Domingo III de Adviento – Ciclo C (Lucas 3, 10-18) 12 de diciembre de 2021
Lucas 3, 10-18
En aquel tiempo, la gente le preguntaba a Juan el
Bautista: “¿Qué debemos hacer?” Él contestó: “Quien tenga dos túnicas, que dé
una al que no tiene ninguna, y quien tenga comida, que haga lo mismo”.
También acudían a él los publicanos para que los
bautizara, y le preguntaban: “Maestro, ¿qué tenemos que hacer nosotros?” Él les
decía: “No cobren más de lo establecido”. Unos soldados le preguntaron: “Y
nosotros, ¿qué tenemos que hacer?” Él les dijo: “No extorsionen a nadie, ni
denuncien a nadie falsamente, sino conténtense con su salario”.
Como el pueblo estaba en expectación y todos
pensaban que quizá Juan era el Mesías, Juan los sacó de dudas, diciéndoles: “Es
cierto que yo bautizo con agua, pero ya viene otro más poderoso que yo, a quien
no merezco desatarle las correas de sus sandalias. Él los bautizará con el
Espíritu Santo y con fuego. Él tiene el bieldo en la mano para separar el trigo
de la paja; guardará el trigo en su granero y quemará la paja en un fuego que
no se extingue”.
Con éstas y otras muchas exhortaciones anunciaba al
pueblo la buena nueva.
Palabra de Dios.
#Microhomilia
Hoy es el tercer domingo de #Adviento y coincide con la gran solemnidad de Santa María de Guadalupe. Es tiempo de encender nuestra tercera vela; sumada a las otras, iluminará nuestra realidad personal, familiar y comunitaria. ¡Qué importante es iluminar para ver bien!
Este domingo
tenemos la invitación a experimentar cómo es que Dios nos mira, dejar que ponga
sus ojos sobre nosotros. La mirada de Dios sobre nosotros no es inquisidora ni
de reclamos, porque como nos anuncia hoy el Evangelio en voz de María, Él pone
la mirada en la humildad de lo pequeño y nos revela novedad sobre nosotros
mismos.
Que esta tercera
luz de Adviento nos descubra ante Dios y nos ponga bajo la mirada de María de
Guadalupe, mirémosla y dejémonos mirar por ella, que nos enseñe como es que
Dios nos mira. No hay inquietarse por ser “grandes” o dignos, sólo hay que ser
hijas e hijos. ¿Cómo te sientes mirada, mirado? ¿Cómo estás mirando el mundo, a
los demás y a ti misma, a ti mismo? ¿A qué te invita su mirada? #FelizDomingo
“Juan
anunciaba las buenas noticias a la gente”
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
La predicación es un arte que no
es fácil adquirir y siempre habrá quejas porque es muy extensa, o muy breve o
porque en lugar de referirse a la Palabra de Dios nos detenemos en asuntos de
la política o de los problemas económicos… pero si el predicador hace
referencia a las Escrituras, es fácil escuchar también a otros que se quejan
que lo único que hace el predicador es repetir las lecturas sin hacer
referencias a la realidad actual. Es muy difícil tener contenta a la gente con
nuestra predicación, pero también hay que reconocer que muchas veces los que
prestamos este servicio en la Iglesia, necesitamos preparar con mayor cuidado
lo que vamos a decir, de manera que las personas que nos escuchan se sientan
‘edificados’ e invitados a cambiar su propia vida. En el Oficio de lectura de
la memoria de San Vicente Ferrer, se ofrece un texto tomado de su Tratado sobre la vida espiritual, en el
que hay una serie de recomendaciones sobre la predicación que vale la pena
recordar hoy:
“En la
predicación y exhortación debes usar un lenguaje sencillo y un estilo familiar,
bajando a los detalles concretos. Utiliza ejemplos, todos los que puedas, para
que cualquier pecador se vea retratado en la exposición que haces de su pecado;
pero de tal manera que no des la impresión de soberbia o indignación, sino que
lo haces llevado de la caridad y espíritu paternal, como un padre que se
compadece de sus hijos cuando los ve en pecado o gravemente enfermos o que han
caído en un hoyo, esforzándose por sacarlos del peligro y acariciándoles como
una madre. Hazlo alegrándote del bien que obtendrán los pecadores y del cielo
que les espera si se convierten. Este modo de hablar suele ser de gran utilidad
para el auditorio. Hablar en abstracto de las virtudes y los vicios no produce
impacto en los oyentes”.
El texto del evangelio que nos
presenta la Escritura en el día de hoy nos cuenta cómo predicaba San Juan
Bautista, poniendo ejemplos muy claros y comprensibles para aquellos que le
preguntaban qué debían hacer: “El que tenga dos trajes, dele uno al que no
tiene ninguno; y el que tenga comida, compártala con el que no la tiene”. Y
cuando le preguntaron unos publicanos sobre lo que debían hacer, les dijo: “No
cobren más de lo que deben cobrar”. Más adelante se habla de unos soldados que
también se acercaron para saber qué debían hacer ellos, y Juan les dice: “No le
quiten nada a nadie, ni con amenazas ni acusándolo de algo que no haya hecho, y
conformándose con su sueldo”. Todo esto, lo decía Juan, teniendo claro que no
se anunciaba a sí mismo, sino que su tarea era preparar el encuentro de cada
uno de sus oyentes con el Señor que venía a su encuentro de modo personal.
Al
acercarse la celebración de la Navidad, nos sentimos invitados a cambiar muchas
cosas en nuestra vida y la predicación debe señalar con ejemplos claros y
sencillos las cosas que podemos cambiar, invitando a las personas que buscan
una respuesta a descubrir lo que podemos y debemos hacer para que hoy vuelva a
ser Navidad en medio de nosotros y en medio de nuestro pueblo. De acuerdo con la
situación concreta de los oyentes que tenemos delante, deberíamos hacer el
esfuerzo por concretar los cambios que podrían hacer en sus propias vidas y
bajar a lo concreto, como lo recomiendo San Vicente Ferrer y como lo hace el
Bautista… Esto es anunciar “las buenas noticias a la gente”.
¿NOS ATREVEREMOS A
COMPARTIR?
Los
medios de comunicación nos informan cada vez con más rapidez de lo que acontece
en el mundo. Conocemos cada vez mejor las injusticias, miserias y abusos que se
cometen diariamente en todos los países.
Esta información crea fácilmente en nosotros un
cierto sentimiento de solidaridad con tantos hombres y mujeres, víctimas de un
mundo egoísta e injusto. Incluso puede despertar un sentimiento de vaga
culpabilidad. Pero, al mismo tiempo, acrecienta nuestra sensación de impotencia.
Nuestras
posibilidades de actuación son muy exiguas. Todos conocemos más miseria e
injusticia que la que podemos remediar con nuestras fuerzas. Por eso es difícil
evitar una pregunta en el fondo de nuestra conciencia ante una sociedad tan
deshumanizada: «¿Qué podemos hacer?».
Juan
Bautista nos ofrece una respuesta terrible en medio de su simplicidad. Una
respuesta decisiva, que nos pone a cada uno frente a nuestra propia verdad. «El
que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; y el que tenga
comida haga lo mismo».
No es
fácil escuchar estas palabras sin sentir cierto malestar. Se necesita valor
para acogerlas. Se necesita tiempo para dejarnos interpelar. Son palabras que
hacen sufrir. Aquí termina nuestra falsa «buena voluntad». Aquí se revela la
verdad de nuestra solidaridad. Aquí se diluye nuestro sentimentalismo
religioso. ¿Qué podemos hacer? Sencillamente compartir lo que tenemos con los
que lo necesitan.
Muchas
de nuestras discusiones sociales y políticas, muchas de nuestras protestas y
gritos, que con frecuencia nos dispensan de una actuación más responsable,
quedan reducidas de pronto a una pregunta muy sencilla. ¿Nos atreveremos a
compartir lo nuestro con los necesitados?
De
manera ingenua creemos casi siempre que nuestra sociedad será más justa y
humana cuando cambien los demás, y cuando se transformen las estructuras
sociales y políticas que nos impiden ser más humanos.
Y, sin embargo, las sencillas palabras del
Bautista nos obligan a pensar que la raíz de las injusticias está también en
nosotros. Las estructuras reflejan demasiado bien el espíritu que nos anima a
casi todos. Reproducen con fidelidad la ambición, el egoísmo y la sed de poseer
que hay en cada uno de nosotros.
MENSAJE: COMPASIÓN, EMPATÍA, COMPARTIR
La
primera palabra de la liturgia de este domingo es una invitación a la alegría.
Esa alegría, en el AT, está basada siempre en la salvación que va a llegar. Hoy
estamos en condiciones de dar un paso más y descubrir que la salvación ha
llegado ya porque Dios no tiene que venir de ninguna parte y con su presencia
en cada uno de nosotros, nos ha comunicado lo que Él mismo es. No tenemos que
estar contentos ‘porque Dios está cerca’, sino porque Dios está ya en nosotros.
La
alegría es como el agua de una fuente, la vemos solo cuando aparece en la
superficie, pero antes, ha recorrido un largo camino que nadie puede conocer, a
través de las entrañas de la tierra. La alegría no es un objetivo a conseguir
directamente sino la consecuencia de un estado de ánimo que se alcanza después
de un proceso. Ese proceso empieza por la toma de conciencia de mi verdadero
ser. Si descubro que Dios forma parte de mí, encontraré la absoluta felicidad.
¿Qué
tenemos que hacer? Las respuestas manifiestan la igualdad y la diferencia entre
el mensaje de Jesús y el de Juan. El Bautista creía que la salvación que
esperaban de Dios iba a depender de su conducta. Esta era también la actitud de
los fariseos. Jesús sabe que la salvación de Dios es gratuita e incondicional.
Es curioso que los seguidores de Jesús, todos judíos, se encontraran más a
gusto con la predicación de Juan que con la suya. Esto queda muy claro en los
evangelios.
Por
esa misma razón los primeros cristianos, que seguían siendo judíos, cayeron en
seguida en una visión del evangelio moralizante. Jesús no predicó ninguna norma
moral. Es más, se atrevió a relativizar la Ley de una manera insólita. El hecho
de que permanezcan en el evangelio la frase como “las prostitutas os llevan la
delantera en el Reino”, indica claramente que para Jesús había algo más
importante que el cumplimiento de la Ley. S. Agustín en una de sus genialidades
lo expresó con rotundidad: “ama y haz lo que quieras”. No hay un resumen mejor
del evangelio.
Todas
las respuestas que da Juan van encaminadas a mejorar las relaciones con los
demás. Se percibe una preocupación por hacer más humanas esas relaciones,
superando todo egoísmo. Está claro que el objetivo no es escapar a la ira de
Dios sino imitarle en la actitud de entrega a los demás. El evangelio nos dice,
una y otra vez, que la aceptación por parte de Dios es el punto de partida, no
la meta. Seguir esperando la salvación de Dios es la mejor prueba de que no la
hemos descubierto dentro. La pena es que seguimos esperando que venga a
nosotros lo que ya tenemos.
El pueblo estaba en expectación. Una manera de
indicar la ansiedad de que alguien les saque de su situación angustiosa. Todos
esperaban al Mesías y la pregunta que se hacen tiene pleno sentido. ¿No será
Juan el Mesías? Muchos así lo creyeron, no solo cuando predicaba, sino también
mucho después de su muerte. La necesidad que tiene de explicar que él no es el
Mesías no es más que el reflejo de la preocupación de los evangelistas por
poner al Bautista en su sitio; es decir, detrás de Jesús. Para ellos no hay
discusión. Jesús es el Mesías. Juan es solo el precursor.
La presencia de Dios en mí no depende de mis acciones
u omisiones. Es anterior a mi propia existencia y ni siquiera depende de Él,
pues no puede no darse. No tener esto claro nos hunde en la angustia y
terminamos creyendo que solo puede ser feliz el perfecto, porque solo él tiene
asegurado el amor de Dios. Con esta actitud estamos haciendo un dios a nuestra
imagen y semejanza; estamos proyectando sobre Dios nuestra manera de proceder y
nos alejamos del evangelio que nos dice lo contrario.
Pero
¡ojo! Dios no forma parte de mi ser para ponerse al servicio de mi
contingencia, sino para arrastrar todo lo que soy a la trascendencia. La vida
espiritual no puede consistir en poner el poder de Dios a favor de nuestro
falso ser, sino en dejarnos invadir por el ser de Dios y que él nos arrastre a
lo absoluto. La dinámica de nuestra religiosidad es absurda. Estamos dispuestos
a hacer “sacrificios” y “renuncias” que un falso dios nos exige, con tal de que
después cumpla él los deseos de nuestro falso yo.
No
hemos aceptado la encarnación ni en Jesús ni en nosotros. No nos interesa para
nada el “Emmanuel” (Dios-con-nosotros), sino que Jesús sea Dios y que él, con
su poder, potencie nuestro ego. Lo que nos dice la encarnación es que no hay
nada que cambiar, Dios está ya en mí y esa realidad es lo más grande que podría
esperar. Ésta tendría que ser la causa de nuestra alegría. Lo tengo ya todo. No
tengo que alcanzar nada. No tengo que cambiar nada de mi verdadero ser. Tengo
que descubrirlo y vivirlo. Mi falso ser se iría desvaneciendo y mi manera de
actuar cambiaría.
La salvación
no está en satisfacer los deseos de nuestro falso ser. Satisfacer las
exigencias de los sentidos, los apetitos, las pasiones, nos proporcionará
placer, pero eso nada tiene que ver con la felicidad. En cuanto deje de dar al
cuerpo lo que me pide, responderá con dolor y nos hundirá en la miseria.
Hacemos lo imposible para que Dios tenga que darnos la salvación que esperamos.
Incluso hemos puesto precio a esa salvación: si haces esto, y dejas de hacer lo
otro, tienes asegurada la salvación.
}El
conocimiento del que hablamos no es discursivo, sino vivencial. Es la mayor
dificultad que encontramos en nuestro camino hacia la plenitud. Nuestra
estructura mental cartesiana nos impide valorar otro modo de conocer. Estamos
aprisionados en la racionalidad que se ha alzado con el santo y la limosna, y
nos impide llegar al verdadero conocimiento de nosotros mismos. Permanecemos
engañados, creyendo que somos lo que no somos, pidiendo a Dios que potencie ese
falso ser.
La
alegría de la que habla la liturgia de hoy no tiene nada que ver con la
ausencia de problemas o con el placer que me puede dar la satisfacción de los
sentidos. La alegría no es lo contrario al dolor o a nuestras limitaciones que
tanto nos molestan. Las bienaventuranzas lo dejan muy claro. Si fundamento mi
alegría en que todo me salga a pedir de boca, estoy entrando en un callejón sin
salida. Mi parte caduca y contingente termina fallando siempre. Si me apoyo en
esa parte de mi ser, fracasaré.
La
respuesta que debo dar a la pregunta: ¿qué debemos hacer?, es simple:
Compartir. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? Tengo que adivinarlo yo. Ni siquiera
la respuesta de Juan nos puede tranquilizar, pues la realización de las obras
puede ser programación. No se trata de hacer o dejar de hacer sino de
fortalecer una actitud que me lleve en cada momento a responder a la necesidad
concreta del otro.
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