Evangelio
según san Juan 20, 1-9
El primer día después del
sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida
la piedra que lo cerraba. Echó a correr, llegó a la casa donde estaban Simón
Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del
sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”.
Salieron Pedro y el otro
discípulo camino del sepulcro. Los dos iban corriendo juntos, pero el otro
discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e
inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró
En eso llegó también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro. Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó, porque hasta entonces no habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos.
Aferrémenos con fuerza de la mano del Resucitado, que nos saca junto con él de nuestras "tumbas".
Dios nos regale en esta Pascua un corazón inquieto como el de María Magdalena, que no se resigna, que no se queda quieto. Un corazón valiente y fiel, dispuesto y enviado.
#FelizPascua #FelizDomingo
San Ignacio de Loyola, en el número 299 de
los Ejercicios Espirituales, afirma que la primera aparición del
Señor resucitado fue a María, su madre: “Primero: apareció a la Virgen María,
lo cual, aunque no se diga en la Escritura, se tiene por dicho, en decir que
apareció a tantos otros; porque la Escritura supone que tenemos entendimiento,
como está escrito: (¿También vosotros estáis sin entendimiento?)”.
Inspirados en este texto, imaginemos cómo pudo ser esta aparición…
El primer día de la semana, María amaneció en
casa de José de Arimatea. Todos los discípulos del Señor y él mismo se quedaban
allí cuando subían a Jerusalén. Todo era desorden cuando venían a la fiesta de
la Pascua; nadie hacía ningún trabajo el día sábado, a no ser María que no
dejaba de recoger túnicas y mantos y de asear un poco la casa para que se
pudiera caminar de un lugar a otro. Esa mañana María se levantó muy temprano;
todavía tenía su corazón oprimido y sus ojos le ardían de tanto llorar. Había
pasado todo el sábado orando al Altísimo por su hijo.
María se levantó muy temprano, cuando todavía
estaba oscuro, fue a la cocina atravesando el salón que estaba invadido por los
apóstoles; todos dormían y se escuchaba una hermosa sinfonía de ronquidos que
dirigía Pedro, el más ruidoso. Comenzó a encender el fuego con algunos palos
secos que había guardado desde el viernes anterior; quería tenerles algo
caliente para cuando todos se levantaran. Cuando comenzó a amasar un poco de
harina para preparar el pan, se acordó de Jesús a quien le gustaba comerse la
masa sin cocinar; lo aprendió de José y decía que la levadura era mejor que
creciera dentro de uno y no dentro del horno. En ese momento alguien golpeó a
la puerta; era Jeremías, el pastorcito, que traía un poco de leche que mandaba
su papá. María recibió la leche y el pequeño Jeremías comenzó a ayudarle a
amasar la harina, con la esperanza de poder comer un poco de pan tan pronto
estuviera listo; en ese momento llegó la Magdalena para convidar a María a ir
al sepulcro a embalsamar al Señor. María le dijo: «Ve tu adelante; apenas acabe
de preparar el pan para estos muchachos y les deje algo caliente para el
desayuno, te sigo». La Magdalena se fue apresuradamente.
Tan pronto estuvo el primer pan, el pequeño
Jeremías lo tomó y, quemándose las manos, le dio un beso a María y salió
corriendo lleno de gozo. María sintió que su corazón le ardía y volteando la
mirada hacia la cocina vio a Jesús comiéndose la masa sin cocinar. Tuvo miedo y
dudó un momento, pero Jesús le dijo: «No te disgustes porque me como el pan sin
cocinar; tu sabes que fue una costumbre que me dejó papá». En ese momento María
se abalanzó sobre Jesús para abrazarlo. Jesús la besó en la frente y le dijo: «Cuida
a éstos, mis hermanos; sé para todos ellos lo que fuiste para mi; sé para ellos
su madre siempre». Entonces María dijo: «Alabo al Señor con toda mi alma y
canto sus maravillas. (...) Porque el pobre no será olvidado ni quedará
frustrada la confianza de los humildes» (Salmo 9). Después, Jesús se quedó
mirándola con cariño y le dijo: Anímalos y cuida de ellos; recuérdales mis
palabras: «Cuando una mujer va a dar a luz, se aflige porque le llega la hora
del dolor. Pero cuando nace la criatura, no se acuerda del dolor por su alegría
de que un hijo llegó al mundo. Así también ustedes ahora sienten pena, pero
cuando los vuelva a ver, su corazón se llenará de alegría y nadie podrá
quitarles esa alegría» (Jn. 16, 21-22). Y diciendo esto, Jesús desapareció.
María quedó llena de gozo, pero no se atrevió
a despertar a los apóstoles por miedo a que no le creyeran. Ella siguió su
oficio, cuando llegó la Magdalena gritando que el cuerpo del Señor había sido
robado; con ella llegaron otras mujeres afirmando lo mismo. Los apóstoles se
despertaron asustados y salieron corriendo a mirar lo que decían las mujeres;
«todo lo encontraron como ellas habían dicho, pero al Señor, no lo vieron» (Lc.
24, 24b). Volvieron a la casa y discutían entre ellos, mientras María les servía;
ella guardaba todo en su corazón, los animaba a mantener la esperanza, les
recordaba las palabras de Jesús y los servía con el cariño de una madre.
El mensaje de la Resurrección es la coronación
de la Buena Noticia del Reino. El anuncio comenzó en Navidad, con los mismos
símbolos: la luz en medio de la noche; Jesús, el que librará al pueblo de sus
pecados. Hoy el mensaje se culmina con la luz surgiendo de la noche, Jesús más
fuerte que la muerte y el pecado, por la fuerza del Espíritu.
La resurrección de Jesús no fue un espectáculo
triunfal contemplable con los ojos. Nadie fue testigo del hecho de la
resurrección. Los testigos serán testigos de Jesús, de que está vivo y es el
Señor. La fe en Jesús es ante todo fe en el crucificado, en que ni la muerte ni
el pecado han podido con Él. Los testigos lo son ante todo porque son testigos
del poder de Dios, y de que Dios estaba con Él.
Pablo nos da la dimensión más importante. No
se trata sin más de la resurrección de uno de nosotros, aunque sea el Primero,
el que está lleno del Espíritu. Se trata de la resurrección de todos. La fuerza
del Espíritu hace Jesús vivo y Señor a pesar de la cruz y de la muerte. La
misma fuerza del Espíritu hace nuestra vida nueva, más fuerte que la muerte y
que el pecado.
La Resurrección es la fiesta de la Liberación:
hemos sido liberados del temor; no tememos ni a la muerte ni al pecado. No
tememos a la muerte porque hemos visto en Jesús que no acaba con nuestra vida.
No tememos al pecado, porque hemos visto que Jesús acoge a los pecadores y come
con ellos, y hemos entendido que contamos con la fuerza de Dios, que es nuestro
médico.
Y, con todo eso, no tememos a Dios, porque
Jesús ha destruido al juez implacable y ha revelado al Padre, cuyo amor hemos
conocido precisamente en Jesús crucificado.
Pero hemos sido liberados también del mundo y
sus seducciones: hemos visto en Jesús un modo de vida resucitada, sirviendo
sólo al Reino, es decir, a los hijos; hemos visto en Jesús al hombre liberado
por el Espíritu: liberado de la codicia, de la vanidad, del orgullo, de la
venganza, de la necesidad de placer...
Nos sentimos criaturas nuevas. La vida
anterior, esclavizada al mudo y sus seducciones, nos parece cosa de muertos. Y
sabemos que nuestra vida es camino hacia la plena resurrección, que se ha
realizado ya en nuestro Primogénito y se va realizando en nosotros.
La eucaristía es esta noche más que nunca,
profética: es una reunión de resucitados que aún no lo están del todo, pero que
celebran de antemano, todavía en camino, el Banquete final de todos los
resucitados en la casa del Padre.
Resuenan en la eucaristía las palabras de
Jesús en su cena de despedida: "Ya no beberé más el fruto de la vid hasta
que lo beba con vosotros en el Reino de mi Padre".
Jesús resucitado es el mismo; el que salva de
los pecados, el que es fiel a sus amigos, el que cuenta con sus fallos, el que
valora ante todo el amor de los que le siguen.
Como última consideración, más evidente y sencilla, pero muy significativa: los primeros testigos, los encargados de llevar el mensaje a los discípulos, son las mujeres y, entre ellas, con relevancia especial, María Magdalena.
La realidad pascual es, tal vez, la más difícil de reflejar en conceptos mentales. La palabra Pascua (paso) tiene unas connotaciones bíblicas que pueden llenarla de significado, pero también nos pueden despistar y enredarnos en un nivel puramente terreno. Lo mismo pasa con la palabra resurrección, también ésta nos constriñe a una vida y muerte biológicas, que nada tiene que ver con lo que pasó en Jesús y con lo que tiene que pasar en nosotros.
La Pascua bíblica fue el paso de la esclavitud a la
libertad, pero entendidas de manera material y directa. También la Pascua
cristiana debía tener ese efecto de paso, pero en un sentido distinto. En
Jesús, Pascua significa el paso de la MUERTE a la VIDA; las dos con mayúsculas,
porque no se trata ni de la muerte física ni de la vida biológica. Juan lo
explica muy bien en el diálogo de Nicodemo. “Hay que nacer de nuevo”. Y “De la
carne nace carne, del espíritu nace espíritu”. Sin este paso, es imposible entrar
en el Reino de Dios.
Cuando el grano de trigo cae en tierra, “muriendo”,
desarrolla una nueva vida que ya estaba en él en germen. Cuando ya ha crecido
el nuevo tallo, no tiene sentido preguntarse que pasó con el grano. La Vida que
los discípulos descubrieron en Jesús, después de su muerte, ya estaba en él
antes de morir, pero estaba velada. Solo cuando desapareció como viviente
biológico, se vieron obligados a profundizar. Al descubrir que ellos poseían
esa Vida comprendieron que era la misma que Jesús tenía antes y después de su
muerte.
Teniendo esto en cuenta, podemos intentar comprender el
término resurrección, que empleamos para designar lo que pasó en Jesús después
de su muerte. En realidad, no pasó nada. Con relación a su Vida Espiritual,
Divina, Definitiva, no está sujeta al tiempo ni al espacio, por lo tanto no
puede “pasar” nada; simplemente continúa. Con relación a su vida biológica,
como toda vida era contingente, limitada, finita y no tenía más remedio que
terminar. Como acabamos de decir del grano de trigo, no tiene ningún sentido
preguntarnos qué pasó con su cuerpo. Un cadáver no tiene nada que ver con la
vida.
Pablo dice: Si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es
vana. Yo diría: Si nosotros no resucitamos, nuestra fe es vana, es decir vacía.
Aquí debemos buscar el meollo de la resurrección. La Vida de Dios, manifestada
en Jesús, tenemos que hacerla nuestra, aquí y ahora. Si nacemos de nuevo, si
nacemos del Espíritu, esa vida es definitiva. No tenemos que temer la muerte
biológica, porque no puede afectarla para nada. Lo que nace del Espíritu es
Espíritu. ¡Y nosotros empeñados en utilizar el Espíritu para que permanezca
nuestra carne!
Los discípulos pudieron experimentar como resurrección la
presencia de Jesús después de su muerte, porque para ellos, efectivamente,
había muerto. Y no hablamos solo de la muerte física, sino del aniquilamiento
de la figura de Jesús. La muerte en la cruz significaba precisamente esa
destrucción total de una persona. Con ese castigo se intentaba que no quedase
de ella ni el más mínimo rastro, el recuerdo. Los que le siguieron
entusiasmados durante un tiempo vieron como se hacía trizas su persona. Aquel en
quien habían puesto todas sus esperanzas había terminado aniquilado por
completo. Por eso la experiencia de que seguía vivo fue para ellos una
verdadera resurrección.
Hoy nosotros tenemos otra perspectiva. Sabemos que la
verdadera Vida de Jesús no puede ser afectada por la muerte y por lo tanto no
cabe en ella ninguna resurrección. Pero con relación a la muerte biológica, no
tiene sentido la resurrección, porque no añadiría nada al ser de Jesús. Como
ser humano era mortal, es decir su destino natural era la muerte. Nada ni nadie
puede detener ese proceso. Cuando vemos la espiga de trigo que está madurando,
¿a quién se le ocurre preguntar por el grano que la ha producido y que ha
desaparecido? El grano está ahí, pero ha desplegado sus posibilidades de ser,
que antes solo eran germen.
Meditación-contemplación
Comprender lo que pasó en Jesús no es el objetivo último.
Es solo el medio para saber qué tiene que pasar conmigo.
También yo tengo que morir y resucitar, como Jesús.
Como Jesús tengo que morir al egoísmo.
Día a día tengo que morir a todo lo terreno.
Día a día tengo que nacer a lo divino.
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