XXX Domingo de Tiempo Ordinario – Ciclo A (Mt 22, 34-40) – octubre 22, 2029
Evangelio según san Mateo 22, 34-40
Reflexiones Buena Nueva
#Microhomilia El mandamiento más importante es amar y el segundo, también. En amar se resume la voluntad de Dios. Cada una y cada uno de nosotros, en las circunstancias concretas ha de descubrir cómo actuar el amor.
Al final del día, la pregunta que nos hemos de hacer es la misma que el Señor nos hará el día de nuestro encuentro cara a cara con él: ¿amaste? ¿Dónde faltó el amor?
El amor es criterio de discernimiento para cada una de nuestras elecciones y acciones. Cómo puedo amar, incluso a quien pareciera no merecer amor. El amor se ha de expresar en la cotidianidad de nuestras vidas, en gestos, palabras, acciones, que anteponen al otro. Solemos jugar “chueco” o manipular la voluntad de Dios, subrayando aquello de “cómo a ti mismo”, posponiendo así, con egoísmo amar a los demás. Ingenuos, no seremos capaces de amarnos si no es amando, no seremos capaces ni de amar y amarnos, sin memoria de los momentos y personas que nos han amado con la gratuidad propia del amor.
Examinémonos: ¿En dónde, con quiénes me ha faltado amor? ¿quiénes y cuando nos han amado? ¿A qué me invita Dios hoy?
#FelizDomingo
En la manija interior de la
puerta de mi cuarto, hay una tirita de papel, colgada de un trozo de lana roja,
que tiene escritas dos frases. Por un lado, dice: “Ama al Señor tu Dios con
todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. Y por el otro, dice:
“Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Ya está un poco deteriorada, pero me ha
acompañado por los lugares donde he vivido en los últimos años.
Recordando la sugerencia del
libro del Deuteronomio que decía: “Lleva estos mandamientos atados en tu mano y
en tu frente como señales, y escríbelos también en los postes y en las puertas
de tu casa” (Dt. 6, 8-9), le propuse, hace algunos años, a los niños y niñas de
Mejorada del Campo, una pequeña población a las afueras de Madrid, España, que
ataran estos lazos de lana con la tirita de papel en sus muñecas y que luego la
colocaran en las puertas de sus cuartos. Los niños salieron felices de la misa
con sus pulseras de lana y, estoy seguro de que compartieron con sus
familias lo que habían descubierto en la Eucaristía ese día.
El sentido del compartir
dominical con estos niños y niñas, que asisten todavía hoy a la Eucaristía
dominical, era que se trataba de dos leyes inseparables. Como la cara y el
sello de una moneda. Es imposible separarlas. Si llevas una, tienes que llevar
la otra; pues, “si alguno dice: «Yo amo a Dios», y al mismo tiempo odia a su
hermano, es un mentiroso. Pues si uno no ama a su hermano, a quien ve, tampoco
puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn. 4, 20).
Cuando los fariseos le
preguntan a Jesús, “para tenderle una trampa”, “¿cuál es el mandamiento más
importante de la ley?”, no se imaginaban que Jesús les iba a dar un compendio
de “toda la ley y de las enseñanzas de los profetas”. Para Jesús estos dos
mandamientos son muy “parecidos” ... No son dos, sino uno mismo.
Siempre que cierro la puerta
de mi cuarto, por las noches, antes de descansar, reviso el día que ha pasado y
me detengo en estos dos mandamientos, inseparables, que nos recuerda Jesús en
el Evangelio de este domingo. Revisarnos sobre el amor a Dios y al prójimo
supone dos dinámicas simultáneas que no podemos nunca separar, tal como lo
expresa Benjamín González Buelta, SJ, en uno de sus poemas:
“Soy la
misma relación en todo encuentro. Si en
verdad soy contigo fuego, con sólo
abrir los ojos y dar un paso, no seré
con el hermano, hielo”.
PASIÓN POR DIOS Y COMPASIÓN POR
EL SER HUMANO
Cuando olvidan lo esencial, fácilmente se adentrarán
en las religiones por caminos de mediocridad piadosa o de casuística moral, que
no solo incapacitan para una relación sana con Dios, sino que pueden dañar
gravemente a las personas. Ninguna religión escapa a este riesgo.
La escena que se narra en los evangelios tiene como
trasfondo una atmósfera religiosa en que sacerdotes y maestros de la ley
clasifican cientos de mandatos de la Ley divina en «fáciles» y «difíciles»,
«graves» y «leves», «pequeños» y «grandes». Casi imposible moverse con un
corazón sano en esta red.
La pregunta que se plantean a Jesús busca recuperar
lo esencial, descubrir el «espíritu perdido»: ¿cuál es el mandato principal?,
¿qué es lo esencial?, ¿dónde está el núcleo de todo? La respuesta de Jesús,
como la de Hillel y otros maestros judíos, recoge la fe básica de Israel:
«Amaras al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu
ser». «Amaras a tu prójimo como a ti mismo».
Que nadie piense que, al hablar del amor a Dios, se
está hablando de emociones o sentimientos hacia un Ser imaginario, ni de
invitaciones a rezos y devociones. «Amar a Dios con todo el corazón» es
reconocer humildemente el Misterio último de la vida; comprender confiadamente
la existencia de acuerdo con su voluntad: amar a Dios como Padre, que es bueno
y nos quiere bien.
Todo esto marca decisivamente la vida, pues significa
alabar la existencia desde su raíz; tomar parte en la vida con gratitud; optar
siempre por lo bueno y lo bello; vivir con corazón de carne y no de piedra;
resistirnos a todo lo que traiciona la voluntad de Dios negando la vida y la
dignidad de sus hijos e hijas.
Por eso el amor a Dios es inseparable del amor a los
hermanos. Así lo recuerda Jesús: «Amaras a tu prójimo como a ti mismo». No es
posible el amor real a Dios sin escuchar el sufrimiento de sus hijos e hijas.
¿Qué religión sería aquella en la que el hambre de los desnutridos o el exceso
de los satisfechos no planteara pregunta ni inquietud alguna a los creyentes?
No están descaminados quienes resumen la religión de Jesús como «pasión por
Dios y compasión por la humanidad».
EL AMOR DE DIOS NO ES RELACIÓN SINO
IDENTIFICACIÓN CON ÉL La pregunta sobre el tributo al César se la hicieron los
fariseos y herodianos. A continuación, los saduceos le hicieron otra pregunta
sobre la resurrección de los muertos, en la que ellos no creían. Quieren
ridiculizar la creencia en otra vida con el supuesto de siete hermanos que
estuvieron casados con la misma mujer. Jesús desbarata sus argumentos. Por
eso, a continuación, el texto de hoy dice: “Al oír que había hecho callar a los
saduceos”, los fariseos vuelven a la carga: ¿Cuál es el primer mandamiento?
La pregunta no era tan sencilla. La mayoría consideraba
que todos los mandamientos tenían la misma importancia. Otros defendían que
guardar el sábado era el primero. Había quien defendía el amor a Dios como el
principal. A nadie se le había ocurrido que el mandamiento principal eran dos.
Jesús responde recitando la “shemá” (escucha), que toda israelita recitaba dos
veces cada día (Dt 6, 4-9). Jesús hace referencia al Lev 19,18 pero elimina la
primera parte que dice: “no guardarás rencor ni tomarás venganza de los hijos
de tu pueblo”, con lo que deja claro quién es el prójimo al que hay que amar.
La originalidad de Jesús está en unir los dos
mandamientos. De hecho, lo único que hace es citar dos textos del AT. No se
trata solo de una yuxtaposición o de una equiparación. Se trata de una
identificación en toda regla, que, además, prepara el terreno a Juan para poder
decir con rotundidad: un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros
como yo os he amado (Jn 13,34). Es el mandamiento nuevo, que convierte la Ley
en vieja. Después de 20 siglos, seguimos sin aceptar la diferencia entre AT y
NT.
El valor absoluto de cada persona es una propuesta
exclusiva de Jesús. Hasta entonces el individuo no contaba más que como
perteneciente e integrado en el grupo. Desde esa perspectiva, lo único que
interesaba eran las manifestaciones del amor, no el amor mismo. De ese modo, el
precepto recaía sobre las manifestaciones. El amor que exige Jesús, no se puede
alcanzar con el cumplimiento de un precepto. Ya no se trata de una ley, sino de
una actitud. “Un amor que responde a su amor”. El amor que pide Jesús no se
impone.
El concepto de “prójimo” es modificado por Jesús de manera
sustancial. Para un judío, prójimo era el que pertenecía al pueblo y, a lo
sumo, el prosélito. Jesús desbarata esa barrera y postula que todos somos
exactamente iguales para Dios. El cristianismo no siempre ha sabido trasmitir
esta idea de igualdad y hemos seguido creyendo, como los judíos de todos los
tiempos, que nosotros somos los elegidos y que Dios es nuestro Dios.
Jesús no propone amor a Dios ni un amor a él mismo. Dios
ni ama ni puede ser amado; es amor. La exigencia de Jesús no es con relación a
Dios sino con relación al hombre. Cuando seguimos proponiendo los mandamientos
de la “Ley de Dios” como marco para la vida de la comunidad, es que no hemos
entendido el mensaje de Jesús. S. Agustín dijo: Ama y haz lo que quieras. Y
Pablo: Quien ama ha cumplido el resto de la Ley. No se trata de una nueva Ley,
sino de hacer inútil toda ley, toda norma, todo precepto.
El “como a ti mismo” es también superado por Jesús: “como
yo os he amado”. Necesitaría un comentario más extenso. Únicamente diré, que el
amor solo se puede dar entre iguales. Si considero superior o inferior al otro,
mi relación con él nunca será de amor. Desde esta perspectiva, ¿a dónde se van
todas nuestras “caridades”? Lo que nos pide Jesús es que quiera para los demás
todo lo que estoy deseando para mí. ¡¿De verdad creo hacer caridad cuando doy
al mendigo la ropa usada que ya no voy a utilizar?!
Una vez más tenemos que resaltar la imposibilidad de
aceptar el mensaje de Jesús sin abandonar la idea de Dios del AT. Esta es la
trampa en la que cayeron los primeros cristianos que eran todos judíos. Aquí
está la clave para entender tantas aparentes contradicciones en los evangelios.
Lo que pide Jesús es más de lo que puede enseñar una religión. La excesiva
fidelidad a la institución nos impide alcanzar el mandamiento nuevo. Por eso
Jesús criticó tan duramente las instituciones religiosas de su tiempo (Templo,
Ley, culto); se habían convertido en un obstáculo para llegar al hombre.
A Dios no se le puede amar directamente ni mucho ni poco.
Dios no es un sujeto con el que me pueda relacionar. No es nada distinto de mí.
Amar a Dios y amar al prójimo es un único acto. Dios y el prójimo no se pueden
separar. Tampoco Dios puede amar a sus criaturas porque no son nada fuera de
Él. Demuestro que estoy abierto al Amor si amo a todos. Si dejo de amar a una
persona, puedo estar seguro de que lo que me mueve no es amor, sino egoísmo,
instinto, pasión, interés o la simple programación.
El amor no responde a una necesidad alguna de mi ego.
Acontece en la profundidad del ser, incluyendo todos sus aspectos. Es el único
camino para un crecimiento armónico del ser, impidiendo que la parte material y
biológica del mismo, se imponga y arrastre a la parte espiritual, malogrando
sus posibilidades de ser humano. El superar el egoísmo no significa una
renuncia a nada sino plenitud de humanidad. No suprime ninguno de los aspectos
de nuestra humanidad, sino que los colma y les da su verdadero sentido.
El amor es consecuencia del conocimiento. Los escolásticos
decían: “no se puede amar nada, si antes no se conoce”. Pero no basta con
conocer, debo conocerlo como bueno para mí. El conocimiento racional será
siempre egoísta, solo puede apreciar lo que es bueno para mi falso ser. Solo de
un conocimiento vivencial puedes nacer el verdadero amor. Si necesito motivos
interesados para amar, no es amor. Si queremos hacer un favor, tampoco
funciona. Tengo que descubrir que soy yo el que me enriquezco al amar. Ese
enriquecimiento se produce en mi verdadero ser, y eso no nos interesa
demasiado.
El mayor peligro a la hora de comprender el amor
evangélico es que lo confundimos con el deseo de que el otro me quiera. El
deseo de que otro me ame es instintivo y no va más allá del egoísmo. La mayoría
de las veces, cuando decimos te amo, en realidad queremos decir: “quiero que me
quieras”. Esto no tiene nada que ver con el mensaje de Jesús. Cuando oímos
decir a una persona: no puedo vivir sin ti; en realidad, lo que está diciendo
es: no te voy a dejar vivir, porque te voy a exigir que vivas solo para mí.
Es erróneo creer que podemos amar a Dios, aunque no amemos
al prójimo; o peor aún, que podemos amar a uno mucho ya otro poco o nada. El
amor es uno solo porque es una actitud personal. El amor queda especificado en
la persona que ama, no por la persona amada. Tiene que existir antes de
manifestarse. Lo que llega a los demás, lo que se percibe al exterior, son solo
las manifestaciones de ese amor. La actitud vital es única en cada persona,
pero el amor evangélico tiene que ser práctico, tiene que manifestarse en
obras. Solo puede manifestarse cuando me encuentro con otro, con el próximo.
En la manija interior de la
puerta de mi cuarto, hay una tirita de papel, colgada de un trozo de lana roja,
que tiene escritas dos frases. Por un lado, dice: “Ama al Señor tu Dios con
todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. Y por el otro, dice:
“Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Ya está un poco deteriorada, pero me ha
acompañado por los lugares donde he vivido en los últimos años.
Recordando la sugerencia del
libro del Deuteronomio que decía: “Lleva estos mandamientos atados en tu mano y
en tu frente como señales, y escríbelos también en los postes y en las puertas
de tu casa” (Dt. 6, 8-9), le propuse, hace algunos años, a los niños y niñas de
Mejorada del Campo, una pequeña población a las afueras de Madrid, España, que
ataran estos lazos de lana con la tirita de papel en sus muñecas y que luego la
colocaran en las puertas de sus cuartos. Los niños salieron felices de la misa
con sus pulseras de lana y, estoy seguro de que compartieron con sus
familias lo que habían descubierto en la Eucaristía ese día.
El sentido del compartir
dominical con estos niños y niñas, que asisten todavía hoy a la Eucaristía
dominical, era que se trataba de dos leyes inseparables. Como la cara y el
sello de una moneda. Es imposible separarlas. Si llevas una, tienes que llevar
la otra; pues, “si alguno dice: «Yo amo a Dios», y al mismo tiempo odia a su
hermano, es un mentiroso. Pues si uno no ama a su hermano, a quien ve, tampoco
puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn. 4, 20).
Cuando los fariseos le
preguntan a Jesús, “para tenderle una trampa”, “¿cuál es el mandamiento más
importante de la ley?”, no se imaginaban que Jesús les iba a dar un compendio
de “toda la ley y de las enseñanzas de los profetas”. Para Jesús estos dos
mandamientos son muy “parecidos” ... No son dos, sino uno mismo.
Siempre que cierro la puerta
de mi cuarto, por las noches, antes de descansar, reviso el día que ha pasado y
me detengo en estos dos mandamientos, inseparables, que nos recuerda Jesús en
el Evangelio de este domingo. Revisarnos sobre el amor a Dios y al prójimo
supone dos dinámicas simultáneas que no podemos nunca separar, tal como lo
expresa Benjamín González Buelta, SJ, en uno de sus poemas:
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