Evangelio según
san Lucas
9, 28-36
En aquel tiempo, Jesús se hizo
acompañar de Pedro, Santiago y Juan, y subió a un monte para hacer oración.
Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se hicieron
blancas y relampagueantes. De pronto aparecieron conversando con él dos
personajes, rodeados de esplendor: eran Moisés y Elías. Y hablaban de la muerte
que le esperaba en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros estaban
rendidos de sueño; pero, despertándose, vieron la gloria de Jesús y de los que
estaban con él. Cuando éstos se retiraban, Pedro le dijo a Jesús: “Maestro,
sería bueno que nos quedáramos aquí y que hiciéramos tres chozas: una para ti,
una para Moisés y otra para Elías”, sin saber lo que decía.
No había terminado de hablar,
cuando se formó una nube que los cubrió; y ellos, al verse envueltos por la
nube, se llenaron de miedo.
De la nube salió una voz que decía:
“Este es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo”. Cuando cesó la voz, se quedó Jesús
solo.
Los discípulos guardaron silencio y
por entonces no dijeron a nadie nada de lo que habían visto.
Julio Alberto Arango, cuando era decano del Medio
Universitario de la Facultad de Ciencias de la Universidad Javeriana, me decía
que la expresión Yo soy el que soy, con la que se identifica Yahvé
ante Moisés al enviarlo a liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto (Cfr.
Éxodo 3, 14), debería traducirse mejor como Yo soy el que seré.
Esta posición también es defendida por algunos estudiosos de la Biblia
actualmente. Se trata de una definición menos estática y, por tanto, más acorde
con el Dios peregrino que hizo el camino del desierto con su pueblo y que sigue
caminando hoy junto a nosotros.
La expresión Yo soy el que seré es un
intento por expresar la dinámica de un Dios que nos promete que no descansará
hasta ser nuestro Dios y hasta que nosotros seamos su pueblo (Cfr. Éxodo 6,7).
Dicho de otra manera, como lo expresa Ira Progoff en una poesía: “Como el
roble está latente en el fondo de la bellota, la plenitud de la personalidad
humana, la totalidad de sus posibilidades creadoras y espirituales está latente
en el fondo del ser humano incompleto que espera, en silencio, la posibilidad
de aflorar”.
Cuando una institución humana se plantea su visión,
desde la perspectiva de lo que se conoce como el Direccionamiento
estratégico, está formulando su deseo de hacer el camino presente, desde el
sueño del futuro. Otra expresión de esta realidad que estoy tratando de
comunicar, es el título de uno de los libros y de una poesía de Benjamín
González Buelta, S.J.: La utopía ya está en lo germinal. El final
ya está presente al comienzo del camino. Cuando damos el primer paso, como
Abraham, ya llevamos a cuestas la tierra prometida hacia la que nos mueve la
promesa:
Esperaré a
que crezca el árbol
y me dé sombra.
Pero abonaré la espera
con mis hojas secas.
Esperaré a que brote
el manantial y me dé agua.
Esperaré a que apunte
la aurora
y me ilumine.
Esperaré que llegue
lo que no sé
y me sorprenda.
Pero
vaciaré mi casa
de todo lo conquistado.
Y al abonar el árbol,
despejar el cauce,
sacudir la noche
y vaciar la casa,
la tierra y el lamento
se abrirán a la esperanza.
Benjamín González Buelta, S.J.
Esto, precisamente, es lo que
presenta san Lucas en el relato de la transfiguración, al comienzo de nuestro
tiempo de Cuaresma. Nos está señalando el final de nuestro camino, hacia el que
vamos en compañía de Jesús. Como el Dios peregrino que marchó con el pueblo de
Israel, nosotros no sólo somos lo que fuimos en el pasado, o lo que somos en el
presente, sino que también somos ya lo que seremos en el futuro. Somos ya el
sueño de Dios realizándose en esta historia concreta. Permitamos que Dios nos
cree y nos salve, como es claramente su voluntad para nosotros hoy, dejando
aflorar todas las posibilidades creadoras y espirituales que están latentes en
el fondo silencioso de nuestra finitud. Esto es vivir auténticamente el tiempo
de Cuaresma.
El hombre moderno comienza a experimentar la insatisfacción que produce
en su corazón el vacío interior, la trivialidad de lo cotidiano, la
superficialidad de nuestra sociedad, la incomunicación con el Misterio.
Son bastantes los que, a veces de manera vaga y confusa, otras de manera
clara y palpable, sienten una decepción y un desencanto inconfesable frente a
una sociedad que despersonaliza a las personas, las vacía interiormente y las
incapacita para abrirse al Trascendente.
La trayectoria seguida por la humanidad es fácil de describir: ha ido
aprendiendo a utilizar con una eficacia cada vez mayor el instrumento de su
razón; ha ido acumulando un número cada vez mayor de datos; ha sistematizado
sus conocimientos en ciencias cada vez más complejas; ha transformado las
ciencias en técnicas cada vez más poderosas para dominar el mundo y la vida.
Este caminar apasionante a lo largo de los siglos tiene un riesgo.
Inconscientemente hemos terminado por creer que la razón nos llevará a la
liberación total. No aceptamos el Misterio. Y, sin embargo, el Misterio está
presente en lo más profundo de nuestra existencia.
El ser humano quiere conocer y dominar todo. Pero no puede conocer y
dominar ni su origen ni su destino último. Y lo más racional sería reconocer
que estamos envueltos en algo que nos trasciende: hemos de movernos
humildemente en un horizonte de Misterio.
En el mensaje de Jesús hay una invitación escandalosa para los oídos
modernos: no todo se reduce a la razón. El ser humano ha de aprender a vivir
ante el Misterio. Y el Misterio tiene un nombre: Dios, nuestro «Padre», que nos
acoge y nos llama a vivir como hermanos.
Quizá nuestro mayor problema sea habernos incapacitado para orar y
dialogar con un Padre. Estamos huérfanos y no acertamos a entendernos como
hermanos. También hoy, en medio de nubes y oscuridad, se puede oír una voz que
nos sigue llamando: «Este es mi hijo... Escuchadlo».
Toda la Biblia es el relato de la manifestación de Dios. Son leyendas construidas para fundamentar las creencias de un pueblo. La Alianza sellada por Abrahán con el mismo Dios es el hecho más importante de la epopeya bíblica. Hay un detalle muy significativo. Dios no llegó a la cita hasta que vino la noche y Abrahán cayó en “un sueño profundo…”
La conversación con Moisés y Elías fue sobre el “éxodo de Jesús” (pasión
y muerte). Se trata de un relato pascual. Todos los relatos evangélicos son
pascuales. Me refiero a que en un principio se pensó como relato de
resurrección, pero con el tiempo se retrotrajo a la vida terrena de Jesús, para
potenciar el carácter divino de Jesús y su conexión con el AT.
Todos los elementos del relato se toman del AT. El monte, lugar de la
presencia de Dios. El resplandor, signo de que Dios estaba allí. La nube en la
que Dios se manifestó a Moisés. La voz, que es el medio por el que Dios
comunica su voluntad. El miedo presente siempre que se experimenta lo divino.
Las chozas, alusión a la fiesta mesiánica en la que se conmemoraba el paso por
el desierto. Moisés y Elías: La Ley y los Profetas.
El relato se presenta como una transfiguración. Cambió la figura, lo que
se puede percibir por los sentidos. En lo esencial, Jesús fue siempre el mismo.
En Jesús, como en todo ser humano, lo importante es lo divino que no puede ser
percibido por los sentidos. En los relatos pascuales, el Jesús que se les
aparece, es el mismo que anduvo con ellos en Galilea. En los relatos de su
vida, se dice lo contrario. Jesús, con el que viven, es ya el glorificado.
Las interpretaciones de este relato, apuntan siempre a una manifestación
de “gloria”. La gloria de Dios no tiene nada que ver con la gloria humana. En
Dios, la gloria es su esencia, no algo añadido. Si en Jesús habitaba la
plenitud de la divinidad, quiere decir que Dios y su “gloria” nunca se
separaron de él. Como hombre sí podría recibir gloria. Cuando queremos
añadírsela después de su muerte, seguimos cayendo en la gran tentación de
siempre.
En Jesús está ya la plenitud de la divinidad, pero está en su humanidad,
aunque no se puede percibir por los sentidos. Todo lo que Jesús nos pidió que
superáramos, lo queremos recuperar con creces. Jesús acaba de decir que tiene
que padecer mucho; que seguirle es renunciar a sí mismo. Pedimos a Dios que
recubra de oropel nuestra escoria.
Lo divino no es lo contrario de lo humano, sino compatible con nuestras
limitaciones. Es absurda una esperanza de futuro. Dios nos ha dado ya todo lo
que podría darnos. Claro que esto contradice nuestras expectativas. Pero esa es
la clave: ¿Estamos dispuestos a aceptar la salvación que Jesús ofrece, o
seguimos esperando una ‘salvación’ para nuestro falso yo?
¡Escuchadle a él solo! Seguimos, como Pedro, aferrados al Dios del AT. El
cristianismo ha velado de tal forma el mensaje de Jesús, que es casi imposible
distinguir lo que es mensaje evangélico y lo que son resonancias del AT. Hoy
son numerosos los odres nuevos, que esperan vino nuevo, porque no aguantan el
vino viejo y agrio que les seguimos ofreciendo.
El hecho de que Moisés y Elías se retiraran antes de que hablara la voz,
es una advertencia para nosotros que no acabamos de superar el Dios del AT.
Jesús ha dado un salto en la comprensión de Dios que debemos dar nosotros
también. En realidad, en ese salto consiste toda la buena noticia de Jesús. El
Dios del AT no es buena noticia sino temible noticia.
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