Evangelio según
san Marcos 14, 1-15,47
Faltaban dos días para la fiesta de Pascua
y de los panes Ázimos. Los sumos sacerdotes y los escribas andaban buscando una
manera de apresar a Jesús a traición y darle muerte, pero decían: “No durante
las fiestas, porque el pueblo podría amotinarse”.
… (continuar la lectura del evangelio en https://bit.ly/pasionCicloB)
#DomingoDeRamos La fiesta, se transforma en crisis, la esperanza, en confusión. Hoy iniciamos la celebración con los ramos en la mano, alabamos y bendecimos al Señor; hacemos memorial de la alegría de su llegada y la esperanza que despertó. Luego, somos colocados por el profeta Isaías ante el escandalo de la pasión. Se nos narra en la Palabra la mayor expresión del poder de Dios: volverse vulnerable, despojarse de su rango para asumir nuestra condición. Este es el itinerario de nuestra propia vida: alegría y esperanza, crisis y confusión. Hagamos conciencia del ramo que empuñamos, que no es amuleto, sino disposición; disposición para recorrer los días santos haciendo memorial de nuestros propios momentos de muerte y también de resurrección. Llenemos de simbolismo estos ramos, que expresen el momento de nuestra vida y el reconocer que Cristo llegó. #felizdomingo
Un joven piadoso renunció a todos sus bienes y se consagró al servicio de Dios. Se fue al desierto a buscar a un anciano sabio que llevaba allí muchos años y tenía fama de santo. Cuando el joven encontró al sabio le dijo: “He entregado todas mis posesiones a los pobres y me he consagrado completamente a Dios. Pero tengo una duda: ¿Me voy a salvar?” El sabio se le quedó mirando y le respondió tajantemente: “¡No! No te vas a salvar”. El joven quedó desconcertado y confuso, porque no se esperaba una respuesta tan dura; de modo que volvió a insistir: “Pero he sido generoso y quiero seguir siéndolo. No entiendo por qué no me voy a salvar”. Entonces, el anciano le dijo: “No te vas a salvar. A ti te van a salvar...”
Esta constatación se hace
presente en la vida del creyente más tarde o más temprano. En los comienzos de
la vida cristiana, especialmente cuando se ha vivido un proceso rápido de
conversión, la persona siente que sus méritos le dan el derecho de sentirse
salvado. Sin embargo, una de las mejores señales de que se va avanzando en el
camino de la fe, es la conciencia de que no son nuestras obras las que nos
convierten en justos, sino la gracia y la bondad de Dios la que nos regala la
salvación.
Esta conciencia la tenía Jesús.
A lo largo de este amplio texto de la Pasión, según san Marcos, queda claro que
Jesús no se sentía dueño de la salvación, sino que la recibía como regalo de su
Padre Dios. Incluso, los que pasaban delante de la cruz lo insultaban, meneando
la cabeza y diciendo: “¡Eh, tú, que derribas el templo y en tres días lo
vuelves a levantar, sálvate a ti mismo y bájate de la cruz! De la misma manera
se burlaban de él los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley. Decían:
–Salvó a otros, pero a sí mismo no puede salvarse. ¡Qué baje de la cruz ese
Mesías, Rey de Israel, ¡para que veamos y creamos! Y hasta los que estaban
crucificados con él lo insultaban”.
Pero Jesús se sabía en las
manos de Dios y confió en él hasta el final. Incluso el grito desesperado que
le oyeron los testigos de este suplicio, tenía detrás una experiencia de
confianza, como bien lo anota el papa Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica
que escribió al comienzo del nuevo milenio: “Nunca acabaremos de conocer la
profundidad de este misterio. Es toda la aspereza de esta paradoja la que
emerge en el grito de dolor, aparentemente desesperado que Jesús da en la cruz:
«“Eloí, Eloí, ¿lemá sabactani?” –que quiere decir– “¡Dios mío, Dios mío!
¿por qué me has abandonado?”» ¿Es posible imaginar un sufrimiento mayor, una
oscuridad más densa? En realidad, el angustioso «por qué» dirigido al Padre con las
palabras iniciales del Salmo 22, aun conservando todo el realismo de un dolor
indecible, se ilumina con el sentido de toda la oración en la que el Salmista
presenta unidos, en un conjunto conmovedor se sentimientos, el sufrimiento y la
confianza. En efecto, continúa el Salmo: «En ti esperaron nuestros padres,
esperaron y tú los liberaste… ¡No andes lejos de mí, que la angustia está
cerca, no hay para
mí socorro!» (Salmo 22 (21), 5.12)” (Novo Millenio Ineunte – 2001).
¿Nos sentimos dueños de la salvación? ¿Confiamos en la acción de Dios aún
en medio de las contradicciones? Esto es compartir hoy la Pasión del Señor para
la salvación del mundo.
Jesús contó con la posibilidad de un final violento. No
era un ingenuo. Sabe a qué se exponen si sigue insistiendo en el proyecto del
reino de Dios. Es imposible con tanta radicalidad una vida digna para los
«pobres» y los «pecadores» sin provocar la reacción de aquellos a los que no
interesa cambio alguno.
Ciertamente, Jesús no es un suicida. No busca la
crucifixión. Nunca quiso el sufrimiento ni para los demás ni para él. Toda su
vida se había dedicado a combatirlo allí donde lo encontraba: en la enfermedad,
en las injusticias, en el pecado o en la desesperanza. Por eso no corre ahora
tras la muerte, pero tampoco se echa atrás.
Seguirá acogiendo a pecadores y excluidos, aunque su
actuación irrite en el templo. Si terminan condenándolo, morirá también él como
un delincuente y excluido, pero su muerte confirmará lo que ha sido su vida
entera: confianza total en un Dios que no excluye a nadie de su perdón.
Seguirá anunciando el amor de Dios a los últimos,
identificándose con los más pobres y despreciados del imperio, por mucho que
moleste en los ambientes cercanos al gobernador romano. Si un día lo ejecutan
en el suplicio de la cruz, reservado para esclavos, morirá también él como un
esclavo despreciable, pero su muerte sellará para siempre su fidelidad al Dios
defensor de las víctimas
Lleno del amor de Dios, seguirá ofreciendo
«salvación» a quienes sufren el mal y la enfermedad: dará «acogida» a quienes
son excluidos por la sociedad y la religión; regalará el «perdón» gratuito de
Dios a pecadores y gentes perdidas, incapaces de volver a su amistad. Esta
actitud salvadora, que inspira su vida entera, inspirará también su muerte.
Por eso a los cristianos nos atrae tanto la cruz. Besamos
el rostro del Crucificado, levantamos los ojos hacia él, escuchamos sus últimas
palabras… porque en su crucifixión vemos el último servicio de Jesús al
proyecto del Padre, y el gesto supremo de Dios entregando a su Hijo por amor a
la humanidad entera.
Para los seguidores de Jesús, celebrar la pasión y
muerte del Señor es agradecimiento emocionado, adoración gozosa al amor
«increíble» de Dios y llamado a vivir como Jesús, solidarizándonos con los
crucificados.
Aunque la liturgia comienza con el recuerdo de la entrada de Jesús en Jerusalén, no podemos pensar que fue una entrada triunfal. Hubiera sido la ocasión ideal, que los dirigentes judíos estaban esperando, para rendir a Jesús. La subida a Jerusalén por la fiesta de Pascua se hacía siempre en grupo (un pueblo, una familia o una facción). Era siempre una romería, y esto implicaba fiesta y alegría (cantar, bailar, agitar ramos u otros objetos vistosos). Lo narran los cuatro evangelios, pero en Mt y Jn encontramos la verdadera razón del relato: para que se cumpla la Escrituras, “mira a tu Rey que viene…”.
Lo verdaderamente importante, en el relato de la pasión,
está más allá de lo que se puede narrar. Lo esencial de lo que ocurrió no se
puede meter en palabras. Lo que los textos que nos quieren trasmitir hay que
buscarlo en la actitud de Jesús, que refleja plenitud de humanidad. Lo
importante no es la muerte física de Jesús sino descubrir por qué le mataron,
por qué murió y cuáles fueron las consecuencias de su muerte para los
discípulos. La Semana Santa es la ocasión privilegiada para plantearnos la revisión
de nuestros esquemas teológicos sobre el valor de la muerte en la cruz.
Estamos en el mejor momento del año para tomar conciencia
de la coherencia de toda la vida de Jesús. Dándose cuenta de las consecuencias
de sus actos, no da un paso atrás y las acepta plenamente. Es una advertencia
para nosotros, que siempre estamos acomodando nuestra conducta para evitar
consecuencias desagradables. Sabemos que nuestra plenitud está en darnos a los
demás, pero seguimos calculando nuestras acciones para no ir demasiado lejos,
poniendo límites “razonables” a nuestra entrega; sin darnos cuenta de que un
amor calculado no es más que egoísmo camuflado.
Los textos que han llegado a nosotros no son de fiar
porque están escritos desde una visión pascual de la pasión y muerte y no
pretenden informarnos de lo que pasó sino darnos una teología sobre los hechos.
Hoy sabemos que le mataron a los romanos por miedo a un levantamiento contra
Roma. Pero lo que sabemos sobre Jesús no da pie para pensar que fuese un
sedicioso. Lo más probable es que los jefes religiosos dieran a Pilato
argumentos para que pensara que Jesús podía ser un peligro real para el
imperio.
La muerte de Jesús es la consecuencia directa de un
rechazo frontal y absoluto por parte de los jefes religiosos de su pueblo.
Rechazo a sus enseñanzas ya su persona, por intentar purificar su religión. No
pensemos en un rechazo gratuito y malévolo. Fariseos, escribas y sacerdotes no
eran gente depravada que se opusieron a Jesús porque era bueno. Eran gente
religiosa que pretendía ser fiel a la voluntad de Dios, que ellos se
encontraban en la Ley. También para Jesús era prioritaria la voluntad del Padre,
pero no la buscaba en la Ley sino en el hombre. Su muerte manifiesta lo radical
de la oposición.
Era Jesús el profeta, como creían los que le seguían, o
era el antiprofeta que seducía al pueblo. La respuesta no era tan sencilla. Por
una parte, Jesús iba claramente contra la interpretación de la Ley y el culto
del templo, signos inequívocos del antiprofeta. Pero por otra, los signos de
amor eran una muestra de que Dios estaba con él, como apuntó Nicodemo. Lo
mataron porque denunciaron a las autoridades que, con su manera de entender la
religión, oprimían al pueblo. Le mataron por afirmar, con hechos y palabras,
que el valor del hombre concreto está por encima de la Ley y del templo.
Nunca podremos saber lo que Jesús experimentó ante su
muerte. Ni era un inconsciente ni era un loco ni era masoquista. Tuvo que darte
cuenta de que los jefes querían eliminarlo. Lo que nos importa a nosotros es
descubrir las poderosas razones que Jesús tenía para seguir diciendo lo que
tenía que decir y haciendo lo que tenía que hacer, a pesar de que estaba seguro
que eso le costaría la vida. Tomó conscientemente la decisión de ir a Jerusalén
donde estaba el peligro. Que le importara más ser fiel a sí mismo que salvar la
vida, es el dato que debemos valorar. Demostró que la única manera de ser fiel
a Dios es ponerse del lado del oprimido y defenderlo, aun a costa de su vida.
No se puede pensar en la muerte de Jesús, desconectándola
de su vida. Su muerte fue consecuencia de su vida. No fue una programación por
parte de Dios para que su Hijo muriera en la cruz y de este modo nos librara de
nuestros pecados. Jesús fue plenamente un ser humano que tomó sus propias
decisiones. Gracias a que esas decisiones fueron las adecuadas, de acuerdo con
las exigencias de su verdadero ser, nos han marcado a nosotros el camino de la
verdadera salvación. Si nos quedamos en el mito del Hijo, que murió por
obediencia al Padre, hemos malogrado su muerte y su vida.
Hay explicaciones teológicas de la muerte de Jesús que se
siguen presentando a los fieles, aunque la inmensa mayoría de los exégetas y de
los teólogos las han abandonado hace tiempo. No debemos seguir interpretando la
muerte de Jesús como un rescate exigido por Dios para pagar la deuda por el
pecado. Además de ser un mito ancestral, está en contra de la idea de Dios que
el mismo Jesús desplegó en su vida. Un Dios que es amor, que es Padre, no casa
muy bien con el Señor que exige el pago de una deuda hasta el último centavo.
Ni podemos ofender a Dios ni Él se puede sentir ofendido.
Para los discípulos la muerte fue el revulsivo que los
llevó al descubrimiento de lo que era verdaderamente Jesús. Durante su vida lo
siguió como el amigo, el maestro, incluso el profeta; pero no pude conocer el
verdadero significado de su persona. A ese descubrimiento llegaron por un
proceso de maduración interior, al que solo se puede llegar por experiencia. La
muerte de Jesús les obligó a esa profundización en su persona ya descubrir en
aquel Jesús de Nazaret, al Señor, al Mesías al Cristo y al Hijo. En esto
consistió la experiencia pascual. Ese mismo recorrido debemos hacernos.
A nosotros hoy, la muerte de Jesús nos obliga a plantear
la verdadera hondura de toda la vida humana. Jesús supo encontrar, como ningún
otro ser humano, el camino que debemos recorrer todos para alcanzar la plenitud
humana. Amando hasta el extremo, nos dio la verdadera medida de lo humano.
Desde entonces, nadie tiene que romperse la cabeza para buscar el camino de
mayor humanidad. El que quiera dar sentido a su vida no tiene otro camino que
el amor total, hasta desaparecer.
La interpretación de la muerte de Jesús determina la
manera de ser cristiano. Ser cristiano no es subir a la cruz con Jesús, sino
ayudar a bajar de la cruz a tanto crucificado que hoy podemos encontrar en
nuestro camino. Jesús, muriendo de esa manera, hace presente a un Dios sin
pizca de poder, pero repleto de amor, que es la fuerza suprema. En ese amor
reside la verdadera salvación. El “poder” de Dios se manifiesta en la vida de
quien es capaz de amar entregando todo lo que es.
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