Hernán Quezada, SJ Las lecturas de hoy tienen un anuncio en común: Jesús regresa al sitio de donde vino, pero ya es para siempre Dios en nosotros y nosotros en Él. Quienes van reconociendo esta verdad: que Él es en nosotros y nosotros en Él, se vuelven enviados y valientes, porque tienen la certeza de pertenecer, de ser parte de un cuerpo del que Cristo es cabeza, un cuerpo vivo y diverso, de hombres y mujeres que han recibido distintos ministerios (tareas) y dones para compartir. Quien es de Cristo y vive en Él, está en salida, vive atento a liberar, sanar, cuidar y compartir.
¿Cuáles son tus dones? ¿En dónde andas y haciendo lo que haces, cuál es tu llamada? No te quedes "mirando al cielo" y ponte en acción.
#FelizDomingo
“Vayan
por todo el mundo y anuncien a todos este mensaje de salvación”
El testamento es un documento en el que una persona
determina la forma como quiere que se repartan sus pertenencias entre sus
herederos. Generalmente, se trata de bienes muebles e inmuebles. Pero no
siempre es así. A veces los testamentos incluyen otra clase de herencias que la
persona quiere legar a sus sucesores.
Hace algún tiempo hubo una propaganda de televisión de
alguna compañía de seguros que presentaba a un anciano juez que leía el
testamento de un hombre muy rico que había fallecido. En medio de la formalidad
del acto, estaban presentes los hijos e hijas del difunto; y junto a ellos, los
nietos, nietas, sobrinos, sobrinas y otros familiares cercanos. Todos
expectantes y esperanzados en que pudieran tener algún grado de participación
en la inmensa torta que estaba a punto de ser distribuida.
El juez, mirando a los herederos por encima las gafas,
comenzó la lectura del testamento: “En uso de mis facultades mentales y
cumpliendo con los requisitos que pide la ley, procedo a determinar mi voluntad
sobre el destino de mis posesiones. En primer lugar, quiero que las tierras de
la Hacienda La Ponderosa, incluyendo la casa, el ganado y todos los bienes que
hay en ella, se destinen a la comunidad de hermanas del ancianato de Las
Misericordias, de mi pueblo natal”. Inmediatamente, hubo un cuchicheo nervioso
entre los presentes... Pero todavía había más, de modo que el juez continuó su
lectura: “En segundo lugar, quiero que las casas que poseo y los apartamentos
que tengo, sean destinados al Hogar para niños huérfanos que funciona bajo la
dirección de la parroquia de mi pueblo”. El alboroto esta vez fue más sonoro y
la cara de sorpresa de los asistentes fue mayor... Y continuó la lectura del
testamento: “En tercer lugar, quiero que todo el dinero que tengo en mis
cuentas corrientes y de ahorros, junto con las acciones y certificados de
depósito a término que están a mi nombre en distintos bancos y corporaciones,
sea entregado a la Clínica del niño quemado, que dirigen las Hermanitas de los
desamparados”. Esta vez la reacción de los familiares del difunto fue
impresionante... Sin embargo, el silencio se apoderó de todos cuando el juez
continuó su lectura pausada y firme: “Por último, a mis hijos e hijas, a mis
nietos y nietas, a mis sobrinos y sobrinas, y a todos mis herederos directos o
indirectos, les dejo una recomendación que estoy seguro, los ayudará a salir de
su precaria situación económica. Sólo les recomiendo una cosa: ¡Que
trabajen!” Y así terminó el solemne acto.
Jesús, al despedirse de sus discípulos antes de ser
levantado al cielo para sentarse a la derecha de Dios, nos dejó su testamento,
que no estaba constituido por bienes muebles e inmuebles, sino por una misión:
“Vayan por todo el mundo y anuncien a todos este mensaje de salvación”. La
respuesta de sus seguidores fue inmediata: “Ellos salieron a anunciar el
mensaje por todas partes; y el Señor los ayudaba, y confirmaba el mensaje
acompañándolo con señales milagrosas”. Hoy, el mismo Señor nos sigue enviando
cada día a cumplir esta misión, y nos sigue acompañando en ella. Esa es su
herencia más querida y ese es todavía hoy su testamento. Sólo así cumpliremos
su última voluntad y nos podremos considerar, efectivamente, herederos de su
reino.
PREGUSTAR
EL CIELO
No El cielo no se puede describir, pero lo podemos
pregustar. No lo podemos alcanzar con nuestra mente, pero es difícil no
desearlo. Si hablamos del cielo no es para satisfacer nuestra curiosidad, sino
para revivir nuestro deseo y nuestra atracción por Dios. Si lo recordamos es
para no olvidar el último anhelo que llevamos en el corazón.
Ir al cielo no es llegar a un lugar, sino entrar para
siempre en el Misterio del amor de Dios. Por fin, Dios ya no será alguien
oculto e inaccesible. Aunque nos parezca increíble, podremos conocer, tocar,
gustar y disfrutar de su ser más íntimo, de su verdad más honda, de su bondad y
belleza infinitas. Dios nos enamorará para siempre.
Esta comunión con Dios no será una experiencia individual.
Jesús resucitado nos acompañará. Nadie va al Padre si no es por medio de
Cristo. «En él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente»
(Colosenses 2,9). Solo conociendo y disfrutando del misterio encerrado en
Cristo penetraremos en el misterio insondable de Dios. Cristo será nuestro
«cielo». Viéndole a él «veremos» a Dios.
No será Cristo el único mediador de nuestra felicidad
eterna. Encendidos por el amor de Dios, cada uno de nosotros nos convertiremos
a nuestra manera en «cielo» para los demás. Desde nuestra limitación y finitud
tocaremos el Misterio infinito de Dios saboreándolo en sus criaturas. Gozaremos
de su amor insondable gustándolo en el amor humano. El gozo de Dios se nos
regalará encarnado en el placer humano.
El teólogo húngaro Ladislaus Boros trata de sugerir esta
experiencia indescriptible: «Sentiremos el calor, experimentaremos el
esplendor, la vitalidad, la riqueza desbordante de la persona que hoy amamos,
con la que disfrutamos y por la que agradecemos a Dios. Todo su ser, la hondura
de su alma, la grandeza de su corazón, la creatividad, la amplitud, la
excitación de su reacción amorosa nos serán regalados».
Qué plenitud alcanzará en Dios la ternura, la comunión y
el gozo del amor y la amistad que hemos conocido aquí. Con qué intensidad nos
amaremos entonces quienes nos amamos ya tanto en la tierra. Pocas experiencias
nos permiten pregustar mejor el destino último al que somos atraídos por Dios.
LO QUE NOS QUIEREN
DECIR DE JESÚS NO CABE EN PALABRAS
¿Qué estamos celebrando? Nos va a costar Dios y ayuda a superar la visión física, corpórea y chata de la Ascensión, que venimos aceptando durante demasiados siglos. Nos encontramos con el problema de siempre: confundir la realidad con el relato mítico. La Ascensión no es más que un aspecto de la cristología pascual. Resurrección, Ascensión, glorificación, Pentecostés, constituyen una sola realidad, que está fuera del alcance de los sentidos. Esa realidad no temporal, no localizable, es la más importante para la primera comunidad y es la que hay que tratar de descubrir.
Los primeros intérpretes, todos judíos, echaron mano del
AT para tratar de explicar la figura de Jesús. Los padres griegos utilizaron
todos los mitos de su tradición. Desde la anunciación hasta el sentarse a la
derecha del Padre, todo lo que se ha dicho de Jesús es mitología. Los mitos no
son mentira, sino un intento de sustraernos al misterio para hacerlo
soportable. Por eso siempre termina satisfaciendo las necesidades de nuestro
falso yo.
Hoy tenemos conocimientos suficientes para intentar una
interpretación más acorde con lo que los textos que queremos trasmitir. No
podemos seguir pensando en un Jesús subiendo básicamente más allá de las nubes.
Para poder entender la fiesta de la Ascensión, debemos volver al tema central
de Pascua. Estamos celebrando la Vida, pero no la biológica sino la divina. Esa
Vida no está sujeta al tiempo, no hay en ella acontecimientos, es eterna e
inmutable. Solo teniendo en cuenta esta verdad, podremos comprender adecuadamente
lo que estamos celebrando este domingo.
Mateo no sabe nada de una ascensión. Juan no habla de
ascensión, pero en la última aparición, Jesús dice a Pedro: “si quiero que éste
permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?” Está claro que, para volver,
primero tiene que irse. El final canónico de Marcos, que leemos hoy y fue
añadido a mediados del s. II, nos dice que Jesús se sentó a la derecha de Dios.
Solo Lucas nos habla de ascensión: “se separó de ellos y fue elevado al cielo”.
En Hechos cuenta la su vida con todo lujo de detalles.
Los relatos de raptos eran frecuentes en la literatura
clásica. Tito Livio, en su obra histórica sobre Rómulo dice: “Cierto día Rómulo
organizó una asamblea popular junto a los muros de la ciudad para arengar al
ejército. De repente irrumpe una fuerte tempestad. El rey se ve envuelto en una
densa nube. Cuando la nube se disipa, Rómulo ya no se encontraba sobre la
tierra; había sido arrebatado al cielo”. Heracles, Empédocles, Alejandro Magno
o Apolonio de Tiana siguen el mismo camino.
El AT cuenta el rapto de Elías. También se habla de la
asunción de Henoc en (Gen 5, 24). El libro esclavo de Henoc, escrito judío del
siglo primero después de Cristo, describe el rapto de Henoc: “Después de haber
hablado Henoc al pueblo, envió Dios una fuerte oscuridad sobre la tierra que
envolvió a todos los que estaban con Henoc. Y vinieron los ángeles y cogieron a
Henoc y lo llevaron hasta lo más alto de los cielos. Dios lo recibió y lo
colocó ante su rostro para siempre”. Nada nuevo.
La palabra “cielo” es muy utilizada en religión. La
repetimos dos veces en el Padrenuestro, dos en el Gloria y tres en el credo.
Arrastra una amplia gama de significados desde la cultura griega y en todo el
Oriente Medio. No es fácil dilucidar qué sentido se quiere dar a la palabra en
cada caso. En el bautismo de Jesús, el cielo se rasgó y el Espíritu bajó hasta
él. Cuando termina su ciclo vital, el cielo se rompe otra vez, para que Jesús
vuelva a traspasar el límite del terreno, para entrar en él.
Un dato muy interesante, que nos proporciona la exégesis,
es que las más antiguas expresiones de la experiencia pascual que han llegado
hasta nosotros, sobre todo en escritos de Pablo, están formuladas en términos
de exaltación y glorificación, no con la idea de resurrección y menos aún de
ascensión. En el AT encontramos muchos textos que hablan del siervo doliente,
maltratado por los hombres, pero reivindicado por Dios. Esta es la base de la
glorificación con la que se expresó la experiencia pascual. Lo que
celebramos no está en el tiempo; Pertenecen al hoy como al ayer, no hacen
referencia a un pasado.
Se pueden vivir hoy como las vivieron los discípulos. El
hombre Jesús se transforma definitivamente, alcanzando la meta suprema. Se hace
una sola realidad con Dios. Nosotros necesitamos desglosar esa realidad para
intentar penetrar en su misterio, analizando los distintos aspectos que la
integran. La Ascensión quiere manifestar que llegó a lo más alto, pero no en
sentido físico ni temporal.
La verdadera ascensión de Jesús comenzó en el pesebre y
terminó en la cruz cuando exclamó: "consumatum est". Ahí
terminó la trayectoria humana de Jesús y sus posibilidades de crecer. Después
de ese paso, todo es como un chispazo que dura toda la eternidad. Había llegado
a la plenitud total en Dios, precisamente por haber despegado (muerto) de todo
lo que en él era caduco, transitorio, terreno. Solo permaneció de él lo que
había de Dios y por tanto se identificó con Dios totalmente. Esa es también
nuestra meta. El camino también es el mismo que recorrió Jesús.
La experiencia pascual consistió en ver a Jesús de una
manera nueva. El haber vivido con él no los llevó a la comprensión de su
verdadero ser. Estaban demasiado pegados a lo externo, y lo que hay de divino
en Jesús no puede entrar por los sentidos. Su desaparición les obligó a mirar
dentro de sí, y descubrir allí lo que había vivido Jesús. Solo entonces
descubren al verdadero Jesús. Si seguimos apegados a una imagen terrena de
Jesús tampoco nosotros descubriremos su verdadero ser.
Para comprender la ascensión debemos tener en cuenta el
descenso. Jesús bajo a los infiernos, “descendit ad ínferos” es decir a lo más
bajo. Solo desde ahí su puede hacer el ascenso total. Desde lo más bajo a lo
más alto. No aceptamos ese descenso definitivo porque no está de acuerdo con
las pretensiones de nuestro ego. Es la experiencia de todos los místicos. Para
llegar a serlo todo debes convertirte en Nada.
Jesús no bajó a los infiernos como triunfador. Esa es la
imagen mítica que se tenía de muchos personajes antiguos. Jesús bajó realmente
a lo más bajo con su muerte. La muerte en la cruz no era una forma más de
deshacerse de una persona que molestaba. Era un intento en toda regla no solo
de matar a la persona sino de hacerla desaparecer. Se trataba de aniquilarlo en
el sentido etimológico de la palabra. Convertirle en nada. Era un
castigo tan rotundo que eliminaba todo recuerdo.