X Domingo de Tiempo Ordinario – Ciclo A (Mateo 9, 9-13) 11 de junio de 2023
Estamos en el Tiempo Ordinario litúrgico, el cual, nos va guiando para conocer a Jesús, su mensaje y llevarlo a nuestra vida:
Evangelio según san Juan 3,16-18
En aquel tiempo, vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado
al mostrador de los impuestos, y le dijo: "Sígueme." Él se levantó y
lo siguió. Y, estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y
pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos. Los
fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: "¿Cómo es que vuestro
maestro come con publicanos y pecadores?" Jesús lo oyó y dijo: "No
tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que
significa "misericordia quiero y no sacrificios": que no he venido a
llamar a los justos, sino a los pecadores."
Reflexiones Buena Nueva
#Microhomilia
Complicamos tanto a Dios, construimos un dios distorsionado que existe para exigir y vigilar lo que nosotros queremos imponer a los demás. Sufrimos y hacemos sufrir cuando rendimos culto a ese dios distorsionado.
Hoy la Palabra es contundente para hablarnos de lo que Dios quiere: "Yo quiero amor y no sacrificios", "yo quiero misericordia..." Dios quiere que esperemos contra toda esperanza. Dios cumple sus promesas, Dios salva; no pide que le llevemos ofrendas, sino que nos ofrezcamos a nosotros mismos.
La Palabra hoy es también llamada, somos llamados a hacer lo que Él hace: ser misericordiosos y cumplir nuestras promesas. Nada más desafiante que vivir en el amor; pero nada como ello nos garantiza la experiencia de Mateo de escuchar a Dios llamarnos por nuestro nombre y levantarnos llenos de libertad y sentido para siempre. ¿Cómo estás amando? ¿vives el cotidiano de tu vida en el amor? ¿cumples tus promesas? ¿qué invitación recibes hoy? #FelizDomingo
Reflexiones sobre el Cuerpo y Sangre de Cristo (jueves 8 de junio)
“Yo soy el pan vivo”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Había una vez un pan malo que, tan pronto salió del horno, fue colocado, contra su voluntad, en la vitrina de la panadería junto a otros muchos panes. Poco a poco los clientes se fueron llevando todos los panes y sólo quedó el pan malo que siempre que trataban de agarrarlo, gritaba y protestaba para que no lo tocaran. De pronto, llegó una señora a comprar pan y, como no encontró más, se llevó el pan malo que refunfuñó disgustado: – “¿A dónde cree que me lleva?” La señora le dijo: –“Pues te llevo a mi casa, donde hay cuatro niños que te esperan para poder ir a la escuela a estudiar todo el día”. El pan malo no tuvo más remedio que dejarse llevar, pero siguió refunfuñando para sus adentros... Tan pronto estuvo en medio de la mesa del comedor de la familia y se sintió amenazado por los cuatro niños, comenzó a gritar: –“¡No tienen derecho a hacerme daño! ¡Yo no quiero que me partan, ni estoy dispuesto a que me coman! ¡No lo voy a aceptar de ninguna manera!”.
Los niños, estupefactos, se contentaron esa mañana con el café con leche y algunas galletas que había del día anterior... Dejaron el pan malo sobre la mesa y se fueron a la escuela sin discutir más con el... Pasaron los días y la señora terminó tirando el pan malo a la basura, porque se puso tieso y nadie se lo quería comer...
Había, en cambio, otro pan bueno que tan pronto salió del horno, crujiente y tierno, se sintió feliz de que se lo llevaran de primero para la casa de una familia numerosa. Cuando lo colocaron sobre la mesa, sabiendo que lo iban a partir y que se lo iban a comer, agradeció a Dios porque podía darle vida a los niños que iban a estudiar a la escuela. Tuvo miedo y le dolió cada uno de los embates del cuchillo que lo fue rebanando poco a poco; luego, cuando sentía cada mordisco, sufría, pero sabía que los niños lo necesitaban para jugar, para estudiar, para reír toda la mañana. Así que se ofreció con generosidad hasta el final, sin dejar sentir el dolor que lo embargaba.
Esta historia la suelo contar a los niños y niñas cuando hacen su primera comunión; a partir de este sencillo cuento, converso con ellos sobre el valor de la entrega, del sacrificio por los demás, de la entrega generosa de Dios a través de su Hijo en la Eucaristía. Los niños, como los que escuchaban al Señor, se preguntan aterrados: ¿cómo puede este darnos a comer su propio cuerpo?
Leyendo a santo Tomás de Aquino, podemos entender un poco mejor el sentido de la fiesta de hoy y de los textos bíblicos que nos propone la Iglesia para la celebración de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo: “El Hijo único de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, tomó nuestra naturaleza, a fin de que, hecho hombre, divinizase a los hombres (...) Por eso, para que la inmensidad de este amor se imprimiese más profundamente en el corazón de los fieles, en la última cena, cuando, después de celebrar la Pascua con sus discípulos, iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento como el memorial perenne de su pasión (...)”.
Participar de la vida del Señor, por haber comido su carne y haber bebido su sangre, es participar de su vida divina, que no es otra cosa que una vida entregada, por amor, hasta la muerte. Por eso, “el que come de este pan, vivirá para siempre”, porque es una vida que no termina, sino que se transforma en vida para el mundo, como el pan generoso que se hizo risa y alegría en los niños del cuento.
PAN Y VINO
Empobreceríamos gravemente el contenido de la eucaristía si olvidáramos que en ella hemos de encontrar los creyentes el alimento que ha de nutrir nuestra existencia. Es cierto que la eucaristía es una comida compartida por hermanos que se sienten unidos en una misma fe. Pero, aun siendo muy importante esta comunión fraterna, es todavía insuficiente si olvidamos la unión con Cristo, que se nos da como alimento.
Algo parecido hemos de decir de la presencia
de Cristo en la eucaristía. Se ha subrayado, y con razón, esta presencia
sacramental de Cristo en el pan y el vino, pero Cristo no está ahí por estar;
está presente ofreciéndose como alimento que sostiene nuestras vidas.
Si queremos redescubrir el hondo significado
de la eucaristía, hemos de recuperar el simbolismo básico del pan y el vino.
Para subsistir, el hombre necesita comer y beber. Y este simple hecho, a veces
tan olvidado en las sociedades satisfechas del bienestar, revela que el ser
humano no se fundamenta a sí mismo, sino que vive recibiendo misteriosamente la
vida.
La sociedad contemporánea está perdiendo
capacidad para descubrir el significado de los gestos básicos del ser humano.
Sin embargo, son estos gestos sencillos y originarios los que nos devuelven a
nuestra verdadera condición de criaturas, que reciben la vida como regalo de
Dios.
Concretamente, el pan es el símbolo elocuente que
condensa en sí mismo todo lo que significa para la persona la comida y el
alimento. Por eso el pan ha sido venerado en muchas culturas de manera casi
sagrada. Todavía recordará más de uno cómo nuestras madres nos lo hacían besar
cuando, por descubierto, caía al suelo algún trozo.
Pero, desde que nos llega de la tierra hasta
la mesa, el pan necesita ser trabajado por quienes siembran, abonan el terreno,
siegan y recogen las espigas, muelen el trigo, cuecen la harina. El vino supone
un proceso todavía más complejo en su elaboración.
Por eso, cuando se presenta el pan y el vino
sobre el altar, se dice que son «fruto de la tierra y del trabajo del hombre».
Por una parte son «fruto de la tierra» y nos recuerdan que el mundo y nosotros
mismos somos un don que ha surgido de las manos del Creador. Por otro son
«fruto del trabajo», y significan lo que los hombres hacemos y construimos con
nuestro esfuerzo solidario.
Ese pan y ese vino se destruirán para los
creyentes en «pan de vida» y «cáliz de salvación». Ahí encontramos los
cristianos esa «verdadera comida» y «verdadera bebida» que nos dice Jesús. Una
comida y una bebida que alimentan nuestra vida sobre la tierra, nos invitan a
trabajarla y mejorarla, y nos sostienen mientras caminamos hacia la vida
eterna.
LA EUCARISTÍA ES EL SIGNO DEL VERDADERO AMOR QUE SE
MANIFIESTA EN LA ENTREGA
La eucaristía es una realidad muy compleja que forma parte de la más antigua tradición. Tal vez sea la realidad cristiana más difícil de comprender y de explicar. Podríamos considerarla como acción de gracias (eucaristía), sacrificio, presencia, recuerdo (anamnesis), alimento, fiesta, unidad. Tiene tantos aspectos que es imposible abarcarlos todos en una homilía. Podemos quedarnos en la superficialidad del rito y perder así su riqueza. Vamos a intentar superar muchas visiones raquíticas o erróneas.
1º.- La eucaristía no es magia. Claro que ningún cristiano
aceptaría que al celebrar una eucaristía estamos haciendo magia. Pero si leemos
la definición de magia de cualquier diccionario, descubriremos que le viene
como al dedo lo que la inmensa mayoría de los cristianos pensamos de la
eucaristía: Una persona revestida con ropajes especiales e investida de poderes
divinos, realizando unos gestos y pronunciando unas palabras “mágicas”, obliga
a Dios a producir un cambio sustancial en una realidad material. Cuando se
piensa que se produce un milagro, estamos hablando de magia.
2º.- No debemos confundir la eucaristía con la comunión.
La comunión debe estar siempre referida a la celebración de una eucaristía.
Tanto la eucaristía sin comunión, como la comunión sin referencia a la
eucaristía dejan al sacramento incompleto. Ir a misa solo con la intención de
comulgar es sencillamente una trampa alejada de lo que significa el sacramento,
es un autoengaño. Esta distinción entre eucaristía y comunión explica la
diferencia de lenguaje entre los sinópticos y Juan en el discurso del pan de
vida. Juan hace referencia al alimento, pero alimentarse es creer en él,
identificarse con él.
3º.- “Cuerpo” no significa cuerpo, “sangre” no significa
sangre. No se trata del sacramento de la carne y de la sangre física de Jesús.
En la antropología judía, el hombre es una unidad indivisible, pero descubrió
en él cuatro aspectos: Hombre-carne, hombre-cuerpo, hombre-alma, hombre-espíritu.
Hombre-cuerpo era el ser humano en cuanto sujeto de relaciones. Al decir: esto
es mi cuerpo, está diciendo: esto soy yo, esto es mi persona. Para los judíos
la sangre no era solo símbolo de la vida. Era la vida misma. Cuando Jesús dice:
“esto es mi sangre, que se derrama”, está diciendo: esto es mi vida al servicio
de todos, es decir, una vida totalmente entregada a los demás.
4º.- La eucaristía no la celebra el sacerdote, sino la
comunidad. El cura puede decir misa. Solo la comunidad puede hacer presente el
don de sí mismo que Jesús significó en la última cena y que es lo que significa
el sacramento. Es el sacramento del amor. No puede haber signo de amor en
ausencia del otro. Por eso dice Mt: “donde dos o más están reunidos en mi
nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. El clericalismo que otorga a los
sacerdotes un poder divino para hacer un milagro, no tiene ningún apoyo en la
Escritura. La eucaristía la celebran todos los cristianos (sacerdocio de los
fieles).
5º.- La comunión no es un premio para los buenos. Esta
frase la dijo el Papa Francisco en una ocasión y me impresionó por su
profundidad. No son los que “que están en gracia” los que pueden acercarse a
comulgar. Somos los desgraciados que necesitamos descubrir el amor gratuito de
Dios. Solo si me siento pecador estoy necesitado de celebrar el sacramento.
Cuando necesito el signo del amor es cuando me siento separado de Dios. Es
absurdo de dejar de comulgar cuando más lo necesito.
6º.- La realidad significada no es Jesús en sí mismo, sino
Jesús como don. El don total de sí mismo, que se ha manifestado durante toda su
vida y que le ha llevado a su plenitud, identificándole con el Padre. Ese es el
significado que yo tengo que descubrir. La eucaristía no es un producto más de
consumo que me proporciona seguridades. Podemos oír misa sin que nos obligue a
nada, pero no podemos celebrar la eucaristía sin dañarnos con los demás. No se
puede salir de misa como si no hubiera pasado nada. Si la celebración no cambia
mi vida en nada, es que me quedó en el rito.
7º.-Haced esto, no se refiere a que perpetuemos un acto de
culto. Jesús no dio importancia al culto. Jesús quiso decir que recordáramos el
significado de lo que acaba de hacer. Esto soy yo que me parto y me reparto,
que me dejo comer. Haced vosotros también esto. Entregad la propia vida a los
demás como he hecho yo.
8ª.- Los signos no son el pan y el vino sino el pan
partido y el vino derramado. Durante siglos, se llamó a la eucaristía “la
fracción del pan”. No se trata del pan como cosa, sino del gesto de partir y
comer. Al partirse y dejarse comer, Jesús está haciendo presente a Dios, porque
Dios es don infinito, entrega total a todos y siempre. Esto sois que ser
vosotros. Si queréis ser cristianos tenéis que partiros, repartiros, dejaros comer,
triturar, asimilar, desaparecer en beneficio de los demás. Una comunión sin
este compromiso es una farsa, un garabato, como todo signo que no signifique
nada.
Es más tajante aún el signo del vino. Cuando Jesús dice:
esto es mi sangre, está diciendo esto es mi vida que se está derramando,
consumiendo en beneficio de todos. Eso que los tenían por la cosa más
horrorosa, apropiarse de la vida (la sangre) de otro, eso es lo que pretende
Jesús. Tenéis que hacer vuestra, mi propia vida. Nuestra vida solo será
cristiana si se derrama, si se consume, en beneficio de los demás como la mía.
Celebrar la Eucaristía es comprometerse a ser para los
demás. Todas las estructuras que están basadas en el interés personal o de
grupo, no son cristianas. Una celebración de la Eucaristía compatible con
nuestros egoísmos, con nuestro desprecio por los demás, con nuestros personales
odios y rivalidades, con nuestros complejos de superioridad, sean o grupales,
no tiene nada que ver con lo que Jesús quiso expresar en la última cena.
La eucaristía es un sacramento. Y los sacramentos ni son
milagros ni son magia. Se produce un sacramento cuando el signo (algo que entra
por los sentidos) nos conecta con una realidad trascendente que no podemos ver
ni oír ni tocar. Esa realidad significada es lo que nos debe interesar. La
hacemos presente por medio del signo. No se puede hacer presente de otra
manera. Las realidades trascendentes, ni se crean ni se destruyen; ni se traen
ni se llevan; ni se ponen ni se quitan. Están siempre ahí. Son inmutables y
eternas.
El ser humano no tiene que liberar o salvar su
"ego", a partir de ejercicios de piedad sino liberarse del
"ego" que es precisamente lo contrario. Solo cuando hayamos
descubierto nuestro verdadero ser, descubriremos la falsedad de nuestro yo
individual y egoísta que se cree independiente. Estamos hablando del sacramento
del amor, de la unidad, de la Presencia. Si la celebración no nos lleva a esa unidad,
significa que es falsa. Conformarnos con asistir a Misa sin celebrar la
eucaristía es un engaño total.
Hoy me siento incapaz de comunicaros la enorme cantidad de
cosas que me gustaría trasmitiros. Me gustaría poder hablar horas y horas con
cada uno de vosotros para sacaros de todos los dispares que se han dicho sobre
este sacramento. Muchas veces os dijo que de las realidades trascendentes no se
puede hablar con propiedad. Pero tampoco es que un lenguaje exagerado y
excesivo, en vez de aproximarnos a la verdad, nos aleja de ella. Es lo que ha
pasado con este sacramento admirable.
Hemos oído cientos de veces que la eucaristía fue
instituida por Cristo en la última cena. Jesús no instituyó nada. Ni siquiera
podemos tener seguridad de lo que realmente hizo y menos aún del sentido que
pudo dar él a los gestos que realizó.
La eucaristía fue el resultado de un proceso que pudo
durar muchos años. En el que influyeron en multitud de realidades. Para mí la
influencia fundamental debemos buscarla en la cena pascual y en las comidas
realizadas por Jesús durante su vida.
Los exégetas nos cuentan que probablemente comenzaron por
ser una comida fraterna en la que se dio gracias a Dios por los dones
recibidos. La clave era el compartir y descubrir en esa actitud la presencia de
Jesús vivo en la comunidad. Tanto el que compartía lo que tenía, como el que
podía comer gracias a la generosidad de los demás, sentía esa presencia que los
tenían unidos. Al crecer las comunidades fue inviable esa comida compartida y
se transformó en el rito que prevaleció hasta nuestros días.
Hoy todos estamos de acuerdo en que, para renovar el
sacramento de la eucaristía, es preciso tener en cuenta la tradición. Pero
mientras unos se paran en el concilio de Trento, otros queremos llegar hasta los
orígenes y descubrir allí el sentido de sacramento.
La primera es una mala opción porque Trento no elaboró
una doctrina sobre este sacramento. Se limitó a responder a las dos
cuestiones puestas en entredicho por la reforma protestante: la presencia real
y el sacrificio. La reacción del concilio fue violenta y con demasiado
resentimiento para que pudiera ser ecuánime. En Trento dio comienzo la
contrarreforma, que fue más nefasta para la Iglesia que la misma reforma. Sus
exageraciones han marcado la doctrina durante los siglos posteriores y aún no
nos hemos librado de su influencia.
Con relación a la presencia, se mezcló la metafísica con
la realidad física y nos metió por un callejón del que no hemos salido todavía.
Los conceptos de sustancia y accidente son metafísicos y no tienen nada que ver
con la realidad física.
Con relación al sacramento como sacrificio, también se
exageró el lenguaje, llegando a conclusiones descabelladas.
Me pregunto, ¿cómo dos aspectos que no se tuvieron en
cuenta para nada durante los cinco primeros siglos, pueden ser lo esencial del
sacramento?
Las exageraciones del concilio han marcado la pauta de
toda la doctrina del sacramento durante los últimos cinco siglos. Aun hoy para
la inmensa mayoría de los fieles el sacramento consiste en el sacrificio de
Cristo y en la presencia real.
La eucaristía no es una realidad estática sino dinámica.
Es algo que hacemos, que desplegamos, dentro de la comunidad. Del mismo modo la
presencia real estática distorsiona la dinámica del sacramento y lo convierte
en cosa. Aun cuando se comulgue fuera de la misa, no tiene sentido si no se
hace referencia a lo que se exalta en la eucaristía, de la que procede el pan
consagrado que comemos.
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