Fiesta de la Sagrada Familia – Ciclo B (Lucas 2, 22-44) – diciembre 31, 2023
Evangelio según san Lucas 2,22-40
#MicrohomiliaCuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.
Simeón y Ana, dos ancianos fieles y perseverantes con lo que son y quieren, pueden ser un buen referente para preguntarnos esta tarde, en los estertores de muerte del 2023, sobre nuestra fidelidad y perverancia ante lo que amamos, hacia la vida querida que vivimos. ¿Qué quieres? ¿Qué amas? ¿Cómo viviste fiel a ello este año?
Vamos más a fondo con nuestro examen de fin de año, escuchando a San Pablo sobre como hemos vestido el uniforme de la misericordia, la humildad, la bondad, la dulzura y la comprensión, especialmente con quienes nos han hecho sentir no amados, con quiénes hemos de ejercer el acto de perdonar. Para ello ayuda la memoria de la propia experiencia en que hemos sido amados y perdonados por pura gracia, por pura bondad; quien se sabe perdonado sabe perdonar y amar con más facilidad.
Finalmente miremos nuestros entorno, nuestra familia y encontremos en ella el don y la tarea, el primer circulo al que estamos llamados a amar, en donde primariamente hemos sido amados.
Recibamos la bendición del salmista para iniciar nuestro año: "Que el Señor te bendiga desde Sión, que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida".
#felizañonuevo2024
Un matrimonio de profesionales jóvenes, con dos hijos pequeños, fue asaltado un día por un familiar cercano con una pregunta que nunca se habían esperado: –¿Estarían ustedes dispuestos a prestarle el carro nuevo a la empleada del servicio durante todo un día? Ellos, sin entender para dónde iba el interrogatorio, respondieron casi al tiempo y sin dudar ni un momento: “Ni de riesgos. ¡Cómo se le ocurre! ¡No faltaba más!” El familiar, dejando escapar una sonrisa de satisfacción al ver cómo habían caído redonditos, les dijo: “Y, entonces, ¿cómo es que dejan todo el día a sus dos hijos en manos de la misma empleada del servicio?”
No se trata de juzgar la forma de ejercer la
paternidad o la maternidad en los tiempos modernos. Ni soy yo el más indicado
para decir qué está bien y qué está mal en la educación de los hijos, puesto
que no los tengo; pero cuando escuché esta historia me conmoví interiormente y
pensé mucho en la forma como se van levantando actualmente los hijos de
matrimonios conocidos.
La familia es el núcleo primordial en el que
crecemos y nos vamos desarrollando como personas. Lo que aprendemos en la casa
nos estructura interiormente para afrontar los retos que nos plantea la vida.
Lo que no se aprende en el seno del hogar es muy difícil que luego se adquiera
en el camino de la vida. Los primeros años de nuestro desarrollo son
fundamentales y tal vez a veces lo olvidamos.
Es muy poco lo que los Evangelistas nos
cuentan sobre la vida familiar de Jesús, José y María; sin embrago, por lo poco
que se sabe, ellos tres constituyeron un hogar lleno de amor y cariño en el que
se fue formando el corazón del niño Jesús. Y, a juzgar por los resultados,
ciertamente, tenemos que reconocer que debió ser una vida familiar que le
permitió al Niño crecer hasta la plenitud de sus capacidades: “Y el niño crecía
y se hacía más fuerte, estaba lleno de sabiduría y gozaba del favor de Dios”.
Que nuestros niños crezcan también fuertes y
llenos de sabiduría, gozando del favor de Dios, de tal manera que no tengan que
rezar a Dios con las palabras que leí alguna vez en una revista:
El pasaje de Lucas termina diciendo: «El niño, por su
parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios
estaba con él».
Cuando hablamos hoy de «educar en la fe», ¿qué queremos
decir? En concreto, el objetivo es que los hijos entiendan y vivan de manera
responsable y coherente su adhesión a Jesucristo, aprendiendo a vivir de manera
sana y positiva desde el Evangelio.
Pero hoy día la fe no se puede vivir de cualquier manera.
Los hijos necesitan aprender a ser creyentes en medio de una sociedad
descristianizada. Esto exige vivir una fe personalizada, no por tradición, sino
fruto de una decisión personal; una fe vivida y experimentada, es decir, una fe
que se alimenta no de ideas y doctrinas, sino de una experiencia gratificante;
una fe no individualista, sino compartida de alguna manera en una comunidad
creyente; una fe centrada en lo esencial, que puede coexistir con dudas e
interrogantes; una fe no vergonzante, sino comprometida y testimoniada en medio
de una sociedad indiferente.
Esto exige todo un estilo de educar hoy en la fe donde lo
importante es transmitir una experiencia más que ideas y doctrinas; enseñar a
vivir valores cristianos más que el sometimiento a unas normas; desarrollar la
responsabilidad personal más que imponer costumbres; introducir en la comunidad
cristiana más que desarrollar el individualismo religioso; cultivar la adhesión
confiada a Jesús más que resolver de manera abstracta problemas de fe.
En la educación de la fe, lo decisivo es el ejemplo. Que los hijos puedan encontrar en su propio hogar «modelos de identificación», que no les sea difícil saber como quién deberían comportarse para vivir su fe de manera sana, gozosa y responsable.
Debemos aclarar que el modelo de familia de aquella época
tenía muy poco que ver con el nuestro. Los estudios sociológicos, que se han
hecho sobre la familia en tiempo de Jesús, no dejan lugar a duda. Si no tenemos
en cuenta los resultados de esos estudios será imposible entender nada del
ambiente en que se desarrolla la infancia de Jesús. El tipo de familia de
Nazaret que se nos ha propuesto durante siglos, no ha existido. El modelo de
familia del tiempo de Jesús, era el patriarcal. La familia molecular era
inviable, tanto por motivos religiosos o sociológicos como económicos. ¿Qué
podían hacer dos jóvenes de 13 y 14 años con un recién nacido entre los brazos?
Cuando el evangelio nos dice que José recibió en su casa a
María, no quiere decir que fueran a vivir a una nueva casa. María dejó de vivir
en la casa de su padre y pasó a integrarse en la familia de José. Esto no
quiere decir que no tuvieran su intimidad y sus relaciones más estrechas los
tres. El relato de la pérdida del Niño en Jerusalén es impensable en una
familia de tres. Pero cobra su verosimilitud si tenemos en cuenta que es todo
el clan el que hace la peregrinación y vuelven a casa todos juntos.
El relato evangélico que acabamos de leer no es histórico,
pero es rico en enseñanzas teológicas. Está escrito sesenta o setenta años
después de morir Jesús. Lucas quiere dejar claro, desde el principio de su
evangelio, que la vida de Jesús estuvo insertada plenamente en las tradiciones
judías. Su persona y su mensaje no son realidades caídas del cielo, sino
surgidas desde el fondo más genuino del judaísmo tradicional.
Debemos buscar la ejemplaridad de la familia de Nazaret
donde realmente está, huyendo de toda idealización que lo único que consigue es
meternos en un ambiente irreal que no conduce a ninguna parte. Sus relaciones,
aunque se hayan desarrollado en un marco familiar distinto, pueden servirnos
como ejemplo de valores humanos que debemos desarrollar, cualquiera que sea el
modelo donde tenemos que vivirlos. Jesús predicó lo que vivió. Si predicó el
amor, es decir, la entrega, el servicio, la solicitud por el otro, quiere decir
que primero lo vivió él. Todo ser humano nace como proyecto que tiene que ir
desarrollándose a lo largo de toda la vida con la ayuda de los demás.
Debemos tener mucho cuidado de no sacralizar ninguna
institución. Las instituciones son instrumentos que tienen que estar siempre al
servicio de la persona, que es el valor supremo. Las instituciones no son
santas, menos aún sagradas. Nunca debemos poner a las personas al servicio de
la institución, sino al contrario. Con demasiada frecuencia se abusa de las
instituciones para conseguir fines ajenos al bien del hombre. Entonces tenemos
la obligación de defendernos de ellas con uñas y dientes. Claro que no son las
instituciones las que tienen la culpa. Son algunos seres humanos que se
aprovechan de ellas para conseguir sus propios intereses egoístas a costa de
los demás.
No debemos echar por la borda una institución porque me
exija esfuerzo. Todo lo que me ayude a crecer en mi verdadero ser, me exigirá
esfuerzo. Pero nunca puedo permitir que la institución me exija nada que me
deteriore como ser humano; ni siquiera cuando me reporte ventajas o seguridades
egoístas. La familia, cualquier modelo de familia, puede ser el marco
privilegiado para el desarrollo de la persona humana, no solo durante los años
de la niñez o juventud, sino que debe ser el campo de entrenamiento durante
todas las etapas de nuestra vida. El hombre solo puede crecer en humanidad a
través de sus relaciones con los demás. Y toda familia es el marco
privilegiado.
La familia es el marco más apropiado para las relaciones
profundamente humanas. Sea como hijo, como hermano, como pareja, como padre o
madre, como abuelo. En cada una de esas situaciones la calidad de la relación
nos irá acercando a la plenitud humana. Los lazos de sangre o de amor natural
debían ser puntos de apoyo para aprender a salir de nosotros mismos e ir a los
demás con nuestra capacidad de entrega y servicio. Si en la familia superamos
la tentación del egoísmo amplificado, aprenderemos a tratar a todos con la
misma humanidad: exigir cada día menos y darse cada día más.
No tenemos que asustarnos de que la familia esté en
crisis. El ser humano está siempre en constante evolución, si no fuera así,
hubiera desaparecido hace mucho tiempo. En el evangelio no encontramos un
modelo específico de familia. Se dio siempre por bueno el existente. Más tarde
se adoptó el modelo romano, que tenía muchas ventajas, pues desde el punto de
vista legal era muy avanzado. Los cristianos de los primeros siglos hicieron
muy bien en adoptar ese modelo. Lo malo es que se sacralizó y se vendió después
como único modelo cristiano, sin hacer la más mínima crítica.
Con el evangelio en la mano, debemos intentar dar
respuesta a los problemas que plantean los distintos modelos de familia hoy. La
Iglesia no debe esconder la cabeza debajo del ala e ignorarlos o seguir
creyendo que se deben a la mala voluntad de las personas. No conseguiremos nada
si nos limitamos a decir: el matrimonio es indisoluble. Más del 50 % se
disuelven. No se trata de que las personas sean peores que hace cincuenta años.
Hoy, para mantener un matrimonio, se necesita una madurez mayor.
Al no darse esa madurez, los matrimonios fracasan. Dos
razones de esta mayor exigencia son: a) La estructura nuclear de la familia.
Antes las relaciones familiares eran entre un número de personas mucho más
amplio. Hoy al estar constituidas por tres o cuatro miembros, la posibilidad de
armonía es mucho menor, porque los egoísmos se diluyen menos. b) La mayor
duración de la relación. Hoy es normal que una pareja se pase sesenta años
juntos. Es más fácil que surjan dificultades insuperables.
Como cristianos tenemos la obligación de hacer una seria
autocrítica sobre el uniforme modelo de familia que proponemos. Jesús no
sancionó ningún modelo, como no determinó ningún modelo de religión u
organización política. Lo que Jesús predicó no hace referencia a las
instituciones, sino a la actitud que debían tener cada ser humano en sus
relaciones con los demás. Jesús enseñó que todo ser humano debía relacionarse
con los demás como exige su verdadero ser, a esta exigencia le llamaba voluntad
de Dios. Cualquier tipo de institución que permita o promueva esta relación
puede ser cristiana.
No solo no es malo que se separe una pareja que no se ama.
Es completamente necesario que se separen, porque no hay cosa más inhumana que
obligar a vivir juntas a dos personas que no se aman. Esto no contradice en
nada la indisolubilidad del matrimonio, porque lo único que demostraría
es la falta de amor que ha hecho nulo, de todo derecho, lo que hemos
llamado matrimonio. Si hay sacramento ciertamente es indestructible. Pero, para
que haya sacramento es imprescindible el amor auténtico.
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