sábado, 5 de noviembre de 2022

Domingo XXXII del Tiempo Ordinario – Ciclo C

 Domingo XXXII del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 20, 27-38) – 6 de noviembre de 2022

Lucas 20, 27-38

 

Después algunos saduceos fueron a ver a Jesús. Los saduceos niegan que los muertos resuciten; por eso le presentaron este caso:

—Maestro, Moisés nos dejó escrito que si un hombre casado muere sin haber tenido hijos con su mujer, el hermano del difunto deberá tomar por esposa a la viuda para darle hijos al hermano que murió. Pues bien, había una vez siete hermanos, el primero de los cuales se casó, pero murió sin dejar hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y lo mismo hicieron los demás, pero los siete murieron sin dejar hijos. Finalmente murió también la mujer. Pues bien, en la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa esta mujer, si los siete estuvieron casados con ella?

Jesús les contestó:

—En la vida presente, los hombres y las mujeres se casan; pero aquellos que Dios juzgue que merecen gozar de la vida venidera y resucitar, sean hombres o mujeres, ya no se casarán, porque ya no pueden morir. Pues serán como los ángeles, y serán hijos de Dios por haber resucitado. Hasta el mismo Moisés, en el pasaje de la zarza que ardía, nos hace saber que los muertos resucitan. Allí dice que el Señor es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. ¡Y él no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos están vivos!

Reflexiones Buena Nueva

#Microhomilia

Hernán Quezada, SJ 

Culturalmente crece una suerte de búsqueda de controlar o aplazar la muerte. Hay una industria "médica" que se obsesiona con ser un dios capaz de evitar la muerte, esto a costa de la dignidad y la calidad de la vida. Preferimos que nuestros seres queridos mueran solos en manos de esos semidioses que en la intimidad del abrazo de nuestros frágiles brazos.

Hoy la Palabra nos recuerda que nosotros no buscamos morir, porque somos apasionados de vivir, pero no tememos a la muerte, porque sabemos que seremos resucitados. La vida no consiste en mantener "el pulso", podemos mantenernos "vivos", pero en realidad estar "muertos", inertes, vacíos, inmóviles, putrefactos. Está vivo quien se mantiene amando.

La vida nuestra es infinita en el amor de Dios, y en algún momento pasa por la muerte, que es momento, no estado; no permanecemos muertos, sino resucitados. Cerramos los ojos aquí y los abrimos allá para contemplar eternamente el rostro de Dios que estará levantándonos.

Siente el llamado a vivir, como hija, como hijo de Dios que se sabe sostenido, acompañado; que tiene la promesa de vivir para siempre resucitado. #felizdomingo

¡Y él no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos están vivos!

Hermann Rodríguez Osorio, S.J. 

Hace algunos días me preguntaron, sin muchos preámbulos, cuáles podrían ser las dimensiones fundamentales de una espiritualidad que pudiera responder al mundo de hoy. Una pregunta aparentemente sencilla, pero, al mismo tiempo, llena de profundidad. Respondí, rápidamente y sin pensar mucho: «Una espiritualidad que quiera responder a nuestra realidad debe tener los ojos bien abiertos ante la vida, para contemplar a Dios creador en medio de nuestra historia, debe recurrir siempre a la luz que ofrece la Palabra de Dios para discernir sus caminos, y nos debe lanzar a la construcción de la comunidad cristiana en todos sus niveles».

Las tres dimensiones que aparecieron en esta primera respuesta espontánea están muy conectadas entre sí y constituyen una unidad dinámica que considero muy cercana a la vida misma de Dios. Una espiritualidad no es otra cosa que una dinámica vital que nos pone en sintonía con Dios y nos hace obrar según el Espíritu de Dios. Por tanto, no es algo gaseoso, abstracto, elevado, desencarnado. Una espiritualidad es un estilo de vida que se puede ver y comprobar en obras muy concretas.

La participación del cristiano en la vida de Dios, que es lo que llamamos espiritualidad, hace que la persona entre en la dinámica vital propia de Dios uno y trino. La dinámica que se establece constantemente entre el Padre creador que se revela en la historia; el Hijo de Dios encarnado en la persona de Jesús; y el Espíritu Santo que sigue actuando en medio de nosotros para impulsarnos a construir una comunidad de amor. San Agustín, decía que Dios ha escrito dos libros; el primero y más importante es el libro de la vida, el libro de la historia que comenzó a escribir en los orígenes de los tiempos y que sigue escribiendo hoy con cada uno de nosotros; pero como fuimos incapaces de leer en este libro sus designios, Dios escribió un segundo libro, sacado del primero; este segundo libro es la Biblia; pero la primera Revelación está en la Historia, en la vida, en los acontecimientos de cada día: tanto en la vida personal, como grupal, comunitaria, social, política, etc...

Esta es la razón por la que la primera dimensión de una espiritualidad hoy es mirar la vida. Allí nos encontramos con lo que Dios quiere de nosotros; allí podemos descubrir lo que Dios está tratando de construir. Se trata de percibir la música de Dios, para cantar y bailar a su ritmo, para dejarnos invadir por su fuerza creadora. Es como entrar a un río y percibir hacia dónde va la corriente y dejarnos llevar por ella.

Esto es lo que Jesús quería comunicar cuando los saduceos, que negaban la resurrección de los muertos, le propusieron esa difícil pregunta sobre cuál de los siete hermanos, que estuvieron casados sucesivamente con una mujer, sería su esposo en la resurrección de los muertos... “El Señor es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. ¡Y él no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos están vivos!”. El Dios en el que creemos, por Jesucristo, es el Dios de la vida, que se revela en los acontecimientos cotidianos que muchas veces despreciamos porque no parecen revelarnos el rostro de Dios. Cuidemos que nuestra espiritualidad no se convierta en una serie de complicadas elucubraciones, que nos distraen de lo verdaderamente importante.

 

¿ES RIDÍCULO ESPERAR EN DIOS?

José Antonio Pagola

Los saduceos no gozaban de popularidad entre las gentes de las aldeas. Era un sector compuesto por familias ricas pertenecientes a la élite de Jerusalén, de tendencia conservadora, tanto en su manera de vivir la religión como en su política de buscar un entendimiento con el poder de Roma. No sabemos mucho más.

Lo que podemos decir es que «negaban la resurrección». La mejorarán una «novedad» propia de la gente ingenua. No les preocupaba la vida más allá de la muerte. A ellos les iba bien en esta vida. ¿Para qué preocuparse de más?

Un día se acercan a Jesús para ridiculizar la fe en la resurrección. Le presentamos un caso absolutamente irreal, fruto de su fantasía. Le hablan de siete hermanos que se han ido casando sucesivamente con la misma mujer, para asegurar la continuidad del nombre, el honor y la herencia a la rama masculina de aquellas poderosas familias saduceas de Jerusalén. Es de lo unico que entienden.

Jesús critica su visión de la resurrección: es ridículo pensar que la vida definitiva junto a Dios vaya a consistir en reproducir y prolongar la situación de esta vida, y en concreto de esas estructuras patriarcales de las que se benefician los varones ricos.

La fe de Jesús en la otra vida no consiste en algo tan irrisorio: «El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob no es un Dios de muertos, sino de vivos». Jesús no puede ni imaginarse que a Dios se le vayan muriendo sus hijos; Dios no vive por toda la eternidad rodeados de muertos. Tampoco puede imaginar que la vida junto a Dios consiste en perpetuar las desigualdades, injusticias y abusos de este mundo.

Cuando se vive de manera frívola y satisfecha, disfrutando del propio bienestar y olvidando a quienes viven afectados, es fácil pensar solo en esta vida. Puede parecer hasta ridículo alimentar otra esperanza.

Cuando se comparte un poco el sufrimiento de las mayorías pobres, las cosas cambian: ¿qué decir de los que mueren sin haber conocido el pan, la salud o el amor?, ¿qué decir de tantas vidas malogradas o sacrificadas injustamente? ¿Es ridículo alimentar la esperanza en Dios?

 

EL MÁS ALLÁ NO ES CONTINUACIÓN DEL MÁS ACÁ

Fray Marcos

Estamos en Jerusalén. Lc ya ha narrado la entrada solemne y la purificación del Templo. Sigue la polémica. Los saduceos, que tienen su bastión en torno al templo, entra en escena. Era más un partido político que religioso. Estaba formada por la aristocracia laica y sacerdotal. Preferirían estar a bien con la Roma y no poner en peligro sus intereses. Solo admitían el Pentateuco como libro sagrado. Tampoco admitirían la tradición. No creían en la resurrección. Jesús no responde a la pregunta sino a lo que quizás haya preguntado.

El planteamiento responde a una visión mítica. Lo que encerraba una verdad desde esa visión, se convierte en absurdo cuando lo entendemos racionalmente. Pensar y hablar del más allá es imposible. Es como pedirle a un ordenador que nos dé el resultado de una operación sin suministrarle los datos. Ni siquiera podemos imaginarlo. Puedo imaginar lo que es una montaña de oro aunque no existe en la realidad, pero tengo que haber percibido por los sentidos lo que es el oro y lo que es una montaña. No tenemos datos objetivos para imaginar el más allá. Todo lo que llega a la mente entra por los sentidos.

Las imaginaciones carecen de sentido. Lo racional es aceptar que no sabemos nada. El instinto más visceral de todo ser vivo es la permanencia en el ser; de ahí que la muerte se considere como el mal supremo. Para el ser humano, con su capacidad de razonar, ningún programa de salvación será convincente si no supera su condición mortal. Si el hombre considera la permanencia en el ser como un valor absoluto, también considerará como absoluta su pérdida. Todos los intentos por encontrar una solución serán inútiles.

Todos queremos ser eternos en nuestro yo individual porque no hemos descubierto nuestro verdadero ser, más allá de nuestra contingencia. Esa contingencia no es un fallo, sino mi propia naturaleza; por lo tanto no es nada que tengamos que lamentar ni de lo que Dios tenga que bibliotecarnos, ni ahora ni después. Mis posibilidades de ser solo las puedo desplegar aquí y ahora, a pesar de esa limitación. No creo que sea coherente el postular para el más allá un cielo maravilloso mientras seguimos haciendo de la tierra un infierno.

Nuestro ser, que creemos autosuficiente, hace siempre referencia a Otro que me fundamental, ya los demás que me permiten realizarme. La razón de mi ser no está en mí sino en Otro. Yo no soy la causa de mi mismo. No tiene sentido que considere mi propia existencia como el valor supremo. Si mi existir se debe al Otro, Él será el valor supremo también para mi ser individual y aparentemente autónomo. Si un ser eterno se relaciona conmigo, esa relación no puede terminar y mi relación con Él también será eterna.

El pueblo de Israel empezó a reflexionar sobre el más allá unos 200 años antes de Cristo. El concepto de resurrección no se acuñó hasta después de las luchas macabeas. Los libros de los Macabeos, se escribieron hacia el año 100 a C. El libro de Daniel, se escribió hacia el año 164 a C. Anteriormente solo se pensó en la asunción al “cielo” de determinadas personas que volverían a la tierra para llevar a cabo una tarea de salvacion; no se produjo una resurrección escatológica sino una situación de espera en la reserva para volver.

Puede parecernos ridículo el planteamiento de los saduceos, pero la inmensa mayoría de los cristianos hoy siguen pensado en un más allá con unos ojos que les permitirán ver a sus seres queridos, con unos brazos que les permitirán abrazarlos y con una lengua que les permitirá hablar con ellos. Esto es tan ridículo como la propuesta saducea.

Los semitas, no conocemos un alma sin cuerpo, no pudimos imaginar un ser humano sin cuerpo. Ni siquiera tienen una palabra para expresar el cuerpo sin alma. Nuestra doctrina sobre el más allá nació de la fusión de dos concepciones opuestas del ser humano, la judía y la griega. Nuestra predicación sería incomprensible para Jesús. La palabra que traducimos por alma quiere decir “vida” y la que traducimos por cuerpo, quiere decir “persona”.

El NT proclama la resurrección de los muertos. Nosotros hoy pensamos en la supervivencia del alma. No es esa la idea de que nos quiere trasmitir la Biblia. Nos hemos apartado totalmente del pensamiento bíblico y ha prevalecido la idea griega, aunque tampoco la hemos conservado con exactitud. Para los griegos no se necesita ninguna intervención de Dios para que el alma subsistiera y la resurrección del cuerpo era un flaco favor.

La base de toda reflexión sobre el más allá está en la resurrección de Jesús. La experiencia que de ella tuvieron los discípulos es que Dios realizó plenamente en él la salvación. Jesús sigue vivo con una Vida que ya tenía cuando estaba con ellos, pero que no se encontró hasta que murió. En él, la última palabra no la tuvo la muerte sino la Vida. Esta es la principal aportación del texto de hoy: “serán como Ángeles, hijos de Dios”.

¿Cómo evolucionó esa Vida que ya poseo aquí y ahora? Ni lo sé ni puedo saberlo. No debemos rompernos la cabeza pensando cómo va a ser ese más allá. Lo que de veras me debe importar es el mas aca. Descubrir que Dios me salva aquí y ahora. Vivenciar que hoy es ya la eternidad para mí. Que la Vida definitiva la poseo ya en plenitud. En la experiencia pascual, los discípulos disfrutaron que Jesús estaba vivo. No se produjo de la vida biológica sino de la Vida divina que ya tenía antes de morir, a la que no afectó la muerte.

Los cristianos hemos tergiversado hasta el núcleo central del mensaje de Jesús. Él puso la plenitud del ser humano en el amor, en la entrega total, sin límites, a los demás. Nosotros hemos hecho de esa misma entrega una programación. Soy capaz de darme, con tal que me garanticen que esa entrega terminará por redundar en beneficio de mi ego. Jesús predicó que la plenitud humana está en la entrega total. Mi objetivo cristiano debe ser deshacerme, no permanecer en el falso yo. Justo lo contrario de lo que pretendemos.

Te preocupa lo que será de ti después de la muerte ¿Te ha preocupado alguna vez lo que eras antes de nacer? Tu relación con el antes y con el después responde al mismo criterio. No vale decir que antes de nacer no eras nada, porque entonces hay que concluir que después de morir no serás nada. La eternidad no es una suma de tiempo sino un instante que está más allá del tiempo. Desde la visión más tradicional, para Dios soy igual en este instante que antes de nacer o después de morir. Desde la visión de Dios que tenemos hoy, no somos nada distinto de Él y en Él siempre hemos sido y seremos lo mismo.

"...porque para Él, todos están vivos". ¿No podría ser esa la verdadera plenitud humana? ¿No podemos encontrar ahí el auténtico futuro del ser humano? ¿Por qué tenemos que empeñarnos en que nos garantizan una permanencia en el ser individual para toda la eternidad? ¿No sería muchísimo más sublime permanecer vivos solo para Él? ¿No podría ser que el consumirnos en favor de los demás fuera la auténtica consumación del ser humano? ¿No es eso lo que celebramos en cada eucaristía?

 

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