Sexto domingo del Tiempo ordinario – Ciclo C (Lucas 6,17.20-26) – 13 de febrero de 2022
Lucas 6, 17. 20-26
En aquel tiempo, Jesús
descendió del monte con sus discípulos y sus apóstoles y se detuvo en un llano.
Allí se encontraba mucha gente, que había venido tanto de Judea y de Jerusalén,
como de la costa de Tiro y de Sidón.
Mirando entonces a sus discípulos, Jesús les dijo:
“Dichosos ustedes los pobres,
porque de ustedes es el Reino de Dios.
Dichosos ustedes los que ahora tienen hambre,
porque serán saciados.
Dichosos ustedes los que lloran ahora,
porque al fin reirán.
Dichosos serán ustedes cuando los hombres los aborrezcan y los expulsen de
entre ellos, y cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre.
Alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el
cielo. Pues así trataron sus padres a los profetas.
Pero, ¡ay de ustedes, los ricos,
porque ya tienen ahora su consuelo!
¡Ay de ustedes, los que se hartan ahora,
porque después tendrán hambre!
¡Ay de ustedes, los que ríen ahora,
porque llorarán de pena!
¡Ay de ustedes, cuando todo el mundo los alabe,
porque de ese modo trataron sus padres a los falsos profetas!”
Palabra del Señor
#microhomilía
Por muchos lados se buscan recetas infalibles para la felicidad; hace poco estuché a alguien desesperadamente “decretando su felicidad” en seguimiento a las instrucciones de algún “gurú orgánico”. También nos encontramos a hermanos nuestros mendigando alabanzas o poder para exigirlas, poniendo toda su confianza en ellos mismos. Hoy la Palabra es contundente: “Bendito el hombre que confía en el Señor y en él pone su esperanza”. El bendito es el dichoso, es el libre, es esa o ese, que sabe que su hambre será saciada, que sus lágrimas serán enjugadas, que la incomprensión y la crisis terminará. No se trata pues de una esperanza ingenua, sino una esperanza fundada en la memoria de que Cristo resucitó, de las propias historias de esperanza de las que que hemos sido testigos, esos momentos en que vimos surgir en la mayor sequedad la vida, en donde nos queda claro que Dios ha estado con nosotros. Hagamos memoria este domingo de nuestras historias de esperanza, ¿Dónde, cuándo, cómo hemos visto o experimentado a Dios actuando, levantando, restaurando? ¿A través de quiénes? Experimentemos la esperanza de quienes creen y esperan en Cristo. #felizdomingo
“Jesús
miró a sus discípulos y, les dijo: (...)”
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
No se si es más
difícil, hablar de las Bienaventuranzas o de las advertencias de Jesús a los
ricos, a los que están satisfechos a los que ríen y a los que alaba todo el
mundo... Cualquiera de las dos alternativas es muy compleja. No es fácil explicar
o entender con nuestra lógica estas afirmaciones del Señor. Rompen
nuestros esquemas y nos abren a una realidad a la que no se puede acceder por
la razón. Nuestra sociedad, y nosotros mismos, hemos sido educados en otro
esquema mental que considera exactamente lo contrario. El mundo, en este texto
bíblico, parece vuelto al revés. No es cosa fácil entender por qué son dichosos
los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los que son odiados,
expulsados, insultados y despreciados por causa del Hijo del hombre, pero el
Señor lo dice categóricamente: “Alégrense mucho, llénense de gozo en ese día,
porque ustedes recibirán un gran premio en el cielo; pues también así
maltrataron los antepasados de esa gente a los profetas”.
Lo contrario tal
vez nos lo ayude a entender un hermoso texto de un jesuita que ha vivido de
cerca los dolores de Dios entre los más pobres. Benjamín González Buelta, S.J.,
escribe desde la realidad del pueblo sencillo de la República Dominicana; desde
la cercanía de los haitianos, doblemente marginados entre los marginados; desde
las celebraciones apoteósicas del quinto centenario de la llegada de los
españoles a tierras americanas, para lo cual se hicieron grandes avenidas para
los turistas, desalojando familias enteras y ocultándolas detrás de inmensos
muros de marginación para que la pobreza no pasara, como el muro que recorre la
frontera entre México y los Estados Unidos, o el que construye Israel frente a
los territorios palestinos; desde esa realidad, tienen sentido estas
advertencias que actualizan las de Jesús:
"¡Ay de
aquellos
que saborean el
dulce del azúcar en platos refinados, pero no tienen paladar para la amargura
del haitiano que corta la caña;
que miran la
belleza de las fachadas de los grandes edificios, pero no oyen en las piedras
el grito de los obreros mal pagados;
que pasean en carros
de lujo por las nuevas avenidas, pero no tienen memoria para las familias
desalojadas como escombros;
que exhiben ropa
elegante en cuerpos bien cuidados, pero no se preocupan de las manos que
cosechan el algodón...
porque dejan resbalar sobre la vida su mirada de turistas y no contemplan detrás de las fachadas con ojos de profeta!
¡Ay de aquellos
que sólo ven en
el pobre una mano que mendiga y no una dignidad indestructible que busca
justicia;
que sólo ven en
los numerosos niños marginados una plaga y no una esperanza para todos que hay
que cultivar;
que sólo escuchan
en los gritos de los pobres caos y peligros y no oyen la protesta de Dios
contra los fuertes;
que sólo
contemplan lo bello, lo sano y poderoso y no esperan la salvación de lo más
bajo y humillado...
porque no podrán contemplar la salvación que brota en el Jesús encarnado desde abajo!"
(BENJAMÍN GONZÁLEZ BUELTA, La Transparencia del Barro, Santander, Sal Terrae, 1989, 36-37).
FELICIDAD AMENAZADA
Occidente no ha
querido creer en el amor como fuente de vida y felicidad para el hombre y la
sociedad. Las bienaventuranzas de Jesús siguen siendo un lenguaje ininteligible
e increíble, incluso para los que nos llamamos cristianos.
Nosotros hemos
puesto la felicidad en otras cosas. Hemos llegado incluso a confundir la
felicidad con el bienestar. Y, aunque son pocos los que se atreven a confesarlo
abiertamente, para muchos lo decisivo para ser feliz es «tener dinero».
Apenas tienen
otro proyecto de vida. Trabajar para tener dinero. Tener dinero para comprar
cosas. Poseer cosas para adquirir una posición y ser algo en la sociedad. Esta
es la felicidad en la que creemos. El camino que tratamos de recorrer para
buscar felicidad.
Vivimos en una
sociedad que, en el fondo, sabe que algo absurdo se encierra en todo esto, pero
no es capaz de buscar una felicidad más verdadera. Nos gusta nuestra manera de
vivir, aunque sintamos que no nos hace felices.
Los creyentes
deberíamos recordar que Jesús no ha hablado solo de bienaventuranzas. Ha
lanzado también amenazadoras maldiciones para cuantos, olvidando la llamada del
amor, disfrutan satisfechos en su propio bienestar. Esta es la amenaza de
Jesús: quienes poseen y disfrutan de todo cuanto su corazón egoísta ha
anhelado, un día descubrirán que no hay para ellos más felicidad que la que ya
han saboreado.
Quizá estamos viviendo unos tiempos en los que
empezamos a intuir mejor la verdad última que se encierra en las amenazas de
Jesús: «¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo! ¡Ay de
vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora
reís, porque lloraréis!».
Empezamos a experimentar que la felicidad no está
en el puro bienestar. La civilización de la abundancia nos ofrece medios de
vida, pero no razones para vivir. La insatisfacción actual de muchos no se debe
solo ni principalmente a la crisis económica, sino ante todo a la crisis de
auténticos motivos para vivir, luchar, gozar, sufrir y esperar.
Hay poca gente
feliz. Hemos aprendido muchas cosas, pero no sabemos ser felices. Necesitamos
de tantas cosas que somos unos pobres necesitados. Para lograr nuestro
bienestar somos capaces de mentir, defraudar, traicionarnos a nosotros mismos y
destruirnos unos a otros. Y así no se puede ser feliz.
¿Y si Jesús tuviera razón? ¿No está nuestra
«felicidad» demasiado amenazada? ¿No tenemos que buscar una sociedad diferente
cuyo ideal no sea el desarrollo material sin fin, sino la satisfacción de las
necesidades vitales de todos? ¿No seremos más felices cuando aprendamos a
necesitar menos y compartir más?
DICHOSO EL POBRE, NO POR SERLO SINO POR NO CAUSAR POBREZA
Siempre que tengo
que hablar de las bienaventuranzas me viene a la mente: “pase de mí este
cáliz”. La verdad es que ni me entienden los pobres ni los ricos. Lo grave es
que esta actitud tiene la más férrea lógica, porque trato de explicarlas
racionalmente y las bienaventuranzas sobrepasan toda lógica. Cualquier intento
de aclararlas racionalmente está abocado al fracaso. Sin experiencia profunda
de lo humano las bienaventuranzas son un sarcasmo. Ni el sentido común ni el
instinto pueden aceptarlas.
Es el texto más
comentado de todo el evangelio, pero es también el más difícil. Intentaré
llevarte lo más lejos posible en su comprensión, sabiendo que no tienen
explicación posible. El primer problema lo encontramos en los mismos
evangelios. Lucas propone solo tres o cuatro y de la manera más breve posible:
bienaventurados los pobres, los que lloran, los que pasan hambre. Mateo narra
ocho o nueve pero además, añade un matiz que trata de explicar ya la dificultad
para entenderlas. Dice: pobre de espíritu, hambre y sed de justicia. Es también
muy significativo que Marcos y Juan ni siquiera las mencionan.
No tenemos ni
idea de cómo las formuló Jesús, con toda seguridad en arameo. Tampoco podemos
saber el sentido que le dieron al traducirlas al griego. Hoy estamos en condiciones
de afirmar que la interpretación literal no tiene ni pies ni cabeza. El colmo
del cinismo llegó cuando se intentó convencer al pobre de que aguantara
estoicamente su pobreza, incluso diera gracias a Dios por ella, porque se lo
iba a pagar con creces en el más allá. Si para mantener la esperanza tenemos
que echar mano de un más allá, malo.
No se puede
separar el primer término de cada propuesta del segundo. A nadie se le
ocurriría decir al que lleva dos días sin comer: ¡Qué suerte tienes! Debías estar
feliz y contento. Sería dar a entender que Dios está encantado de que la gente
sufra. Pero tampoco se pueden unir automáticamente. El hecho de ser pobre no
garantiza por sí mismo otra riqueza. Ni el hecho de ser rico determina una
condenación automática. Lo que determina un mayor o menor plenitud humana es la
actitud vital de cada uno.
Pero es que el
nexo de unión entre las dos partes de cada propuesta también es problemático.
El “porque” no tiene ninguna connotación causal. El pobre es dichoso, no por ser
pobre, sino porque él no es causa de que otro sufra.
Dichoso porque, a
pesar de todo, él puede desplegar su humanidad. Este es el profundo mensaje de
las bienaventuranzas. De la misma manera el rico no es maldecido por ser rico
sino por poner su confianza en la riqueza y desentenderse de lo humano que hay
en él.
Descubiertas
todas estas dificultades, yo haría una formulación distinta: Bienaventurado el
pobre, si no permite que su “pobreza” le atenace. Bienaventurado el rico, si no
se deja dominar por su “riqueza”. No sabría decir qué es más difícil. En ningún
momento debemos olvidar los dos aspectos. Ser dichoso es ser libre de toda
atadura que te impida desplegar tu humanidad. Se proclama dichoso al pobre, no
la pobreza. Se declara nefasta la riqueza, no al rico. Tanto la pobreza como la
riqueza son malas si nos impiden ser.
Tampoco quiere
decir el evangelio que tengamos que renunciar a la riqueza para asegurarnos un
puesto en el cielo. Debemos renunciar a ser la causa del sufrimiento de los
demás. Las bienaventuranzas no son un sí de Dios a la pobreza ni al
sufrimiento, sino un rotundo no de Dios a las situaciones de injusticia.
Siempre que actuamos desde el egoísmo hay injusticia. Siempre que impedimos que
el otro crezca hay injusticia.
Las bienaventuranzas invierten radicalmente
nuestra escala de valores. ¿Puede ser feliz el pobre, el que llora, el que pasa
hambre, el oprimido? La misma formulación nos despista porque está hecha desde
la perspectiva mítica. Solo desde la perspectiva de un Dios que actúa desde
fuera se puede entender “Dichosos los que ahora pasáis hambre porque quedaréis
saciados”. Si para mantener la esperanza tenemos que acudir a un más allá,
podemos caer en la trampa de dar por buena la injusticia que está sucediendo
hoy aquí, esperando que un día Dios cambie las tornas.
Las
bienaventuranzas quieren decir, que, aún en las peores circunstancias que
podamos imaginar, las posibilidades de ser humanos en plenitud, no nos las
puede arrebatar nadie. Recordad lo que decíamos el domingo pasado: “Rema mar
adentro”, busca en lo hondo de ti lo que vale de veras. Si creemos que la
felicidad nos llega del consumir, no hemos descubierto la alegría de ser. Al
poner la confianza en las seguridades externas, en el hedonismo absoluto,
estamos equivocándonos y en vez de felicidad encontramos desdicha. Nunca se ha
consumido más y sin embargo nunca ha habido tanta infelicidad.
Al añadir Lucas
¡Ay de vosotros los ricos!, deja claro que no habría pobres si no hubiera
ricos. Si todos pudiéramos comer lo suficiente, nadie nos consideraría ricos.
Si todos pasáramos la misma necesidad, nadie nos consideraría pobres. La
parábola del rico Epulón lo deja claro. No se le acusa de ningún crimen; No se
dice que haya conseguido las riquezas injustamente. El problema era no haberse
enterado de que Lázaro estaba a la puerta. Sin Lázaro a la puerta, su riqueza
no tendría nada de malo. El evangelio no da valor a la pobreza en sí, sino a no
ser causa de la pobreza de otro.
Llevamos dos mil
años intentando armonizar cristianismo y riqueza; salvación y poder. Nadie se
siente responsable de los muertos de hambre. Vivimos en el hedonismo más
absoluto y no nos preocupa la suerte de los que no tienen un pedazo de pan para
evitar la muerte. Jesús nos dice que, si tal injusticia acarrea muerte, alguien
tiene la culpa. Buscar en primer lugar mis seguridades y si me sobra, dar a los
demás, no es suficiente.
Decimos: Yo no
puedo hacer nada por evitar el hambre. Tú no puedes hacerlo todo; no se te pide
que elimines la injusticia en el mundo sino de que tú salgas de toda
injusticia. No se trata de hacer un favor a otro, aunque sea salvarles la vida,
se trata de que tú salgas de toda inhumanidad. Los “ricos” somos los que
tenemos que cambiar buscando esa humanidad que nos falta. Tu salvación está en
no ser causa de opresión para nadie. Si damos de comer al pobre le salvamos la
vida. Si salgo de mi egoísmo, salvo la vida al pobre y me libero de mi
inhumanidad, que es más importante.
Las
bienaventuranzas ni hacen referencia a un estado material, ni preconizan una
revancha futura de los oprimidos, ni pueden usarse como tranquilizante, con la
promesa de una vida mejor para el más allá. Las bienaventuranzas presuponen
una actitud vital escatológica, es decir, una experiencia del Reino de Dios,
que es Dios mismo como fundamento de mi ser. El primer paso hacia esa actitud
es el superar el egoísmo que nos lleva al individualismo, dejar de creer que
somos lo que no somos y vivir de ese engaño.
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