Evangelio según
san Juan 6, 51-58
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: "Yo soy el pan
vivo, que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y
el pan que yo les voy a dar es mi carne, para que el mundo tenga vida".
Entonces los judíos se pusieron a discutir entre sí: "¿Cómo
puede éste darnos a comer su carne?"
Jesús les dijo: "Yo les aseguro: Si no comen la carne del Hijo del hombre
y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes. El que come mi carne y
bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es
verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe
mi sangre, permanece en mí y yo en él. Como el Padre, que me ha enviado, posee
la vida y yo vivo por Él, así también el que me come vivirá por mí.
Éste es el pan que ha bajado del cielo; no es como el maná que
comieron sus padres, pues murieron. El que come de este pan vivirá para
siempre".
"Somos aquello que comemos", habrán escuchado esta frase que llama a elegir bien lo que consumimos. Hay en esta llamada una invitación a la conciencia y a la responsabilidad de nutrirnos para una vida sana. Hoy la Palabra parecería extender la frase al terreno de lo espiritual, "déjense llenar del Espíritu", visiten la "casa de la sabiduría y consuman de su banquete". A Jesús en el Evangelio lo escuchamos de nuevo usando la metáfora del alimento: "El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él", Jesús es el pan bajado del cielo que nos alimenta para lo eterno. Y ¿Cómo hago para alimentarme de Él todos los días y a cada rato? Se trata de vivir reflexivos y referidos a Él, es decir, en cada momento y circunstancia de la vida en que elegimos, hay que escucharlo a Él; hay que mantener fuera de la "dieta" el mal, la falsedad, la falta de juicio; y consumir prudencia, gratitud y paz. Hay que elegir y vivir como Jesús lo haría, así aseguramos vida de esa que no se acaba, corazones rebosantes de felicidad y mucha paz. Comencemos a tener esta buena "Alimentación integral" y experimentemos los cambios que provocará en nuestra vida.
#FelizDomingo
Hace algunos años visité, en la república de El Salvador, a una religiosa
colombiana que trabajaba en medio de una comunidad popular, a las afueras de
San Salvador. Visité en su compañía muchas familias campesinas en el cantón El
Limón. En un momento del recorrido, llegamos a la casa de un señor que estaba
golpeando con un garrote un costal repleto de mazorcas, con el fin de
desgranarlas. Cuando el hombre vio que llegaba la hermanita con un acompañante
que no conocía, se sintió muy mal y nos pidió excusas por estar haciendo lo que
estaba haciendo... Cuando supo que yo era sacerdote, más avergonzado lo
percibí... pero yo me quedé sin entender qué pasaba. Después de dejar su casa,
la hermana me comentó que el señor se había sentido mal porque lo habíamos sorprendido
golpeando el maíz, cosa que es considerada como una ofensa a un ser vivo, casi
personal. El maíz, para los pueblos mexicanos y mesoamericanos es base del
sustento, elemento central de la economía, y parte esencial de su relación con
lo sagrado.
Un fragmento del Popol Vuh, libro venerado por el
pueblo maya, dice lo siguiente: "A continuación entraron en pláticas
acerca de la creación y la formación de nuestra primera madre y padre. De maíz
amarillo y de maíz blanco se hizo su carne; de masa de maíz se hicieron los
brazos y las piernas del hombre. Únicamente masa de maíz entró en la carne de
nuestros padres, los cuatro hombres que fueron creados". Esta manera
de entender la creación del hombre y la mujer, que proceden del maíz, explica
la reverencia con la que los campesinos centroamericanos tratan este producto
de la tierra. Entre los pueblos suramericanos existe una concepción similar y
un respeto tan arraigado como el que se vive entre los descendientes de los
mayas.
Tal vez esta concepción del maíz nos ayude a entender lo que quiso
enseñarnos Jesús cuando le decía sus oyentes: “Yo soy el pan vivo que ha bajado
del cielo; el que come de este pan, vivirá para siempre. El pan que yo daré es
mi propia carne. Lo daré por la vida del mundo”. El discurso sobre el pan de la
vida, como se conoce este fragmento del evangelio según san Juan que hemos ido
leyendo durante los últimos domingos, resalta el valor de la entrega de Jesús a
su pueblo, simbolizado en el pan eucarístico que compartimos en la mesa de la
fraternidad. No se trata simplemente del pan como alimento que sustenta la
vida, sino del pan hecho entrega hasta la muerte, para la vida del mundo.
Por esto, más adelante, el
Señor insiste: “Les aseguro que si ustedes no comen la carne del Hijo del
hombre y beben su sangre, no tendrán vida. El que come mi carne y bebe mi
sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el día último. Porque mi carne
es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y
bebe mi sangre, vive unido a mí, y yo vivo unido a él. El Padre, que me ha
enviado, tiene vida, y yo vivo por él; de la misma manera, el que se alimenta
de mí, vivirá por mí”. Cuando participamos de la comunión y recibimos el cuerpo
del Señor en la eucaristía, nos unimos a él en esta entrega para la vida del
mundo. El pan eucarístico es sagrado porque es el pan de la vida y el pan de la
entrega, que nos comunica la misma vida de Dios.
«Dichosos los
llamados a la cena del Señor». Así dice el sacerdote mientras muestra a todo el
pueblo el pan eucarístico antes de comenzar su distribución. ¿Qué eco tienen
hoy estas palabras en quienes las escuchan?
Muchos, sin duda, se
sienten dichosos de poder acercarse a comulgar para encontrarse con Cristo y
alimentarse en él su vida y su fe. Bastantes se levantan automáticamente para
realizar una vez más un gesto rutinario y vacío de vida. Un número importante de
personas no se sienten llamadas a participar y tampoco experimentan por ello
insatisfacción alguna.
Y, sin embargo,
comulgar puede ser para el cristiano el gesto más importante y central de toda
la semana, si se vive con toda su expresividad y dinamismo.
La preparación
comienza con el canto o recitación del padrenuestro. No nos preparamos cada uno
para nuestra cuenta para comulgar individualmente. Comulgamos formando todos
una familia que, por encima de tensiones y diferencias, quiere vivir
fraternalmente invocando al mismo Padre y encontrándonos a todos en el mismo
Cristo.
No se trata de rezar
un «padrenuestro» dentro de la misa. Esta oración adquiere una profundidad
especial en este momento. El gesto del sacerdote, con las manos abiertas y
alzadas, es una invitación a adoptar una actitud confiada de invocación. Las
peticiones resuenan de manera diferente al ir a comulgar: «danos el pan» y
alimenta nuestra vida en esta comunión; «venga tu reino» y venga Cristo a esta
comunidad; «Perdona nuestras ofensas» y preparanos para recibir a tu Hijo...
La preparación
continúa con el abrazo de paz, gesto sugestivo y lleno de fuerza, que nos
invita a romper los aislamientos, las distancias y la insolidaridad egoísta. El
rito, precedido por una doble oración en que se pide la paz, no es simplemente
un gesto de amistad. Expresa el compromiso de vivir contagiando «la paz del
Señor», curando heridas, eliminando odios, reavivando el sentido de
fraternidad, despertando la solidaridad.
La invocación
«Señor, yo no soy digno…», dicha con fe humilde y con el deseo de vivir de
manera más fiel a Jesús, es el último gesto antes de acercarnos cantando a
recibir al Señor. La mano extendida y abierta expresa la actitud de quien,
pobre e indigente, se abre a recibir el pan de la vida.
El silencio
agradecido y confiado que nos hace conscientes de la cercanía de Cristo y de su
presencia viva en nosotros, la oración de toda la comunidad cristiana y la
última bendición ponen fin a la comunión. ¿No se reafirmaría nuestra fe si
acertáramos a comulgar con más hondura?
El evangelio del hoy, no solo es continuación del domingo pasado, sino que se repite el último versículo, para que no perdamos el hilo. Ya dijimos que todo el capítulo está concebido como un proceso de iniciación. Partiendo del pan compartido, ha ido progresando hasta la oferta definitiva de hoy. Después de esa oferta, ya no queda más alternativa: o seguir a Jesús o abandonar la empresa y seguir cada uno el camino de su ego.
¿Cómo puede
éste darnos a comer su carne? Para los judíos del tiempo de Jesús, el ser
humano era un bloque monolítico, ni siquiera tenían un término para designar lo
que nosotros llamamos alma sin el cuerpo o cuerpo sin el alma. Hablar de carne,
era hablar de la persona entera. Esa carne es su misma realidad humana, no
carne física separada. Para un judío, la idea de comer la carne de otro, era
sencillamente repugnante, porque significaba que se tenía que aniquilar al otro
para hacer suya su sustancia vital.
Si no coméis
la carne de este Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.
Jesús no suaviza su propuesta, la hace aún más dura. Si era inaceptable el
comer la carne, peor aún para un judío la sola idea de beber la sangre, que
para ellos era la vida, propiedad exclusiva de Dios, con prohibición absoluta
de comerla. Jesús les pone como condición indispensable para seguirle que coman
su carne y beban su sangre. Juan insiste en que, eso que les repugna, es lo que
deben hacer con Jesús. Apropiarse de su energía y de su misma vida.
En este
capítulo se habla de sarx “carne”, pero en todas las referencias a la
eucaristía de los sinópticos y de Pablo se habla de swma “cuerpo”. Nosotros
confundimos los dos términos, pero para los judíos eran cosas muy diferentes.
Carne es el aspecto más bajo del hombre, la causa de todas sus limitaciones.
Cuerpo significa el aspecto humano que le permite establecer relaciones; sería
el sujeto de todos los verbos: yo, tú, él… Es la persona, el yo como
posibilidad de enriquecerse o empobrecerse en sus relaciones con los demás.
Al entender
“cuerpo” como la parte física, hemos tergiversado la comprensión de la
eucaristía. Para ser fieles al relato evangélico, tendríamos que traducir:
“esto es mi persona, esto soy yo”. Sin olvidar, que lo esencial, no es lo que
dijo, sino lo que hizo. Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y
se lo dio. En esto coinciden los tres sinópticos. No se trata de un pan
cualquiera, sino de un pan, tomado, eucaristizado, partido y repartido. Después
de eso, Jesús queda identificado con ese pan, que se parte y reparte.
Al hablar de
“carne”, Juan entra en una nueva dinámica. Trata de decirnos que lo que tenemos
que nuestro hacer de Jesús es su parte más terrena, la realidad más humilde y
baja de su ser. No se trata de olvidarnos de lo que somos, sino asumirlo.
Tenemos que imitar lo que él está en la carne, pero gracias al Espíritu. Está
pensando en el significado más profundo de la encarnación, al que Juan da más
importancia que a la misma eucaristía.
Cuerpo y
sangre son dos signos muy diferentes. El primero hace referencia a la persona
en su vida normal de cada día. El segundo, sangre, hace referencia a la vida.
Cuando la sangre se escapa, la vida también desaparece. Cuando Jesús dice que
tenemos que comer su cuerpo y beber su sangre, está diciendo que tenemos que
apropiarnos de su persona y de su vida. La prueba de que está hablando de
símbolos, y no de una realidad concreta, está unas líneas más abajo: “El
Espíritu es el que da vida, la carne no vale nada”. Hemos devaluado la
eucaristía al entenderla de manera física y material.
El comer y el
beber son símbolos increíblemente profundos de lo que tenemos que hacer con la
persona de Jesús. Tenemos que identificarnos con él, tenemos que hacer nuestra
propia Vida, tenemos que masticarlo, digerirlo, asimilarlo, apropiarnos de su
sustancia. Esta es la raíz del mensaje. Su Vida tiene que pasar a ser nuestra
propia Vida. Solo así haremos nuestra Vida de Dios. Lo que Jesús les dice es
precisamente lo que hiere su sensibilidad. No se trata de la biología, ni en
Jesús ni en nosotros. Se está hablando de la VIDA de Dios.
Por activa y
por pasiva, insiste Jesús en la necesidad de comer su carne y beber su sangre.
El que come mi carne... tiene vida definitiva. Si no comeéis la carne... no
tendréis vida en vosotros. Si hemos comprendido de qué Vida está hablando,
descubriremos lo que significa: Mi carne es verdadera comida y mi sangre es
verdadera bebida. Es comida y es bebida porque alimentan la Vida que no es la
biológica. Esto fue difícil de aceptar para ellos y sigue siendo inaceptable
para nosotros. A continuación, lo explica un poco mejor.
El que come mi
carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Cuando nos referimos a la
eucaristía, nos fijamos en la segunda parte de la proposición, “yo recibo a
Jesús y Jesús está en mí”, pero olvidamos la primera. Pero resulta que lo
primero y más importante es que “yo esté en él”. Otra vez se ve claro que se
trata de un símbolo que se tiene que hacer realidad en mí. De nosotros depende
hacernos, como Jesús, pan partido para dejar que nos coman. Acostumbramos a
considerar la “gracia” como consecuencia automática de unos ritos, sin darnos
cuenta que en la vida espiritual no hay automatismo.
Como a mí me
envió el Padre que vive y así yo vivo por el Padre, también aquel que me come
vivirá por mí. Una vez más hace referencia al Padre. El designio de Dios es
comunicar Vida a Jesús y nosotros. La actitud del que se adhiere a Jesús debe
ser la misma que él tiene hacia su Padre: recibir la Vida y comunicarla a los
demás. Al hacer nuestra su Vida, hacemos nuestra misma Vida de Dios. Cuando
Jesús dice “Yo y el Padre somos uno”, está diciendo cual es la meta de todo ser
humano. Esa identificación con Dios es el punto de partida de toda la vida
humana. Se trata de descubrirla y vivirla.
Este es el pan
bajado del cielo, no como el que comieron vuestros padres y murieron; quien
come pan de este vivirá para siempre. Una y otra vez se repite la idea, señal
de la importancia que el evangelista quiere darle. Seguramente la polémica
seguía con los judíos que se habían hecho cristianos. No acababan de aceptar el
nuevo significado de Jesús, más allá de reconocerlo como Mesías o profeta. Al
evangelista, lo que le interesa es dejar claro el sentido de la adhesión a
Jesús. Existen dos panes bajados del cielo (venidos de Dios), uno espiritual,
su persona; otro material, el maná.
La eucaristía,
el discurso del pan de vida y el lavatorio de los pies, están conectados, pero
cada uno tiene una matiz diferente que ayuda a entender la realidad a la que
hacen referencia cada uno de los tres símbolos. La eucaristía resalta el
aspecto de entregarse a los demás, dejarse comer para desplegar la vida de
Dios. El discurso del pan de vida acentúa la necesidad de descubrir ese
alimento en la carne, en lo perceptible de Jesús. En el lavatorio de los pies,
se resalta el aspecto de servicio a los demás. Lavar los pies era una tarea de
esclavos. La diaconía es la clave para entender la nueva comunidad.
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