Domingo XIX del tiempo ordinario – Ciclo B (Juan 6, 41-51) – 8 de agosto de 2021
Juan 6, 41-51
En aquel tiempo, los judíos
murmuraban contra Jesús, porque había dicho: “Yo soy el pan vivo que ha bajado
del cielo”, y decían: “¿No es éste, Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no conocemos
a su padre y a su madre? ¿Cómo nos dice ahora que ha bajado del cielo?”
Jesús les respondió: “No
murmuren. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre, que me ha enviado; y
a ése yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: Todos
serán discípulos de Dios. Todo aquel que escucha al Padre y aprende de
él, se acerca a mí. No es que alguien haya visto al Padre, fuera de aquel que
procede de Dios. Ese sí ha visto al Padre.
Yo les aseguro: el que cree
en mí, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron el maná
en el desierto y sin embargo, murieron. Éste es el pan que ha bajado del cielo
para que, quien lo coma, no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo;
el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo les voy a dar es
mi carne para que el mundo tenga vida’’.
Palabra del Señor,
Reflexiones: Papa Francisco Hernán Quesada SJ Hermann Rodríguez SJ
PALABRAS
DEL SANTO PADRE
Frente a la
invitación de Jesús a nutrirnos con su Cuerpo y su Sangre, podremos sentir la
necesidad de discutir y de resistir, como hicieron las personas que el
Evangelio de hoy nos dice que escuchaban a Jesús pero sin comprender ese nuevo
lenguaje. Esto sucede también a nosotros cuando nos cuesta mucho modelar
nuestra existencia sobre la de Jesús, y actuar según sus criterios y no según
los criterios del mundo. En cambio, cuando aceptamos nutrirnos con este
Alimento, podemos entrar en plena sintonía con Cristo, con sus sentimientos y
con sus comportamientos. Por esto es muy importante ir a misa y comulgar:
porque recibir la comunión es recibir este Cristo vivo, que nos transforma
dentro y nos prepara para el cielo. ÁNGELUS 19 de agosto de 2018
#Microhomilia
Jesús también
alimenta a su pueblo, con pan, con peces; pero Jesús sabe del hambre
espiritual, esa capaz de hacernos perder la esperanza y derrotarnos. Para
saciar esta hambre Jesús mismo se vuelve alimento. Los alimentados por Cristo
buscan escapar de la amargura, los enfados, la ira, los insultos, la maldad,
buscan ser buenos y comprensivos, son también alimento para el mundo.
Busquemos
alimentarnos del Pan de la vida, en la Eucaristía, La Palabra y la oración,
dispongámonos a ser transformados e invitados por este Alimento. #FelizDomingo
“Nadie
puede venir a mi si no lo trae el Padre”
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
Una de las
experiencias más dolorosas en la vida es la de sentirse perdidos. Tal vez
recordemos en nuestra propia historia personal, alguna situación en la que nos
hayamos sentido despistados, abandonados, extraviados... No sólo metafóricamente perdidos sino, efectivamente, sin saber dónde
está el norte, dónde están nuestras seguridades, nuestro rumbo, las personas
que amamos y necesitamos para tener tranquilidad. No hay cosa que asuste más a
un niño que sentirse perdido. ¿Cuántas veces no nos hemos perdido siendo niños?
Nos soltamos un momento de la mano de la mamá o del papá y, de repente, nos
damos cuenta de que estamos solos y asustados. No conocemos a nadie en medio de
la plaza del pueblo, abarrotada de gente; nos sentimos solos en el mercado por
el que van y vienen compradores y vendedores sin concierto; nos asustan, en el
gran almacén, las aglomeraciones anónimas que nos ignoran... ¡Menudo susto nos
llevamos! Se nos perdió el puerto seguro, el ancla que nos mantenía atados a la
historia, al pasado, al futuro y, sobre todo, al presente. Nos sentimos dando
vueltas alrededor de lo mismo. Quedamos como volador sin palo, según el decir
popular.
Cuando nos
sentimos así, comenzamos a buscar desesperadamente un rastro de la persona o de
alguna cosa que nos devuelva la tranquilidad y la seguridad. Pero, normalmente,
existe una relación proporcional entre nuestra desesperación y la oscuridad que
vamos sintiendo en nuestro reducido horizonte. Se cierran las ventanas de los
sentidos y, a veces, no percibimos ni lo que es evidente ante nuestros ojos; de
tal manera nos embotamos que ni siquiera oímos los llamados que nos hacen a
través de los altavoces... Los minutos parecen horas y las horas, siglos...
Tratamos de mantener la calma, pero no podemos; nos gana la confusión y
perdemos del todo la paz interior. ¿Dónde buscar? ¿A quién pedir ayuda? ¿Cómo
resolver esta situación? ¿Dónde se nos perdió el rastro?
Cuando un niño se
pierde, tal vez lo peor que puede hacer es ponerse a buscar por sí mismo una
salida del laberinto en el que se encuentra. Creo que le iría mejor si se
tranquilizara y se dejara buscar por los mayores que, con mucha seguridad,
estarán escudriñando por todas partes, con preocupación, tras su rastro. No
parece una postura muy proactiva, pero si el niño se mueve mucho de sitio, es
factible que termine jugando a las escondidas con los que lo están buscando.
Por eso, lo más sencillo parece ser que el niño deje de buscar y más bien ‘se
deje encontrar’. Esa persona que lo ama y lo extraña, no descansará hasta
encontrarlo, para llevarlo a un lugar tranquilo donde pueda reposar y
recuperarse del susto que ha tenido.
De estas cosas estaba hablando Jesús cuando
dijo: “Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre, que me ha enviado”.
Cuando nos perdemos por los caminos de nuestras vidas, no es fácil que volvamos
a recuperar el rastro de Dios por nuestra propia iniciativa. Entre más buscamos
y entre más desesperados estamos, se va haciendo más difícil encontrar la
salida de nuestro propio laberinto interior. Por eso, sin llamar a una
pasividad resignada, es importante recordar que el camino que nos conduce hasta
Dios supone una cierta actividad pasiva de dejarse encontrar por
aquel que nos ama y que no descansará hasta encontrarnos, para llevarnos a un
lugar tranquilo, junto a Él.
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