Evangelio según
san Lucas 1, 1-4; 4, 14-21
Muchos han tratado de escribir la
historia de las cosas que pasaron entre nosotros, tal y como nos las
trasmitieron los que las vieron desde el principio y que ayudaron en la
predicación.
Yo también, ilustre Teófilo, después de
haberme informado minuciosamente de todo, desde sus principios, pensé
escribírtelo por orden, para que veas la verdad de lo que se te ha enseñado.
(Después de que Jesús fue tentado por el demonio en el desierto), impulsado por
el Espíritu, volvió a Galilea. Iba enseñando en las sinagogas; todos lo
alababan y su fama se extendió por toda la región. Fue también a Nazaret, donde se había criado. Entró en la sinagoga, como era su costumbre
hacerlo los sábados, y se levantó para hacer la lectura. Se le dio el volumen
del profeta Isaías, lo desenrolló y encontró el pasaje en que estaba escrito: El
espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres
la buena nueva, para anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los
ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del
Señor.
Enrolló el volumen, lo devolvió al
encargado y se sentó. Los ojos de todos los asistentes a la sinagoga estaban
fijos en él. Entonces comenzó a hablar, diciendo: “Hoy mismo se ha cumplido
este pasaje de la Escritura que acaban de oír”.
La primera mirada de
Jesús no se dirige al pecado de las personas, sino al sufrimiento que arruina
sus vidas. Lo primero que toca su corazón no es el pecado, sino el dolor, la
opresión y la humillación que padecen hombres y mujeres. Nuestro mayor pecado consiste
precisamente en cerrarnos al sufrimiento de los demás para pensar solo en el
propio bienestar.
Jesús se siente
«ungido por el Espíritu» de un Dios que se preocupa de los que sufren. Es ese
Espíritu el que lo empuja a dedicar su vida entera a liberar, aliviar, sanar,
perdonar: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha
enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la
libertad y a los ciegos la vista, para dar libertad a los oprimidos, para
anunciar el año de gracia del Señor».
Este programa de
Jesús no ha sido siempre el de los cristianos. La teología cristiana ha
dirigido más su atención al pecado de las criaturas que a su sufrimiento. El
conocido teólogo Johann Baptist Metz ha denunciado repetidamente este grave
desplazamiento: «La doctrina cristiana de la salvación ha dramatizado demasiado
el problema del pecado, mientras ha relativizado el problema del sufrimiento».
Es así. Muchas veces la preocupación por el dolor humano ha quedado atenuada
por la atención a la redención del pecado.
Los cristianos no
creemos en cualquier Dios, sino en el Dios atento al sufrimiento humano. Frente
a la «mística de ojos cerrados», propia de la espiritualidad del Oriente,
volcada sobre todo en la atención a lo interior, el que sigue a Jesús se siente
llamado a cultivar una «mística de ojos abiertos» y una espiritualidad de
responsabilidad absoluta para atender al dolor de los que sufren.
Al cristiano
verdaderamente espiritual –«ungido por el Espíritu»– se le encuentra, lo mismo
que a Jesús, junto a los desvalidos y humillados. Lo que le caracteriza no es
tanto la comunicación íntima con el Ser supremo cuanto el amor a un Dios Padre
que lo envía hacia los seres más pobres y abandonados. Como ha recordado el
cardenal Martini, en estos tiempos de globalización, el cristianismo ha de
globalizar la atención al sufrimiento de los pobres de la Tierra.
Este ciclo (C) toca leer el evangelio de Lucas, que empieza con un paralelismo de la infancia entre el Bautista y Jesús en los dos primeros capítulos. A partir de aquí, se olvida de todo lo dicho y comienza solemnemente su evangelio: “En el año quince del gobierno de Tiberio César… vino la palabra de Dios sobre Juan. Después del bautismo y las tentaciones, propone un nuevo comienzo con un resumen: Regresó a Galilea con la fuerza del Espíritu, enseñaba en las sinagogas y su fama se extendió.
No es la primera vez
que entra en una sinagoga pues dice: “como era su costumbre”. Y “haz aquí lo
que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm. El texto de Isaías es el punto de
partida. Pero más importante aún que la cita es la omisión voluntaria de la última
parte que decía: “... y un día de venganza para nuestro Dios” (estaba
expresamente prohibido añadir o quitar un ápice del texto). Los que escuchaban
se dieron cuenta de la omisión. Atreverse a rectificar la Escritura era
inaceptable.
Isaías habla en
metáforas, no de curación física. Jesús se niega a entrar en la dinámica que
ellos esperan. Este relato es el mejor resumen de toda la vida pública de
Jesús. Mientras atendía a sus necesidades materiales, grandes aplausos. Cuando
intenta haceres ver que su mensaje consiste en darse a los demás, absoluto
fracaso. Hace muy bien Lucas en ponerlo como principio de todo su evangelio.
No comenta un texto
de la Torá, que era lo más sagrado para el judaísmo sino un texto profético. El
fundamento de la predicación de Jesús se encuentra más en los profetas que en
el Pentateuco. Para los primeros cristianos estaba claro que el mismo Espíritu
que ha inspirado la Escritura, unge a Jesús a ir mucho más allá de ella,
superando el carácter absoluto que le habían dado los rabinos. Ninguna
teología, ninguna norma tiene valor absoluto. Es hombre debe estar siempre
abierto al futuro.
Al aplicarse a sí
mismo el texto, está declarando su condición de “Ungido”. Seguramente es esta
pretensión la que provoca la reacción de sus vecinos, que le conocían de toda
la vida y sabían quién era su padre y su madre. En otras muchas partes de los
evangelios se apunta a la misma idea: La mayor cercanía a la persona se
convierte en el mayor obstáculo para poder aceptar lo que es. Para un judío era
impensable que alguien se atreviera a cambiar la idea de Dios de la Escritura.
Partiendo de Isaías,
Jesús anuncia su novedoso mensaje. A las promesas de unos tiempos mesiánicos
por parte de Isaías, contrapone Jesús los hechos: “hoy se cumple esta
Escritura”. Toda la Biblia está basada en una promesa de liberación. No debemos
entender literalmente el mensaje, y seguir esperando lo que ya nos han dado.
Dios no nos libera, Dios es la liberación. Yo solamente debo tomar conciencia
de ello.
La libertad es el
estado natural del ser humano. La “buena noticia” de Jesús va dirigida a todos
los que padecen cualquier clase de sometimiento, por eso tiene que consistir en
una liberación. No debemos caer en una demagogia barata. La enumeración que hace
Isaías no deja lugar a dudas. En nombre del evangelio no se puede predicar la
simple liberación material, pero tampoco podemos conformarnos con una salvación
espiritual, desentendiéndonos de las esclavitudes materiales.
Oprimir a alguien, o
desentenderse del oprimido, es negar el Dios de Jesús. El Dios de Jesús no es
el aliado de unos pocos. No es el Dios de los buenos, de los piadosos ni de los
sabios; es, sobre todo, el Dios de los marginados, de los excluidos, de los
enfermos y tarados, de los pecadores. Solo estaremos de parte Dios, si estamos
con ellos. Una religión, compatible con cualquier clase de exclusión, es
idolátrica. “id y contarle a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven,
los cojos andan...”
Hoy el ser humano
busca con ahínco la liberación de las opresiones externas, pero descuida la
liberación interior, que es la verdadera. Jesús habla de liberarse antes de
liberar. En el evangelio de Juan, está muy claro que tan grave es oprimir como
dejarse oprimir. El ser humano puede permanecer libre, a pesar de sometimientos
externos, hay una parte de su ser que nadie puede doblegar. La primera
obligación del hombre es no dejarse esclavizar y el primer derecho, verse libre
de toda opresión.
¿Cómo conseguirlo?
El evangelio nos lo acaba de decir: “Jesús volvió a Galilea con la fuerza del
Espíritu”. Ahí está la clave. Solo el Espíritu nos puede capacitar para cumplir
la misión más importante que tenemos como seres humanos. Tanto en el AT como en
el NT, ungir era capacitar para una misión. Pablo nos lo dice con claridad
meridiana: Si todos hemos bebido de un mismo Espíritu, seremos capaces de
superar el individualismo, y entraremos en la dinámica de pertenencia a un
mismo cuerpo.
La idea de que todos
formamos un solo cuerpo es genial. Ninguna explicación teológica puede decirnos
más que esta imagen. La idea de que somos individuos con intereses
contrapuestos es tan demencial como pensar que una parte de nuestro cuerpo
pueda ir en contra de otra parte del mismo cuerpo. Cuando esto sucede le
llamamos cáncer. El individualismo solo puede ser superado por la unidad del
Espíritu.
Pablo nos invita a
aceptarnos los unos a los otros como diferentes. Esa diversidad es
precisamente la base de cualquier organismo. Sin ella los seres vivos
superiores serían inviables. Una de las exigencias más difíciles de nuestra
condición de criaturas consistiría en aceptar al otro como diferente,
encontrando en esa diferencia no una amenaza, sino una riqueza. Es fácil
aceptar que estamos en la dinámica opuesta. Seguimos empeñados en rechazar y
aniquilar al que no es como nosotros.
Lo único que predicó
Jesús fue el amor, la unidad. Eso supone la superación de todo egoísmo y toda
conciencia de individualidad. Los conocimientos científicos adquiridos en
estos dos últimos siglos vienen en nuestra ayuda. Somos parte del universo,
somos parte de la vida. Si seguimos buscando el sentido de nuestra existencia
en la individualidad, terminaremos todos locos. El sentido está en la
totalidad, que no es algo separado de mi individualidad, sino su propio
constitutivo esencial.
El Espíritu no es
más que Dios presente en lo más hondo de nuestro ser. Eso que hay de divino en
nosotros es nuestro verdadero ser. Todo lo demás, no solo es accidental,
transitorio y caduco, sino que terminará por desaparecer. No tiene sentido que
sigamos potenciando aquello de lo que tenemos que despegarnos. Querer poner el
sentido a mi existencia en lo caduco es ir en contra de nuestra naturaleza más
íntima.
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