Domingo IV de Adviento – Ciclo C (Lucas 1, 39-45) 19 de diciembre de 2021
San Lucas 1, 39-45
En aquellos días, María se
encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea y, entrando en la casa
de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la
creatura saltó en su seno.
Entonces Isabel quedó llena
del Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: “¡Bendita tú entre las
mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de
mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de
gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue
anunciado de parte del Señor”.
Palabra del Señor.
#microhomilía
Llegamos al IV Domingo de #Adviento, que nos deja ya frente a la Navidad. Encendemos hoy
nuestra cuarta vela que termina de iluminar e iluminarnos. La luz nos permite
mirar en donde estamos, ordenar y acomodar lo que a lo largo del año se
desacomodo, lo que llegó nuevo, lo que está de más; nos damos cuenta de lo que
falta y de lo que sobra. Ordenamos y disponemos el corazón; pero ¿para qué? No
es para vernos bien, ni para una neurosis de perfección u orden, sino para
disponernos a la llegada de quien viene a salvarnos y a llamarnos. Al fin del
año ¿De qué necesitamos ser salvados? ¿Cuáles serán los desafíos que vendrán?
¿qué se nos pedirá? ¿qué misiones encontraremos? No lo sabemos, pero este
domingo estamos llamados a disponernos y decir con nuestra cuarta luz
encendida: “Aquí estoy, Dios mío; vengo para hacer tu voluntad”. Dios nos
regale la humildad capaz de acoger y la libertad capaz de responder a la
llamada de la Navidad. #FelizDomingo
“¡Dichosa
tú por haber creído!”
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
No sé si habrá sido cierto o
no, pero cuentan que, en un vuelo trasatlántico, un venerable sacerdote, que
regresaba de una peregrinación a tierra santa, entabló conversación con su
vecino de asiento. La charla estuvo muy animada y duró gran parte del viaje.
Cuando el viajero desconocido supo que el sacerdote era el cura párroco de una
conocida parroquia en la ciudad donde él iba a estar unos días de trabajo, le
ofreció ir el domingo a cantar en la misa mayor. El cura se excusó diciéndole
que tenían un coro muy bien organizado y que no veía conveniente desplazarlo de
sus funciones precisamente en la eucaristía más concurrida de toda la semana.
Agradeció la gentileza del viajero, pero rechazó la oferta.
Al llegar al aeropuerto de
su ciudad, después de haber hecho el proceso de migración y de haber recogido
las maletas, el sacerdote salió del aeropuerto y vio a su vecino de asiento
respondiendo a una multitud de periodistas con cámaras fotográficas y de
televisión y toda clase de micrófonos. Picado por la curiosidad sobre la
identidad de su compañero de vuelo, se acercó al primer transeúnte que se le
cruzó y le preguntó si por casualidad sabía quién era ese señor que estaban
entrevistando; “–Claro que se quién es. Se trata de un famoso tenor que viene a
la ciudad a ofrecer una serie de conciertos. Se llama Luciano Pavarotti”.
Poco después de que María
dijo: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí, según tu palabra”, ella
salió “de prisa a un pueblo de la región montañosa de Judea” a visitar a su
prima Isabel, que estaba esperando a Juan el Bautista. Este encuentro sencillo
de amistad, marcado por la acción de Dios en ambas mujeres, refleja la
confianza de la Virgen María en la promesa que había recibido de parte de Dios.
Ella creyó en la promesa que se le hizo de que sería la Madre del Salvador: “El
ángel le dijo: –María no tengas miedo, pues tú gozas del favor de Dios. Ahora
vas a quedar encinta: tendrás un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será un
gran hombre, al que llamarán Hijo del Dios altísimo, y Dios el Señor lo hará
Rey, como a su antepasado David, para que reine por siempre sobre el pueblo de
Jacob. Su reinado no tendrá fin” (Lucas 1, 30-33).
Una promesa como esta no es
fácil de creer. Por eso, su prima Isabel le dijo: “–¡Dios te ha bendecido más
que a todas las mujeres, y ha bendecido a tu hijo! ¿Quién soy yo, para que
venga a visitarme la madre de mi Señor? Pues tan pronto como oí tu saludo, mi
hijo se estremeció de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú por haber creído que
han de cumplirse las cosas que el Señor te ha dicho!”.
Pidamos
para que, en este tiempo de Adviento, crezca en nosotros esa esperanza en que
las promesas del Señor se cumplirán. Que el Señor no permita que nos
contagiemos de la desconfianza que pulula hoy por todas partes. Las promesas
que hemos escuchado en este tiempo son incontables. La pregunta es si las hemos
escuchado como promesas electoreras que no entusiasman, o como promesas del
Señor que siempre cumple su palabra. Porque nos puede pasar lo que le pasó al
sacerdote de la historia, que se queda sin escuchar a Pavarotti por no confiar
en lo que le ofrecían.
CREER
ES OTRA COSA
Estamos
viviendo unos tiempos en los que cada vez más el único modo de poder creer de
verdad va a ser para muchos aprender a creer de otra manera. Ya el gran
converso John Henry Newman anunció esta situación cuando anunció que una fe
pasiva, heredada y no repensada acabaría entre las personas cultas en
«indiferencia», y entre las personas sencillas en «superstición». Es bueno
recordar algunos aspectos esenciales de la fe.
La fe es
siempre una experiencia personal. No basta creer en lo que otros nos predican
de Dios. Cada uno solo cree, en definitiva, lo que de verdad cree en el fondo
de su corazón ante Dios, no lo que oye decir a otros. Para creer en Dios es
necesario pasar de una fe pasiva, infantil, heredada, a una fe más responsable
y personal. Esta es la primera pregunta: ¿yo creo en Dios o en aquellos que me
hablan de él?
En la fe no
todo es igual. Hay que saber diferenciar lo que es esencial y lo que es
accesorio, y, después de veinte siglos, hay mucho de accesorio en nuestro
cristianismo. La fe del que confía en Dios está más allá de las palabras, las
discusiones teológicas y las normas eclesiásticas. Lo que define a un cristiano
no es el ser virtuoso u observante, sino el vivir confiando en un Dios cercano
por el que se siente amado sin condiciones. Esta puede ser la segunda pregunta:
¿confío en Dios o me quedo atrapado en otras cuestiones secundarias?
En la fe,
lo importante no es afirmar que uno cree en Dios, sino saber en qué Dios cree.
Nada es más decisivo que la idea que cada uno se hace de Dios. Si creo en un
Dios autoritario y justiciero terminaré tratando de dominar y juzgar a todos.
Si creo en un Dios que es amor y perdón viviré amando y perdonando. Esta puede
ser la pregunta: ¿en qué Dios creo yo: en un Dios que responde a mis ambiciones
e intereses o en el Dios vivo revelado en Jesús?
La fe, por
otra parte, no es una especie de «capital» que recibimos en el bautismo y del
que podemos disponer para el resto de la vida. La fe es una actitud viva que
nos mantiene atentos a Dios, abiertos cada día a su misterio de cercanía y amor
a cada ser humano.
María es el
mejor modelo de esta fe viva y confiada. La mujer que sabe escuchar a Dios en
el fondo de su corazón y vive abierta a sus designios de salvación. Su prima
Isabel la alaba con estas palabras memorables: «¡Dichosa tú, que has creído!».
Dichoso también tú si aprendes a creer. Es lo mejor que te puede suceder en la
vida.
MARÍA ES
PORTADORA DE LA DIVINIDAD
Esos textos
no podemos tomarlos como si fueran crónicas de sucesos. Son teología narrativa.
Que el texto se ajuste más o menos a los hechos, que sea totalmente inventado o
que tenga como fundamento mitos ancestrales, no tiene importancia ninguna. Lo
importante es descubrir el mensaje que el autor ha querido transmitir. Si
fueron noticias de un suceso, nos daríamos por enterados y punto. Si son
teología, nos obliga a desentrañar la verdad que sigue siendo válida. Este
texto es uno de los más densos y profundos de Lucas.
Hemos leído
los textos desde una perspectiva equivocada. Ni María sabía que había
engendrado al “Hijo de Dios” ni Isabel que llevaba en su seno la Precursor. No
tiene ninguna verosimilitud que noventa años después del suceso, alguien se
acuerde de una visita a una prima, mucho menos que recuerde las palabras que se
dijeron. No digamos nada si imaginamos a María, arrancándose con el magníficat,
recitado palabra por palabra. No, el relato nos está trasmitiendo lo que
pensaban los cristianos de finales del siglo primero.
En el texto
todo son símbolos. La primera palabra en griego es 'anastasa', que significa
levantarse, resurgir, que se ha pasado por alto en la traducción oficial. Es el
verbo que emplea el mismo Lucas para indicar la resurrección. Significa que
María resucita a una nueva vida y sube a la “montaña”, el ámbito de lo divino.
Pensamos que la madre da la vida al hijo. Aquí es el Hijo el que da vida a la
madre. Inmediatamente, la madre lleva al que le ha dado esa vida, a los demás,
es decir da a luz al Hijo. Eckhart decía con gran atrevimiento: todos estamos
preñados de Dios y la principal tarea de todo cristiano es darle a luz.
La visita
de María a su prima simboliza la visita de Dios a Israel. La subida de Galilea
a Judá nos está adelantando la trayectoria de la vida pública de Jesús. También
el Arca de la alianza recorrió el mismo camino por orden de David. El relato
está calcado del libro de Samuel II que narra el traslado del arca de la ciudad
de Baalá al monte Sion. David dijo: ¿Quién soy yo para que me visite el arca de
mi Señor? El arca permaneció tres meses en casa de Obededón de Gat. En la
llegada del arca hubo saltos de alegría. El Señor llenó de bendiciones a la
casa de Obededón. Hubo cantos y anuncios de liberación.
Lo sublime
se digna visitar a lo pequeño. El Emmanuel se manifiesta en el signo más
sencillo. El AT y el nuevo se encuentran y se aceptan, fuera del marco de la
religiosidad oficial. Desde ahora Dios lo debemos encontrar en lo cotidiano, en
la vida. Jesús, ya desde el vientre de su madre, empieza su misión, llevar a
otros la salvación y la alegría. Todo quiere indicar que la verdadera salvación
siempre repercutirá en beneficio de los demás; si alguien la descubre,
inmediatamente la comunicará. La visita comunica alegría (el Espíritu), también
a la criatura que Isabel llevaba en su vientre. Se descubre el empeño por dejar
a Juan por debajo de Jesús.
Si leemos
con atención, descubriremos que todo el relato se convierte en un gran elogio a
María. Y es el mismo Espíritu el que provoca esa alabanza: ¡Bendita tú entre
las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ” ¿Cuántas veces hemos repetido
esta alabanza? "¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi
Señor?" “Dichosa tú que has creído”. Creer no significa la aceptación de
verdades, sino confianza total en un Dios, que siempre quiere lo mejor para el
ser humano. A continuación, María pasa al elogio de Dios con el canto de “el
Magníficat”.
Lo que
intentan estos relatos de la infancia de Jesús es presentarlo como una persona
de carne y hueso, aunque extraordinariamente ya desde antes de nacer. Cuando
afirmamos que esos relatos no son históricos no queremos decir que Jesús no fue
una figura histórica. El NT hace siempre referencia a una historia humana
concreta, una experiencia humana única. Sin esa referencia al hombre Jesús, el
evangelio carecería de todo fundamento. Ahora bien, el lenguaje que emplea cada
uno de los evangelistas es muy distinto. Basta comparar los relatos de Mateo y
Lucas con el prólogo de Juan, para darnos cuenta de la abismal diferencia.
La novedad
que se manifiesta en María, no elimina ni desprecia la tradición, si no que la
integra y transforma. El relato está haciendo constantes referencias al AT. En
ningún orden de la vida, debemos vivir volcados hacia el pasado porque
impediríamos el progreso. Pero nunca podremos construir el futuro destruyendo
nuestro pasado. El árbol no crece si se cortan las raíces. Lo nuevo, si no
integra y perfecciona lo antiguo, nunca prosperará.
A la
vivencia de Jesús, hace referencia la carta de Pablo. Jesús no es un
extraterrestre, sino un ser humano como nosotros, que supo responder a las
exigencias más profundas de su ser. La clave está en esa frase: "Aquí
estoy para hacer tu voluntad". No se trata de ofrecer a Dios
"dones" o "sacrificios". Se trata de darnos a nosotros
mismos. Esa actitud es propia de una persona volcada sobre lo divino que hay en
ella. Pablo contrapone la encarnación al culto. Dios no acepta holocaustos ni
víctimas expiatorias. Solo haciendo su voluntad, damos verdadero culto a Dios.
En Juan, dice Jesús: “Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre”.
Los
primeros cristianos no llegaron a la conclusión de que Jesús era Hijo de Dios
porque descubrieron en Él la "naturaleza" de Dios sino porque descubrieron
que Jesús cumplió su voluntad. Hacía presente a Dios en lo que era y lo que
hacía. Para el pensamiento semítico, ser hijo no era principalmente haber sido
engendrado sino el reflejar lo que era el padre, cumplir su voluntad, imitarle.
Esa fidelidad al ser del padre convertía a alguien en verdadero hijo. Descubrir
esto en Jesús, les llevó a considerarlo, sin duda alguna, Hijo de Dios.
Esa
voluntad no la descubrió Jesús porque tuviera hilo directo con Dios fuera. Como
cualquier mortal, tuvo que ir descubriendo lo que Dios esperaba de él. Siempre
atento, no solo a las intuiciones internas, sino también a los acontecimientos
y situaciones de la vida, fue adquiriendo ese conocimiento de lo que Dios era
para él, y de lo que él era para Dios. 'La voluntad de Dios' no es algo venido
de fuera y añadido. Es nuestro ser en cuanto proyecto y posibilidad de alcanzar
su plenitud. De ahí que, ser fiel a Dios es ser fiel a sí mismo.
En todas
las épocas y todos los seres humanos han intentado hacer la voluntad de Dios,
pero era siempre con la intención de que el "Poderoso" hiciera
después de la voluntad del ser humano. Era la actitud del esclavo que hace lo
que su dueño le manda, porque es la única manera de sobrevivir. Es una pena que
después del ejemplo que nos dio Jesús, los cristianos sigamos haciendo lo mismo
de siempre, intentar comprar la voluntad de Dios a cambio de nuestro
servilismo. En esa dirección van todas nuestras oraciones, los sacrificios, las
promesas, votos.
Salvación y
voluntad de Dios son la misma realidad. Jesús, como ser humano, tuvo que
salvarse. Para nuestra manera de entender la encarnación, esta idea resulta
desconcertante. Creemos que salvarse consiste en librarse de algo negativo. La
salvación de Dios no consiste en quitar sino en poner plenitud, En todo ser
humano está ya la plenitud como un proyecto que que ir desarrollando. Jesús
llevó ese proyecto al límite. Por eso es el Hijo.
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