuidar la propia
responsabilidad
Es mucho lo que se puede
hacer. En primer lugar, preocuparse de que el hijo reciba una educación
religiosa en el colegio y tome parte en la catequesis parroquial. Luego, seguir
de cerca esa educación que está recibiendo fuera del hogar, conocerla y colaborar
desde casa apoyando y estimulando al hijo. En el hogar, actuar sin complejos,
sin esconder o disimular la propia fe. Esto es importante para los hijos.
Nuestra conducta
transmite una imagen de Dios
A través de su conducta,
sin darse cuenta, transmiten una imagen de Dios a sus hijos. La experiencia de
unos padres autoritarios y controladores va transmitiendo la imagen de un Dios
legislador, juez vigilante y castigador. La experiencia de unos padres
despreocupados y permisivos, ajenos a los hijos, va transmitiendo la sensación
de un Dios indiferente hacia todo lo nuestro, un Dios como inexistente. Pero si
los hijos viven con sus padres una relación de confianza, comunicación y
comprensión, la imagen de un Dios Padre se va interiorizando de una manera positiva
y enriquecedora en sus conciencias.
En la educación en la fe,
lo decisivo es el ejemplo
Que los hijos puedan
encontrar en su propio hogar «modelos de identificación», que no les sea
difícil saber como quién deberían comportarse para vivir su fe de manera sana,
gozosa y responsable. Solo desde una vida coherente con la fe se puede hablar a
los hijos con autoridad. Este testimonio de vida cristiana es particularmente
importante en el momento en que los hijos, ya adolescentes o jóvenes, van
encontrando en su mundo otros modelos de identificación y otras claves para
entender y vivir la vida.
No todas las actuaciones
de los padres garantizan una educación sana de la fe
No basta, por ejemplo,
crear hábitos de cualquier manera, repetir gestos mecánicamente, obligar a
ciertas conductas, imponer la imitación… Solo se interioriza lo que se
experimenta como bueno. Se aprende a creer en Dios cuando, a nuestra manera,
tenemos la experiencia de un Dios bueno. La fe se aprende viviéndola
gozosamente. Por eso educan en una fe sana los padres que viven su fe
compartiéndola gozosamente con sus hijos.
Sagrada Familia - C
(Lucas 2,41-52)
26 de diciembre 2021
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